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Llamadme Ismael

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Abrí la puerta del edificio. Soplaba fresco. El clima chilango, traicionero, elevaría la temperatura hasta los treinta grados en unas horas. Sin embargo, en ese momento de la mañana aún era amable. Aspiré profundo, llenando mis pulmones de vapores tóxicos, y salí a la calle.

En la esquina, el señor del puesto de periódicos ya me tenía listo mi ejemplar de La Jornada.

—Buenos días, mi Járcor —dijo sonriendo.

—Llamadme Ismael —contesté al pagarle.

—¿Eh?

—Nada, nada. ¿Cómo anda, don?

—Pus aquí, batallando. ¿Qué le hacemos?

—¿Qué le hacemos? —repetí mientras leía por encima los encabezados del diario. Leía ese periódico desde que iba en la prepa, hace ¡ay, cabrón! tantos años. Yo ya no era el mismo. El diario tampoco, pero a los viejos amores cuesta mucho dejarlos atrás. Si lo sabré yo.

(Al pensar en viejos amores, chingada madre, recordé a la gorda.)

—Bueno, don, lo dejo. Que tenga buen día.

—Igual, mi Jar.

Habíamos repetido ese mismo diálogo todos los días desde hace casi doce años que vivo en la esquina de Bolívar y Xola.

Caminé hacia el norte por Bolívar la media cuadra que separa mi edificio del taller donde guardo la moto. Ya los mecánicos habían llegado y le compraban al tipo que pasaba todas las mañanas en su bicicleta, con la canasta de pan y el termo gigante de café. Igual que todas las mañanas, me saludaron con albures:

—¿Quihóbole, mi Járcor? Hará’ño y meses que no nos vemos — dijo uno de ellos.

—¿Qué tal la pasas, chiquillo? — añadió otro.

—Como campeón —contesté entre risas y sin más fui hasta el fondo del taller, donde me esperaba mi Harley.

Igual que todas las mañanas, la acaricié con delicadeza, deslizando las yemas de mis dedos sobre el tanque de gasolina con una sonrisa que se me plantaba en la cara sin que pudiera controlarlo.

—Buenos días, chiquita —murmuré, tratando de que esa bola de cabrones no me escuchara, de lo contrario no me la iba a acabar con la cábula. ¿Así acariciarán los padres a sus hijas todas las mañanas?

Ella no contestó. Como siempre. Me trepé, me puse el casco, cerré el cierre de la chamarra de cuero y encendí el motor. Ella saludó al mundo con un rugido.

Salí de ahí rumbo al Centro. Como todas las mañanas.

Y como decía el papá de Mafalda, en ese momento la vida dejaba de ser como en los comerciales.

Esta bestia que habitamos

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