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Muy pocas personas recordaban un temporal semejante. Durante meses y meses, en la mayor parte del país llovió sin parar, en algunos casos con cotas de lluvia nunca alcanzadas. La parte sur de Illinois se cubrió con más de sesenta centímetros de lluvia en tres meses; en algunas zonas de Arkansas la lluvia superó los noventa centímetros. Una cantidad de ríos casi imposible de contar se desbordaron: el San Jacinto, en California; el Klamath, el Willamette y el Umpqua, en Oregón; el Snake, el Payette y el Boise, en Idaho; el Colorado, en el estado de Colorado; el Neosho y el Verdigris, en Kansas; el Ouachita y el St. Francis, en Arkansas; el Tennessee y el Cumberland, en el sur; el Connecticut, en Nueva Inglaterra... Según se calculó, entre finales del verano de 1926 y la primavera siguiente, cayeron tantas precipitaciones en los cuarenta y ocho estados del país que podrían haber llenado un cubo de agua de 400 kilómetros de lado. Eso es mucha agua, y lo peor: no era más que el principio.

El día de Viernes Santo, el 15 de abril, un potente sistema tormentoso azotó el tercio central de Estados Unidos con una lluvia de duración e intensidad tal que quienes la vivieron tardarían mucho en olvidarla. Desde la parte oeste de Montana hasta Virginia Occidental y desde Canadá hasta el Golfo, llovió tanto que parecía el diluvio universal de Noé. En la mayor parte de lugares se acumularon entre 15 y 20 centímetros de agua, y en algunas zonas se registraron más de 30 centímetros. Y toda esa agua corría desbocada por los arroyos y los ríos crecidos, y se dirigía, con una intensidad insólita, hacia la gran arteria fluvial central del continente, el río Misisipi. El Misisipi y sus afluentes riegan el cuarenta por ciento de América del Norte, más de dos millones y medio de kilómetros cuadrados que se expanden por treinta y un estados del país (más dos provincias de Canadá), y en los anales de la historia nunca habían fluido con tanta cantidad de agua.

Un río que se aproxima a su nivel máximo de caudal es algo temible y peligroso, y en esos momentos el Misisipi adquirió un aspecto de rabia brutal y desbocada que ponía los pelos de punta incluso a los espectadores más templados. Por toda la parte alta del cauce del Misisipi, la gente se apiñaba junto a las orillas y observaba enmudecida los objetos que desfilaban arrastrados por la corriente (árboles, vacas muertas, tejados de madera), que daban pistas acerca del tipo de desgracia que debía de vivirse más al norte. En San Luis el volumen de la corriente llegó a 56.600 metros cúbicos por segundo: una cifra abrumadora, que duplicó el volumen registrado durante la posterior gran inundación de 1993. No había que ser un experto para darse cuenta de que la cuenca del río no podría soportar semejante carga de agua. A lo largo de todo el río, ejércitos de hombres con palas y sacos de arena intentaban montar diques de contención improvisados, pero la presión del agua era demasiado fuerte. El 16 de abril, en una curva pronunciada del río en la parte sureste de Misuri, en un lugar llamado Dorena, se produjo la primera fuga de agua al desplomarse un dique. Unos 360 metros de la orilla oriental se desbordaron y un volumen de agua equivalente al de las cataratas del Niágara se precipitó por el cañón. El rugido del agua se oía desde varios kilómetros a la redonda.

Al cabo de poco tiempo, varios diques, tanto en la parte alta como en la parte baja del río, empezaron a saltar por los aires como los botones de una camisa demasiado apretada. En Mounds Landing, Misisipi, cien obreros negros, que varios hombres con rifles obligaban a mantenerse en sus puestos de trabajo, se perdieron en el olvido al ser barridos por la corriente cuando cedió el dique. Por razones que se desconocen, el coronel informó solo de dos muertes. En algunos puntos, el agua se extendió tan deprisa por todo el paisaje que la gente no tuvo tiempo de huir. En Winterville (también en el estado de Misisipi), veintitrés mujeres y niños murieron cuando el agua se llevó la casa en la que se resguardaban.

Cuando empezó mayo, las inundaciones alcanzaban ya 800 kilómetros de longitud, desde la parte sur de Illinois hasta Nueva Orleans, y en algunos puntos llegaban a una anchura de 240 kilómetros. En total, un área equivalente al tamaño de Escocia quedó anegada por el agua. Desde el aire, el valle del Misisipi parecía otro de los Grandes Lagos, y en realidad, durante un tiempo lo fue. Los datos estadísticos de la Gran Inundación se apuntaron con una precisión que hiela la sangre: 67.058 kilómetros cuadrados de terreno inundado; 203.504 edificios destruidos o dañados; 637.476 personas sin hogar. La cantidad de ganado que se perdió también fue anotada con la misma exactitud: 50.490 vacas, 25.325 caballos y mulas, 148.110 cerdos, 1.276.570 gallinas y otras aves de corral. Por curioso que parezca, lo único que no se registró con la misma precisión fue el número de vidas humanas que se perdieron, pero desde luego superaban las mil personas, y es posible que llegaran a varios millares. Las cifras no fueron muy precisas en este caso porque, cómo no, la mayoría de las víctimas eran pobres y negras. Sorprende mucho que se contara con mayor exactitud el número de cabezas de ganado que el de personas. Y es casi igual de sorprendente que, salvo en las zonas afectadas, semejante inundación recibiera muchos días menos cobertura mediática que el juicio del asesinato de Ruth Snyder y Judd Gray.

A pesar de la poca atención que le prestó el país, la inundación del Misisipi de 1927 fue el desastre natural más grave ocurrido en Estados Unidos en cuanto a la envergadura, la duración y el número de vidas a las que afectó. La escala de la pérdida económica fue tan grande que prácticamente es incalculable. Las aproximaciones oscilaban desde 250 millones hasta 1.000 millones de dólares. No fue la catástrofe más letal de la historia de Estados Unidos, pero arruinó más vidas y destrozó más propiedades que ninguna otra, y fue, con creces, la más prolongada. En total, el Misisipi se mantuvo en fase de desbordamiento 153 días consecutivos.

Por suerte, Estados Unidos contaba con una persona con nervios de acero —una especie de superhombre, término que no se avergonzaba en utilizar para referirse a sí mismo en la correspondencia personal— a quien recurrir en momentos de crisis como ese. Se llamaba Herbert Hoover. Pronto sería el presidente más ridiculizado de su época (un logro nada fácil para alguien elegido en la misma década que Warren G. Harding), pero en la primavera de 1927 era, y de lejos, el hombre que más confianza inspiraba del mundo. Curiosamente, al mismo tiempo era el héroe menos simpático de todos los que ha producido Estados Unidos en la historia. Gracias al verano de 1927 consiguió potenciar ambas cualidades.

Herbert Clark Hoover nació en 1874, unos cincuenta kilómetros al oeste del Misisipi (sería el primer presidente nacido al oeste de esa frontera con tanto peso simbólico), en una aldea de West Branch, Iowa, en una modesta cabaña blanca que todavía se conserva. Sus padres, cuáqueros devotos, murieron a una edad trágicamente temprana (su padre, de unas fiebres reumatoides cuando el pequeño Bert solo contaba seis años, y su madre, de fiebre tifoidea tres años después), así que lo mandaron a vivir con sus tíos en Oregón. Esos adustos familiares, también fervientes cuáqueros, acababan de perder a su queridísimo hijo, todo lo cual supuso que Bert notase el lúgubre peso de la muerte sobre sus hombros en todo momento durante sus años de formación. El escaso espíritu alegre con el que hubiera podido nacer (y no se sabe a ciencia cierta si poseía una pizca de esa cualidad) quedó totalmente ahogado por las experiencias de su infancia. Herbert Hoover vivió hasta los noventa años, y ni una sola vez en todo ese tiempo, por lo menos que se sepa, experimentó algo que pudiera aproximarse a un instante de puro regocijo.

Aunque nunca terminó la secundaria (porque su tío, haciendo caso omiso de la inteligencia de su sobrino, lo mandó a trabajar de recadero a Salem en cuanto pudo), Hoover alimentó una feroz ambición de superarse. En 1891, a los diecisiete años, aprobó los exámenes de acceso a la recién fundada Universidad Juvenil de Leland Stanford (que ahora conocemos solo como Stanford), que en la época era una universidad gratuita. Formó parte de la primera promoción de Stanford, donde estudió geología y también conoció a su futura esposa, Lou Henry, quien por casualidad también era de Iowa. (Se casaron en 1899.) En cuanto se graduó, Hoover aceptó el único trabajo que encontró, en una mina de la ciudad de Nevada, en California. Allí cargaba y transportaba una carreta de mineral dentro de una mina de oro durante diez horas al día, siete días a la semana, por veinte centavos la hora, un salario ridículo incluso entonces. Que eso fuera lo que siempre cobraban los demás mineros con los que trabajaba no parecía quitarle el sueño. Hoover creía con firmeza en la noción de la responsabilidad personal, y era la viva personificación de esa idea.

En 1897, aún con veintipocos años, una empresa minera británica, grande y respetada, contrató a Hoover. Se trataba de Bewick, Moreing and Co., y durante la década siguiente el joven viajó por todo el mundo sin cesar como ingeniero jefe y especialista en solucionar problemas varios. Viajó a Birmania, China, Australia, India, Egipto y a cualquier otro sitio importante para los intereses mineralógicos. En seis años, Hoover dio la vuelta al mundo cinco veces. Presenció la rebelión de los bóxers en China, se abrió paso por las selvas de Borneo, montó en camello por la roja extensión pelada de Australia occidental, se codeó con Wyatt Earp y Jack London en un salón de Klondike, acampó junto a las grandes pirámides de Egipto. Vivió experiencias más ricas y memorables que las de cualquier otro joven de su tiempo, y no se emocionó con ninguna de ellas. En sus memorias, escritas hacia el final de su vida, Hoover reconoce con tono casi exasperado que visitó muchos de los lugares más maravillosos del mundo y vio muchas cosas fabulosas de joven, pero informa al lector de que no se entretendrá con ninguna de ellas. «Para quienes estén interesados [en el romanticismo y las aventuras por el mundo] hay bibliotecas llenas de libros dedicados a cada uno de esos lugares geográficos», comenta. En lugar de eso, el lector de Hoover recibe una lista carente de toda emoción de las obligaciones cumplidas y los minerales extraídos. Su vida era el trabajo. No había nada más.

Después de otra década sobre el terreno, volvieron a destinar a Hoover a Londres, y se asoció con Bewick y Moreing. Para entonces, era un hombre de familia con dos hijos, se había mudado a una casa grande en Campden Hill (en Kensington) y se había convertido en un pilar de la comunidad de empresarios británicos. Socializaba un poco, pero con escasa gracia. En su casa, las cenas transcurrían casi en un completo silencio. «Nunca nadie lo oyó recitar un poema, nombrar una obra de teatro ni comentar una obra de arte», escribió uno de sus conocidos. En su lugar, se limitó a acumular riquezas a un ritmo constante: unos cuatro millones de dólares antes de cumplir cuarenta años.

Lo más probable es que hubiera pasado el resto de su vida en un anonimato acaudalado de no haber sido por un cambio repentino de las circunstancias que lo catapultaron a la fama de forma inesperada. Cuando estalló la guerra, a Hoover, como buen estadounidense influyente, se le pidió que ayudase a evacuar a otros ciudadanos de Estados Unidos atrapados en Europa (llama la atención que hubiera más de 120.000 en esa situación), y realizó su labor con tanta eficacia y distinción que le pidieron que aceptara el reto mucho mayor de liderar la nueva Comisión para el Socorro de Bélgica.

Bélgica estaba abrumada por la guerra: las granjas habían quedado destruidas, las fábricas habían cerrado, los alemanes había requisado las provisiones de alimentos. Había ocho millones de belgas en peligro real de desnutrición. Hoover logró reunir y distribuir alimentos por valor de 1,8 millones de dólares a la semana, todas las semanas, durante dos años y medio (2,5 millones de toneladas de alimentos en total) y entregárselos a muchas personas que de otro modo habrían sufrido malnutrición. No debemos menospreciar su hazaña. Fue el esfuerzo de ayuda humanitaria más importante que se realizó sobre la faz de la tierra y lo convirtió, con motivos, en un héroe internacional. En 1917 se opinaba que Hoover había salvado más vidas que cualquier otra persona de la historia. Un entusiasta lo llamó «el mayor humanitario desde Jesucristo». No habría podido ofrecerle un cumplido mejor. El apelativo caló y a partir de entonces el mundo lo conoció como «el Gran Humanitario».

Dos cosas contribuyeron a la reputación gloriosa de Hoover: ejercía sus obligaciones con una eficacia y una productividad incansables, y se aseguraba de que todos y en todas partes supieran de sus méritos. Myron Herrick, el paternalista embajador de Estados Unidos en París, realizó proezas de talla semejante en la Francia ocupada sin recibir ni un mísero «gracias» por parte de la posteridad, pero es porque tampoco lo buscaba. Hoover, por el contrario, empleaba toda su meticulosidad en asegurarse de que cualquier acto positivo relacionado con él se exagerara al máximo para darle mayor empaque y se cubriera en una rueda de prensa.

En realidad, las personas que salvaba Hoover no despertaban ningún tipo de sentimiento de afecto en él. Se negó a visitar los puestos de socorro y a interactuar de ningún modo con las desafortunadas víctimas a las que ayudaba. Una vez, cuando un ayudante lo llevó con buena intención a una cocina de campaña en Bruselas, Hoover sintió repugnancia. «No vuelva a enseñarme nada semejante», le espetó. Quienes le conocían aseguraban que daba la impresión de no tener sentimientos. Un conocido comentó que Hoover hablaba de sus tareas de ayuda humanitaria en Europa sin emoción alguna. «Ni siquiera una vez mostró el menor interés ni me intentó transmitir cómo eran las tragedias en las que participaba», relató ese amigo con asombro.

Al mismo tiempo, Hoover era extremadamente intolerante hacia todo lo que pudiera amenazar con disminuir su eminencia. Cuando un artículo del Saturday Evening Post apuntó (por error) que la oficina de Nueva York de la Comisión para el Socorro de Bélgica era en realidad la sección más importante y productiva de la operación y que el verdadero dirigente de toda la Comisión era su representante en Estados Unidos, Lindon Bates, Hoover reaccionó con desprecio. Se apresuró a enviar una carta extensa en la que aseguraba que el artículo contenía «46 mentiras integrales y 36 medias verdades», y se entretuvo en comentar los puntos de conflicto uno por uno. Ordenó que la oficina de Nueva York dejase de proporcionar comunicados de prensa y exigió que entregaran por anticipado todos los anuncios oficiales al despacho de Hoover en Londres, con lo que entorpeció en gran medida la capacidad de generar donativos por parte de la sección neoyorquina.

Bélgica fue solo el principio para Hoover. Resolver crisis se convirtió en su motor vital. Cuando Estados Unidos se unió a la guerra, el presidente Woodrow Wilson invitó a Hoover a su casa y le pidió que pasara a ser el jefe de la Administración Nacional de Alimentos, para que supervisara todos los aspectos de la producción alimenticia en Estados Unidos durante la guerra, se asegurara de que se plantaban cantidades suficientes de alimentos, de que todos los ciudadanos tenían comida en abundancia y de que se erradicara de raíz la especulación en ese terreno. Hoover acuñó el eslogan «La comida ganará la guerra» y lo promocionó con tanta eficacia que millones de personas se quedaron con la impresión de que Hoover, más que ninguna otra persona del Gobierno, era quien asegurararía el triunfo de Estados Unidos. Cuando terminó la guerra, lo enviaron de nuevo a Europa para salvar a millones de personas de la inanición, de nuevo como dirigente de la Administración de Estados Unidos para el Socorro. El reto era mayor que nunca. Hoover tenía en sus manos el bienestar de 400 millones de personas. Supervisó operaciones de ayuda humanitaria en más de treinta países. Solo en Alemania, la Administración para el Socorro puso en marcha 35.000 centros de alimentos, que entre todos proporcionaron 300 millones de platos para personas que de otro modo no se habrían llevado nada al estómago en todo el día.

Austria era un estado especialmente peligroso cuando llegó Hoover. «Los pacificadores habían hecho todo lo posible por convertir a Austria en una nación hambrienta», apuntó Hoover con desdén en sus memorias. (Para ser un hombre carente de sentido del humor en su vida personal, sus textos a menudo eran punzantes e irónicos.) Hoover calculó que Austria necesitaba cien millones de dólares invertidos en alimentos para subsistir hasta la siguiente cosecha, pero el país no era capaz de recaudar por sí mismo ni una pequeña porción de esa cantidad. Estados Unidos como tal no podía ayudar al país porque la ley de Estados Unidos prohibía prestar dinero a los estados enemigos, aun después de haber dejado de ser enemigos. Para solventar ese contratiempo, Hoover se las apañó para que Estados Unidos prestara cuarenta y cinco millones de dólares a Gran Bretaña, Francia e Italia, y luego hizo que esos tres países le prestaran el dinero a Austria, con la condición de que se empleara para comprar alimentos procedentes de Estados Unidos. Esta estrategia tan astuta impedía la desnutrición de los austriacos a la vez que ayudaba a los granjeros de Estados Unidos a rentabilizar los excedentes de las cosechas, pero provocó una consternación comprensible entre las tres naciones aliadas cuando, después, el Congreso les insistió en que les devolvieran el préstamo a Estados Unidos una vez que Austria dejó de hacerlo. Los aliados señalaron que ellos solo habían pedido el dinero por motivos técnicos y que no se habían beneficiado del acuerdo, mientras que los granjeros de Estados Unidos se habían enriquecido por una cantidad total de cuarenta y cinco millones de dólares. El Congreso, impasible, insistió en la devolución del dinero. Ese tipo de acciones alimentaron la prosperidad de Estados Unidos, pero no sirvieron para ganar amigos ni prestigio en el extranjero.

Ninguno de esos efectos repercutió en Hoover, quien al parecer gozaba de una inmunidad permanente ante la culpa. De hecho, si se investiga en profundidad, se advierte que Hoover no era tan heroico y noble como muchos de sus contemporáneos consideraban. Un periodista de investigación llamado John Hamill, en un libro titulado The Strange Career of Mr Hoover Under Two Flags, afirmó que Hoover obtuvo beneficios personales, y bastante sustanciosos, del programa de socorro a Bélgica. Nunca se demostraron esos cargos (probablemente, debemos reconocer, porque no tenían base en la que sustentarse), pero hubo otra acusación aún más grave que sí resultó ser cierta. Hoover compró productos químicos a Alemania de forma ilegal. Esa práctica era un delito increíblemente grave en tiempos de guerra. Y, para colmo, no lo hizo porque dichos productos químicos no pudieran encontrarse en Gran Bretaña, sino solo porque los alemanes eran más baratos. No veía ninguna incongruencia moral en apoyar la economía alemana al mismo tiempo que Alemania intentaba matar a los hijos y hermanos de las personas con las que trabajaba y vivía. Es extraordinario pensar que apenas una década antes de que se convirtiera en el presidente de Estados Unidos, Herbert Hoover, el Gran Humanitario, se vio involucrado en un acto que podría haberle costado no ya la destitución sino el fusilamiento.

En 1919, una vez terminada su labor en Europa, Hoover regresó para siempre a Estados Unidos. Había vivido veinte años en el extranjero, y era casi un forastero en su propio país, aunque era tan admirado que le propusieron ser el candidato presidencial ¡de ambos partidos políticos! Muchas veces se ha escrito que Hoover había pasado tanto tiempo fuera que ya no sabía si era republicano o demócrata. Sin embargo, no es del todo cierto. Se había afiliado al Partido Republicano en 1909. Lo que sí es cierto es que no era una persona exageradamente política y que nunca había votado en unas elecciones presidenciales. En marzo de 1921 se unió al gabinete de Warren G. Harding en calidad de secretario de Comercio. Cuando Harding murió de forma repentina en 1923, continuó en el mismo puesto con Calvin Coolidge a la cabeza.

Hoover fue una persona diligente y trabajadora en ambos gobiernos, aunque, desde luego, no tenía dotes de mando ni mano izquierda para los empleados. Su temperamento era frío, vanidoso, quisquilloso y brusco. Nunca daba las gracias a sus subordinados ni se preocupaba por su felicidad ni su bienestar. No mostraba capacidad alguna para entablar amistad ni un ápice de calidez emocional. Ni siquiera le gustaban los apretones de manos. Aunque el sentido del humor de Coolidge se parecía al de un colegial con pocas luces (una de sus bromas favoritas era tocar todas las campanitas del servicio de la Casa Blanca a la vez y luego esconderse detrás de las cortinas para saborear la confusión que provocaba entre los sirvientes), por lo menos tenía sentido del humor. Hoover no tenía ni eso. Uno de sus colaboradores más cercanos comentó que en treinta años no había oído a Hoover reírse a carcajadas ni una sola vez.

Coolidge tenía la manga excesivamente ancha a la hora de llevar las riendas del Gobierno. Presidía una administración que estaba, en palabras de uno de los analistas, «dedicada a la inactividad». Su secretario del Tesoro, Andre Mellon, se pasó la mayor parte de su vida laboral autorizando bajadas de impuestos que, de manera conveniente, aumentaban su riqueza personal. Según el historiador Arthur M. Schlesinger, hijo, con un solo cambio en la legislación, Mellon permitió un recorte en los impuestos que supuso tanto ahorro para su propio bolsillo como el que gozaba la casi totalidad de la población de Nebraska. Mellon pedía al Servicio de Impuestos Internos que le mandaran a los mejores trabajadores para prepararle las declaraciones de la renta, con el fin de que tuviera que pagar lo menos posible. El jefe del Servicio de Impuestos, muy diligente, le proporcionó una lista de vacíos legales que Mellon podía aprovechar. Tal como apunta el biógrafo de Mellon, David Cannadine, Mellon también sacó provecho de su posición de manera ilegal para promocionar sus intereses empresariales: por ejemplo, le pidió al secretario de Estado que favoreciese que una de sus empresas se asegurara un contrato de construcción en China. Gracias a estos tejemanejes, el patrimonio personal de Mellon se duplicó con creces hasta alcanzar los ciento cincuenta millones de dólares durante los años que estuvo en el cargo, y la riqueza de su familia, que él controlaba, superó los dos mil millones de dólares.

En 1927, Coolidge trabajaba unas cuatro horas y media al día escasas —«una agenda mucho más holgada que la de la mayoría de los presidentes y, desde luego, que la de la mayoría de la gente de a pie», según comentó una vez el experto en ciencias políticas Robert E. Gilbert— y se dedicaba a dormitar la mayor parte del resto del tiempo. «Ningún otro presidente que yo haya conocido —resaltó el ujier de la Casa Blanca— dormía tanto como él». Cuando no dormitaba, solía sentarse con los pies en alto, apoyados en un cajón abierto del escritorio (una costumbre que mantuvo toda la vida) y contaba los coches que pasaban por la avenida Pennsylvania.

Todo eso dejó a Herbert Hoover en una posición ideal para dedicarse a tareas ajenas a sus responsabilidades formales, y nada complacía más a Hoover que conquistar nuevos territorios administrativos. Metía mano en todo: en disputas laborales, en la regulación de la radio, en la determinación de las rutas aéreas, en la supervisión de la deuda exterior, en la descongestión del tráfico, en la distribución de los derechos de riego de los ríos principales, en el precio del caucho, en la implementación de normas de higiene infantil... y en muchas otras cosas que a menudo se relacionaban de manera solo tangencial con los asuntos del comercio interior. Sus colegas pasaron a llamarlo: «Secretario de Comercio y vicesecretario de todo lo demás». Cuando se introdujeron las licencias de vuelo, fue el departamento de Hoover quien empezó a expedirlas. Cuando Earl Carroll, un empresario cursi de Broadway, invitó públicamente a las adolescentes menores de edad a una audición para sus musicales picantes, fue a Hoover a quien escribió un grupo llamado Madres de América para pedirle que interviniera (con éxito). Cuando AT&T quiso publicitar un nuevo invento llamado televisión, fue Herbert Hoover quien se colocó delante de la cámara. Incluso encontró tiempo en la primavera de 1927 para escribir un artículo para el Atlantic Monthly sobre cómo mejorar la productividad de las piscifactorías del país. («Deseo constatar los hechos, observar las condiciones, examinar los experimentos, definir proposiciones, ofrecer quejas y dar motivos para todo», escribió en el primer párrafo de dicho artículo, algo que demostraba que ningún tema era lo bastante insignificante para quedar fuera del alcance de su apabullante pomposidad.) Cuando no se dedicaba a resolver los problemas de la nación, viajaba acá y allá para recibir premios y honores. En el transcurso de su vida recibió más de quinientos galardones; entre ellos, títulos honoríficos de ochenta y cinco universidades distintas.

Coolidge no apreciaba demasiado a Hoover. Cierto es que pocas personas le caían bien, pero, al parecer, Hoover le caía especialmente mal. «Ese hombre me ha dado consejos durante seis años sin que se los pidiera, ¡y todos malos!». Una vez, Coolidge empezó a echar pestes cuando salió el tema de Hoover. Y la cosa no quedó ahí. En abril de 1927, Coolidge desconcertó al mundo al proclamar que Hoover nunca sería propuesto para secretario de Estado. El titular de la portada del New York Times del 16 de abril de 1927 decía:

LA CAPITAL SE SORPRENDE

AL SABER QUÉ OPINA EL PRESIDENTE

SOBRE EL ESTATUS DE HOOVER

LA CASA BLANCA DECLARA QUE

NO SERÁ SECRETARIO DE ESTADO,

AUNQUE KELLOGG DEJE EL PUESTO

Todos los comentaristas políticos de la época se quedaron descolocados, pues ignoraban por qué Coolidge había hecho semejante comunicado y con qué finalidad. Teniendo en cuenta que Hoover no había manifestado su interés en el puesto, y que el aludido, Frank B. Kellogg, no tenía intención de dimitir, ambos se quedaron tan estupefactos como el resto de la población.

Con un profundo desdén, Coolidge se refería a su incansable secretario de Comercio como «Niño Maravillas», pero por mucho que se riera de él, en el fondo le alegraba tener a alguien que hiciera la mayor parte del trabajo que le habría correspondido a Coolidge. Y cuando el Misisipi se desbordó como nunca antes, a quien se dirigió fue a Herbert Hoover. Una semana después de anunciar su enigmática promesa de no proponer a Hoover para el cargo de secretario de Estado, el presidente Coolidge lo nombró jefe de las acciones de rescate para el estado de emergencia. Aparte de eso, Coolidge no hizo nada más para resolver la situación. Se negó a visitar las zonas inundadas. Se negó a destinar fondos federales a la causa y a convocar una sesión especial del Congreso. Se negó a realizar un comunicado en la radio para solicitar ayudas a nivel nacional. Se negó a proporcionar al humorista Will Rogers un mensaje de esperanza y buenos deseos que Rogers iba a leer en una transmisión nacional. Se negó a donar doce fotografías firmadas que querían subastar para ayudar a las víctimas de las inundaciones.

Oficialmente, el despacho de Hoover estaba en Memphis, pero en la práctica, a lo largo de los tres siguientes meses, se hallaba en cualquier parte menos allí: en Little Rock, Natchez, Nueva Orleans, Baton Rouge. Siempre que se necesitaba un dignatario, allí estaba Hoover. Hay que reconocer que el secretario de Comercio desplegaba una habilidad política que el presidente se negaba a mostrar. Fue él quien se dirigió a la nación por radio. «Cuesta plasmar con palabras la magnitud de la inundación del Misisipi», anunció Hoover a toda la nación desde Memphis.

Decir que a dos manzanas de donde me encuentro en este mismo instante el agua corre con una potencia que supera en diez veces la de las cataratas del Niágara tal vez no parezca muy impresionante. Quizá resulte más impresionante si digo que en Vicksburg el terreno inundado ocupa 1.830 metros de ancho y 15 metros de profundidad, y baja con una velocidad de 9,5 kilómetros por hora. Detrás de estas cifras se halla la ruina de 200.000 personas. Miles de ellas todavía se aferran a sus casas y se refugian en las plantas superiores, a las que todavía no ha llegado el agua [...]. Su actitud denota el impotente aprieto de una batalla perdida.

Y lo peor estaba por llegar. A lo largo de las dos semanas siguientes, el número de personas sin hogar ascendería a medio millón. Sin embargo, Hoover se sentía en su salsa. Tenía una crisis mayúscula que resolver y la autoridad para ordenar y disponer de infinidad de departamentos y organizaciones: la Cruz Roja, la Oficina de Meteorología, el Servicio de Sanidad Pública, los Guardacostas, la Oficina de Veteranos de Guerra, la Comisión de Comercio Interestatal, el servicio nacional de fareros y por lo menos una docena de instituciones más. Además, podía interferir de manera directa en el desempeño de cuatro ministerios importantes del Gobierno: Agricultura, Defensa, Guerra y Tesoro. Nadie salvo el presidente había estado al mando de tantos equipos a la vez. Ni un solo aspecto de las operaciones escapaba a su concentrada atención. Autorizó que se montaran 154 campos de refugiados y proporcionó instrucciones exactas sobre cómo debía desplegarse y organizarse cada uno de ellos: las tiendas debían medir 5,5 metros por cada lado y estar dispuestas en filas ordenadas, en calles de justo 7,6 metros de anchura, con pasillos de 3 metros de ancho entre cada 2 filas de tiendas. (En realidad, por motivos prácticos relacionados sobre todo con el terreno, en ninguno de los campamentos pudo lograrse semejante perfección geométrica.) La cantidad de alimentos, el tipo de entretenimiento, el alcance de la asistencia médica y todos los demás detalles de la vida en el campamento se prescribían en términos similares, aunque no siempre se siguieran. Por sorprendente que parezca, Hoover consideraba que los campamentos de refugiados eran lugares alegres. Para muchos de los habitantes, insistía, «eran las primeras vacaciones que habían tenido en su vida». Recordemos que esas personas lo habían perdido todo.

Igual que le ocurría en Europa, Hoover no se sentía cómodo con las personas cuyas vidas tenía el cometido de solucionar. Quienes más le desagradaban eran los cajunes de Luisiana, quienes en su opinión «se parecían a los campesinos franceses como dos gotas de agua». Y Hoover se exasperaba sobre todo por la cantidad de cajunes que hacían oídos sordos a las llamadas para desplazarse a terrenos más elevados. A uno de los granjeros tuvieron que «rescatarlo» seis veces. En Melville, Luisiana, cuando uno de los diques del río Atchafalaya cedió en mitad de la noche, diez personas perdieron la vida porque no se habían marchado cuando se les había ordenado; nueve pertenecían a la misma familia: una mujer y sus ocho hijos. Para Hoover estos episodios no eran una tragedia, sino un motivo de irritación. «Llegué a la conclusión de que los cajunes no se movían hasta que el agua les llegaba a los pies de la cama», escribió.

A su vez, los cajunes tampoco apreciaban mucho a Hoover. Cerca de Caernarvon, Luisiana, un hombre armado con un rifle disparó a uno de los equipos de Hoover cuando este pasó en barco, y después se esfumó por el bosque antes de que pudieran atraparlo. La animadversión del hombre tal vez sea comprensible. Ese equipo inspeccionaba un dique que querían derrumbar para desviar las aguas inundadas con el fin de alejarlas de Nueva Orleans: una acción que para muchos era innecesaria. Las fugas en presas y diques más al norte ya habían hecho bajar el caudal del río y habían eliminado toda amenaza inmediata o futura a la ciudad, pero se decidió volar el dique de todos modos. Dos parroquias grandes tuvieron que ser sacrificadas para que los empresarios de Nueva Orleans durmieran tranquilos. La ciudad de Nueva Orleans prometió a los afectados que les reembolsaría todos los daños. Nunca lo cumplió.

Como siempre, Hoover no se cansaba de hacerse propaganda a sí mismo. Viajó por el sur en un tren privado, en el que había un vagón reservado únicamente para las actividades de prensa. Desde allí se difundían innumerables noticias, en su mayoría dedicadas a alabar el ojo clínico y la capacidad de trabajo de Hoover. También se aseguró de que todos los senadores republicanos recibieran un ejemplar de cualquier artículo de prensa que lo pusiera por las nubes. Y a todos los periódicos, por pequeños que fuesen, que pusieran en duda o criticasen sus esfuerzos, les escribía una carta personal de rechazo. Algunas de las cartas tenían varias páginas de extensión.

Hoover se vanagloriaba de que solo tres personas hubieran muerto desde que él había tomado el mando («una de ellas fue un espectador demasiado curioso»), pero en realidad fueron por lo menos ciento cincuenta personas las que fallecieron, y puede que más. Visto en perspectiva, sus esfuerzos no lograron un éxito rotundo. Muchos de los fondos de ayuda se empleaban mal o se malversaban. Las provisiones de emergencia se entregaban con frecuencia a los terratenientes más importantes, que después debían repartirlas entre sus campesinos, pero algunos propietarios sin escrúpulos hacían pagar a sus empleados a cambio de entregarles los alimentos, y otros se las quedaban para sí mismos. En numerosas ocasiones a Hoover le llegaron informes de las irregularidades cometidas, pero hizo oídos sordos. Además, los campos de refugiados eran lugares incómodos, y la comida solía ser tan escasa y poco saludable que muchos de los residentes acabaron con enfermedades alimenticias, como la pelagra. Todos esos asuntos no salían nunca en los comunicados de prensa de Hoover.

Sin embargo, a ojos del mundo, la inundación del Misisipi consolidó la reputación de Herbert Hoover como coloso, y aseguró que fuese candidato a la presidencia por el Partido Republicano. «Es casi inevitable», le dijo el propio Hoover a un amigo.

Si las cosas hubieran seguido su curso natural, la inundación del Misisipi no habría molestado a Charles Lindbergh, pero resultó que coincidió con una racha generalizada de mal tiempo que se cruzaba en la trayectoria de su vuelo. Un sistema de tormentas monumental oscureció el cielo de una amplia zona del Medio Oeste y del suroeste y provocó tornados que giraban como posesos y arrasaron ocho estados, desde Texas hasta Illinois. En Poplar Bluff, Misuri, murieron 80 personas y 350 resultaron heridas cuando un tornado se desencadenó en el distrito empresarial. En el resto de partes de Misuri los tornados se cobraron 12 vidas más, y muchas otras muertes se registraron en Texas, Arkansas, Kansas, Luisiana e Illinois. En San Luis, los fuertes vientos provocaron serios daños y mataron a un hombre («un negro», apuntó con solemnidad el New York Times), que quedó sepultado por los cascotes que caían de los edificios. En Wyoming, tres personas a quienes sorprendió una tormenta de nieve murieron congeladas. En total, el precio que se cobraron las tormentas fue de 228 muertos y 925 heridos en dos días.

En San Luis, la mañana en que Lindbergh aterrizó, los vientos cesaron, pero los sustituyó una niebla densa. Los jugadores del partido de béisbol que ese día disputaban los Browns de San Luis y los Yankees de Nueva York en el estadio Sportsman’s Park se quejaron de que no veían a más de tres metros de distancia. De todas formas, Babe Ruth vio lo suficiente para conseguir una segunda base y un home run, el octavo en lo que llevaba de temporada. Nadie sospechaba aún la clase de verano que viviría el jugador. Los Yankees ganaron el partido 4-2.

Mientras una niebla fría y húmeda cubría la parte este de Misuri, Chicago sufría una sofocante ola de calor, a la vez que Colorado y los estados llanos del norte seguían enterrados bajo unas fuertes nieves rezagadas. Nebraska, curiosamente, presentó nieve en varias partes del estado, mientras que en la esquina suroccidental se registraron dos tornados de aire bochornoso. El tiempo estaba más revuelto e inestable que nunca. Lindbergh parecía felizmente ajeno a todo eso. Si le costó encontrar el campo de aviación Lambert por culpa de la niebla, nunca lo mencionó. De hecho, no dijo ni una palabra acerca del mal tiempo en ninguno de los relatos que publicó sobre esos días tan decisivos, salvo para indicar que se alegraba de que el clima hubiese sido adverso, pues había hecho que el resto de pilotos de Nueva York permanecieran en tierra hasta que él llegó. El hecho de que tal vez él fuese la única persona entre las dos costas lo bastante audaz para atreverse a volar con semejante temporal no pareció ocurrírsele entonces, ni más tarde.

Una vez en San Luis, Lindbergh enseñó el avión nuevo a los hombres que lo habían financiado, se echó una siesta, engulló un bistec y cuatro huevos en el Louie’s Café que había cerca del campo de aviación y luego volvió a despegar, esa vez rumbo a Nueva York. Conseguir llegar a San Luis ya había supuesto una impresionante gesta doble: Lindbergh era la primera persona que había sobrevolado las Rocosas de noche y había batido el récord del vuelo sin escalas más largo acometido por un piloto estadounidense que volase en solitario. Con el vuelo a Nueva York, si todo iba según lo previsto, batiría también el récord del vuelo más rápido de costa a costa. No olvidemos que lo hizo justo en el momento en que las densas nieblas que cubrían la Costa Este confundían a los pájaros migratorios y entorpecían las tareas de rescate de Nungesser y Coli. No había ningún otro aviador en la parte este de Estados Unidos que se desplazase a ningún sitio. Francesco de Pinedo, que deseaba reanudar su esplendoroso progreso por Estados Unidos en un avión de repuesto, intentó durante tres días consecutivos volar entre Filadelfia y Nueva York, pero cada vez que se disponía a hacerlo, la fuerte lluvia y las nubes bajas lo frenaban.

Desde un punto de vista lógico, el tiempo atmosférico, que mantenía anclados en tierra al resto de aviadores en Nueva York, tendría que haber impedido que Lindbergh siguiera avanzando, pero las leyes normales de la vida parecían haber quedado en suspenso en lo que respectaba al piloto. Por lo menos en ese momento, daba la impresión de que el joven Charles Lindbergh había adquirido una curiosa inmortalidad.

1.927: Un verano que cambió el mundo

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