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ОглавлениеDiseño como concepto
En el mismo uso del termino “diseño” son evidentes tendencias y orientaciones diversas, hasta el punto de incluir definiciones poco claras de esa expresión. Algunas de esas interpretaciones se presentarán al comienzo del presente ensayo.
Desde una perspectiva histórica, es habitual considerar a Leonardo da Vinci como el primer diseñador. Además de sus estudios científicos sobre anatomía, óptica y mecánica (por citar solo algunos de ellos), llevó a cabo un trabajo pionero en la ciencia elemental de la ingeniería con un libro sobre patrones de elementos mecánicos. Como revela una mirada a sus máquinas y dispositivos, tal cosa tenía más que ver con el conocimiento técnico que con una comprensión creativa del diseño. En una petición que en 1482 da Vinci elevó al duque de Milán, Ludovico Sforza, defendió su talento para construir puentes y, en particular, máquinas de guerra, e hizo mención a su capacidad para diseñar armas de notable funcionalidad y gran belleza. Leonardo influyó decisivamente en la idea de una de las primeras etapas de esta actividad: el diseñador es, ante todo, un inventor.
En el siglo XVI, el pintor, maestro de la construcción y escritor, Giorgio Vasari, fue uno de los primeros en invocar en sus escritos el carácter autónomo de las obras de arte. Insistía en el principio de que el arte debía su existencia al disegno, literalmente al “dibujo” o al “esbozo”. Pero en aquel tiempo, disegno se refería a la idea artística, de tal manera que las personas diferenciaban entre el disegno interno, es decir, el proyecto de una obra de arte que nace (el bosquejo, el proyecto o el plan), y el disegno externo, la obra terminada (ya fuera un dibujo, una pintura o una escultura). El propio Vasari proclamaba que el dibujo o el disegno, era el padre de las tres artes: la pintura, la escultura y la arquitectura (Bürdek, 1996).
Según el Diccionario Oxford, el concepto de “diseño” fue utilizado por primera vez en 1588, y en su definición señala que por tal cosa podríamos entender
un plan o un esquema ideado por alguien para algo que va a realizar,
un primer proyecto gráfico de una obra de arte, o
un objeto de arte aplicado.
Más tarde, Sigfried Giedion (1948, véase también la edición de 1987) describió de manera elocuente la manera en que surgió el diseñador industrial en el siglo XX, y explicó cómo ese diseñador “dio forma a la vivienda, hizo que desapareciera la maquinaria visible (de las lavadoras, por ejemplo) y proporcionó al conjunto de los artefactos una forma, en definitiva, aerodinámica como la de los trenes y los automóviles”. En Estados Unidos, esta clara separación entre trabajo técnico y actividad artística, llevó cada vez más el diseño hacia el styling y, por tanto, a una moda puramente superficial.
El concepto de “diseño industrial” se remonta a Mart Stam quien supuestamente usó el término por primera vez en 1948 (Hirdina, 1988). Para Stam, los diseñadores industriales, que se ocupaban de redactar, abocetar y planificar, debían ser contratados como profesionales en las diversas áreas de la industria, sobre todo, para producir nuevos materiales.
La definición del diseño fue durante mucho tiempo un asunto de intensa preocupación en la antigua República Democrática Alemana, cuyo régimen político entendía esta actividad como un componente de su política social, económica y cultural. Horst Oehlke (1978), en concreto, señalaba que el proceso de dar forma a los objetos (Gestaltung) no afectaba tan solo a su aspecto perceptible sino que, por el contrario, debía ocuparse de satisfacer también las necesidades de la vida social e individual.
En 1979, el Internationales Design Zentrum de Berlín, en el marco de una exposición allí celebrada, elaboró una definición de diseño muy amplia y, por tanto, bastante útil.
El buen diseño no puede limitarse a envolver las cosas; debe expresar la individualidad del producto mediante una adecuada manufactura.
Debe hacer que la función de cualquier artefacto sea claramente visible, de forma que el usuario sepa cómo utilizarlo de la manera más fácil.
El buen diseño debe hacer transparente el último estado del desarrollo técnico.
El diseño no debe limitarse únicamente al producto; debe tener también en cuenta asuntos relacionados con la ecología, el ahorro de energía, el reciclaje, la durabilidad y la ergonomía.
El buen diseño debe ocuparse de la relación entre los seres humanos y los objetos como punto de partida para desarrollar las formas que utiliza; debe tener especialmente en cuenta aspectos relativos a la medicina y a los procesos perceptivos.
Una definición tan compleja recoge no solo la utilidad del diseño (es decir, las funciones prácticas), sino también el lenguaje del producto (su semántica) y los aspectos ecológicos. En el mismo sentido, pero de forma más concisa, Michael Erlhoff procedió a una delimitación clara y actual de este concepto con motivo de la documenta 8 de Kassel (1987): “El diseño que, a diferencia del arte, requiere justificación práctica, la encuentra principalmente en cuatro afirmaciones: ha de ser social, funcional, significativo y concreto”.
Una descripción tan abierta no representaba un problema en los años ochenta. Sin embargo, los tiempos en que predominaba un concepto uniforme y, por tanto, compartido ideológicamente, parecen ya cosa del pasado. Las reflexiones de la era postmoderna han traído consigo la disolución del todo en una variedad enrome de disciplinas. Quien todavía considera tal cosa como una pérdida se muestra, en el sentido lyotardiano, atrapado en la “condición dialéctica” de una época moderna que ya es historia (Welsch, 1987). El diseño se ve hoy reemplazado por una suerte de metamodernidad y aparece dividido en dos categorías bien diferentes:
Una forma de diseño tradicional, a la que se aplica todavía el término “diseño industrial”;
Una forma regresiva, en que retorna a las artes y a la artesanía, que se refleja en particular en una postura crítica hacia el avance de la industrialización en los países occidentales.
Sin embargo, la diversidad de conceptos y descripciones no es un síntoma de la arbitrariedad postmoderna, sino una clara señal de un necesario y justificado pluralismo. En esta transición entre el siglo XX y el XXI, he propuesto, en lugar de otra nueva definición o descripción, la conveniencia de enumerar una serie de tareas que el diseño ha de cumplir (Bürdek, 1999). Así, por ejemplo, el diseño debe:
visualizar el progreso tecnológico,
simplificar o hacer posible el uso y el funcionamiento de los productos (ya se trate de hardware o de software),
hacer transparentes las conexiones entre la producción, el consumo y el reciclaje,
promover y comunicar los servicios, pero también contribuir, con la intensidad necesaria, a evitar productos que carezcan de sentido.
A pesar de que este último aspecto parezca cada vez más difícil en esta era de hiperconsumo global (especialmente en Asia), son numerosos los intentos, muchos de ellos en las escuelas, para entender el diseño como una disciplina “que mejore el mundo”. Sin embargo, aunque algo así alivie las conciencias de sus impulsores, tales iniciativas apenas pueden cambiar las circunstancias tecnológicas, económicas y sociales en las que se desarrolla su práctica.
El diseño comprende actividades que van desde el urbanismo hasta la conformación de un modesto tornillo. Todo es diseño. Pero nos interesamos también por entender y describir el diseño como una disciplina, y de esto último se ocupa el presente volumen.