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En Estados Unidos ya era de día. La noticia de la llegada de Lindbergh se extendió por todo el país en cuestión de minutos. Sonaban los cláxones, atronaban las sirenas, repicaban las campanas. De punta a punta, la nación estalló en el tipo de cacofonía jubilosa reservada para el final de una guerra.

Los periódicos se esforzaban por encontrar palabras adecuadas a la hazaña superlativa de Lindbergh. El New York Evening World lo llamó «la mayor odisea de un hombre en solitario en toda la historia de la raza humana». Otro dijo que era «el acontecimiento más importante desde la Resurrección». Según el North American Review, la Tierra reverberaba con «la anhelada alegría de la humanidad ante la llegada del primer ciudadano del mundo, el primer ser humano que merece decir por pleno derecho que vive en “La Tierra”, sin más, el primer embajador plenipotenciario de la Creación». En cuestión de retórica y emoción, era como el Segundo Advenimiento.

El New York Times otorgó al vuelo de Lindbergh las cuatro primeras páginas completas del periódico, aunque había poco más que decir aparte de que lo había conseguido. Los primeros cuatro días después del vuelo, los periódicos de Estados Unidos ofrecieron una cantidad aproximada de 250.000 noticias, con un total de 36 millones de palabras, dedicadas a Lindbergh y su vuelo. Sin imaginar hasta qué punto recibiría la atención de los medios, Lindbergh se había suscrito a un servicio de selección y reparto de recortes de periódico, y había pedido que enviaran los artículos a su madre, quien, para su desgracia, descubrió que una flota de camiones se disponía a entregarle varias toneladas de artículos de periódico al cabo de una semana de la llegada de su hijo a París.

Una especie de obsesión contagió al país entero. Hubo quien propuso que Lindbergh estuviera exento de impuestos para el resto de su vida, otros quisieron bautizar una estrella o un planeta con su nombre, o darle un puesto vitalicio como director de un nuevo ministerio de aviación. También se les ocurrió hacer que el 21 de mayo se convirtiese en día de fiesta nacional. Le dieron un pase para toda la vida con el que podía entrar en todos los partidos de béisbol de primera división en cualquier estadio. Durante un tiempo, Minnesota llegó a plantearse incluso cambiar el nombre del estado por el de Lindberghia.

El presidente Coolidge anunció que el 11 de junio pasaría a ser el Día de Lindbergh en Estados Unidos: el mayor tributo rendido a un ciudadano por parte de la nación. La oficina de correos emitió sellos especiales para el correo aéreo: la primera vez que una persona viva recibía ese honor.

Se inauguraron parques con su nombre, se llamó a muchos niños igual que él, y calles y montañas, pabellones de hospitales y animales del zoo, ríos, institutos y puentes... todos recibieron su nombre. En Chicago se anunció el plan de erigir un faro conmemorativo en honor a Lindbergh de 404 metros de altura, con un haz de luz que podría verse a 480 kilómetros de distancia.

Lindbergh recibió (sobre todo de parte de mujeres, según fuentes de la época) más de tres millones y medio de cartas, junto con quince mil paquetes con regalos y recuerdos. Muchas de las personas que le escribían enviaban también un sobre con franqueo pagado (se calculó que la suma de los franqueos ascendía a cien mil dólares) con la ilusa esperanza de que encontrara el momento de contestarles. La empresa Western Union recibió tantos mensajes que tuvo que asignar a treinta y ocho empleados a jornada completa para gestionarlas. Uno de los mensajes, enviado desde Minneapolis, tenía 15.000 palabras de texto y 17.000 firmas, y una vez extendido ocupaba casi 160 metros de rollo de papel. Para quienes no tenían tanta imaginación, la Western Union ofrecía veinte postales de felicitación ya escritas, entre las que la gente podía elegir el mensaje que más le gustara. Miles de personas las utilizaron.

En Hollywood, un joven dibujante de dibujos animados llamado Walt Disney se inspiró en él para crear una serie animada corta que llamó Plane Crazy, en la que salía un ratón que era piloto. Al principio el ratón se llamó Oswald, pero pronto se ganó un sitio en los corazones de toda la nación con el nombre de Mickey. Robert Ripley, autor de la tira cómica de prensa Ripley’s Believe It or Not, recibió doscientas mil cartas y telegramas de lectores airados cuando tuvo la poca delicadeza de comentar que sesenta y siete personas habían cruzado el océano por el aire antes que Lindbergh. (Casi todos ellos en dirigibles. Un recuento posterior más cuidadoso demostró que el número total de vuelos transoceánicos en realidad se acercaba más a ciento veinte.)

Se escribieron por lo menos doscientos cincuenta canciones dedicadas a Lindbergh y a su vuelo. La más famosa fue «Lucky Lindy», el apelativo que aborrecía, y muchas veces la tocaban cuando iba a cenas de celebración, «para mi bochorno y enfado», comentó tiempo después el aviador. El «salto de Lindbergh» se convirtió en un baile muy popular; aunque resultaba irónico, porque el virginal Lindbergh nunca había bailado con una chica.

Mientras tanto, en París el delirio era igual de intenso. En Le Bourget, la mañana después de que Lindbergh llegara, los encargados de la limpieza recogieron más de una tonelada de objetos perdidos, entre ellos, seis dentaduras postizas. Con la benigna tutela de Herrick, Lindbergh lo hacía todo bien. Salió al balcón de la embajada para saludar a las masas el primer día que se despertó en suelo francés, y ondeó la bandera de Francia, para delirante regocijo de los miles y miles de personas que se arracimaban en la calle. Más tarde, Herrick y él visitaron a la madre viuda de Nungesser en su diminuto piso en una sexta planta del Boulevard du Temple, cerca de la Place de la République. Habían pasado justo dos semanas desde la desaparición de su hijo. Aunque no se anunció públicamente la visita, diez mil personas atestaron la calle para ver llegar a Lindbergh. Ese mismo primer día, de agenda muy apretada, Lindbergh llamó a su familia con la primera línea telefónica transatlántica. Con esa acción, se convirtió en uno de los primeros individuos que de forma particular habló de punta a punta del Atlántico además de volar sobre él. También visitó a los soldados enfermos de Les Invalides.

A lo largo de los días siguientes, fue al palacio del Elíseo a recibir la Légion d’honneur de manos del presidente, Gaston Doumergue. Era la primera vez que un presidente francés ofrecía en persona el mayor honor de la nación a un estadounidense. Asimismo, se dirigió a la Cámara de Diputados, el AéroClub de Francia le agasajó, participó en un desfile al que asistieron cerca de un millón de personas, recibió la llave de la ciudad en el ayuntamiento. Siempre que hablaba, lo hacía con modestia y aplomo, y nunca desaprovechaba la oportunidad de alabar los logros de la aviación francesa o la amabilidad de los franceses en general. Su hazaña, insistía, era solo una pequeña contribución a un inmenso esfuerzo colectivo. A punto de llorar de la emoción, Francia acogió a Lindbergh en su seno. Lo llamaban «le boy».

Ningún visitante extranjero había sido honrado con tanta fastuosidad en Francia. Izaron la bandera de Estados Unidos junto al muelle de Orsay, en el Departamento de Asuntos Exteriores: la primera vez que la celeste y blanca ondeaba en ese sagrado edificio. Una característica destacada de Lindbergh durante todos esos días fue su apariencia. Todo lo que lució el piloto durante los días que pasó en París era prestado; y no había muchas personas que tuvieran prendas adecuadas para una figura tan delgada y larguirucha. Aunque los periodistas fueron muy precavidos y no lo mencionaron, o no quisieron disgustarlo hablando de su indumentaria, saltaba a la vista que Lindbergh se paseaba por París con americanas que le quedaban cortas de mangas y pantalones que no le llegaban a los zapatos.

Cinco días después del vuelo, seguía reuniéndose un millón de personas en todos los sitios a los que iba. Los primeros días de su visita, el piloto sonreía a diestro y siniestro, y saludaba con la mano a todos los espectadores que lo llamaban. No duró mucho.

El martes 26 de mayo, Lindbergh fue a Le Bourget para comprobar cómo estaba el avión. Las alegres multitudes lo habían estropeado mucho, pero un equipo se dedicaba en cuerpo y alma a arreglarlo. Mientras estaba en el campo de aviación, Lindbergh tomó prestado un avión de combate francés Nieuport y se fue a dar una vuelta. Aunque era la primera vez que pilotaba un Nieuport y no podía saber qué aguante tenía el aparato, se dispuso a ejecutar una serie de giros, rizos, vueltas, tirabuzones y otras acrobacias aéreas. Los funcionarios de aviación franceses observaron estupefactos mientras el ser humano más apreciado y venerado de la Tierra daba volteretas y giros en el aire sobre ellos, y ponía al límite de sus fuerzas un avión que desconocía por completo. Con gestos frenéticos y dando saltos, le imploraron que dejara de hacer maniobras peligrosas y volviera a tierra firme. Al final, Lindbergh, de carácter cordial y afable, descendió. Sirva esto de abrumadora prueba de la suposición de que Lindbergh no solo fue probablemente el mejor piloto de la historia, sino también el que más suerte tuvo.

El plan de Lindbergh era hacer una gira por Europa (le apetecía sobre todo viajar a Suecia, la tierra de su familia) y después volar de vuelta a Estados Unidos. Todavía no había decidido si se atrevería a emprender el vuelo de regreso otra vez cruzando el Atlántico aunque fuera contra los vientos aún fuertes, o si debía continuar rumbo este, y volar a su casa a través de Asia y del Pacífico Norte. En realidad, tal como le informó Herrick, no iba a hacer ninguna de las dos cosas. El presidente Coolidge había enviado un crucero naval, el USS Memphis, para que lo devolviera a casa, con el fin de que Estados Unidos pudiera honrarlo en persona y con estilo. El presidente quería acabar cuanto antes con las ceremonias para poder irse de vacaciones a las Black Hills, en Dakota del Sur.

Permitieron que Lindbergh hiciera una visita corta a Bruselas y Londres para cumplir con las promesas hechas con anterioridad. Y curiosamente, le dejaron que pilotara el avión en solitario.

Más de cien mil personas lo esperaban en el Croydon Aerodrome, en las afueras de Londres. Había tanta gente que la policía no conseguía que despejaran la pista de aterrizaje. Lindbergh tuvo que renunciar al aterrizaje en dos ocasiones porque la emocionada multitud se abalanzó a la zona de hierba de la pista; una estampa que debió de poner los pelos de punta a un piloto sin visibilidad frontal. Después se tiraron sobre el coche en el que viajaba Lindbergh. Para conseguir abrirse paso entre la muchedumbre, la policía tapó a Lindbergh con un abrigo y dijo a todo el mundo que transportaba a una mujer muy enferma.

Al final logró llegar al palacio de Buckingham, donde según se cuenta, el rey apabulló a Lindbergh al preguntarle cómo había orinado durante el vuelo. Bastante incómodo, Lindbergh le contó que se había llevado una bacinilla para ese fin.

Jorge V, que no quería renunciar a una aclaración minuciosa de ese aspecto del vuelo, le preguntó cuántas veces había utilizado la bacinilla.

Teniendo en cuenta el tipo de familia del que provenía, es probable que Lindbergh no hubiera hablado jamás con nadie sobre sus evacuaciones, y ahí estaba, en la tesitura de tener que comentarlo con el rey de Inglaterra.

—Dos veces —contestó en un susurro, con aspecto de estar a punto de desmayarse.

—Y ¿dónde fue? —insistió el rey.

—Una cuando sobrevolaba Terranova y la otra en mar abierto.

El rey asintió pensativo y satisfecho.

Tres días más tarde, Lindbergh estaba en Cherbourg, embarcando en el USS Memphis para regresar a casa. Se despidió con la mano de la muchedumbre, que lo vitoreó en adoración. Muchos le tiraron flores. Todos los periódicos franceses escribieron afectuosos homenajes y desearon bon voyage al joven estadounidense.

Después, la vida volvió a la normalidad en Francia. Al cabo de un par de días, los autobuses de turistas de Estados Unidos volvieron a recibir las pedradas de los parisinos y a los visitantes de los Campos Elíseos volvió a costarles horrores lograr que el camarero les hiciera caso. Tal como fueron las cosas, eso no era más que el preludio. Antes de que terminara el verano, millones de franceses odiarían Estados Unidos mucho más que nunca, hasta el punto de que llegó a ser peligroso para los ciudadanos americanos pasearse por las calles de París. El verano de 1927 no solo fue uno de los más jubilosos para Estados Unidos, fue también uno de los más nefastos.

1.927: Un verano que cambió el mundo

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