Читать книгу 1.927: Un verano que cambió el mundo - Bill Bryson - Страница 13

6

Оглавление

La última noche de su vida en la que pudo moverse por el mundo a sus anchas, como una persona normal y corriente, Charles Lindbergh aceptó la invitación que le había hecho Richard Blythe, el relaciones públicas de la Wright Corporation: ir a la ciudad a ver un espectáculo.

Fue un año buenísimo para ir al teatro, el mejor en la historia de Broadway en cuanto a variedad, y puede que también en cuanto a calidad. Ese año se estrenaron 264 producciones, una cantidad superior a cualquier tiempo anterior y posterior. Lindbergh y Blythe podían elegir entre un abanico de 75 obras de teatro, musicales y revistas. Se decidieron por Rio Rita, una comedia musical en dos actos: una buena elección, no solo por tratarse de un superéxito, sino también porque se representaba en el nuevo Ziegfeld, un fastuoso teatro en la Sexta Avenida con la calle Cincuenta y Cuatro, que ya era en sí todo un aliciente.

El teatro se había inaugurado en marzo y se trataba de una extravagante demostración de opulencia arquitectónica. Presumía de exhibir, entre otros muchos elementos, la pintura al óleo más grande del mundo. Representaba a célebres amantes de la historia y era más grande que los frescos del techo de la capilla Sixtina, y más cómoda de contemplar, ya que no hacía falta tumbarse boca arriba para admirarla, tal y como señaló con ironía un periodista del New Yorker. El nuevo teatro era tan suntuoso, comentaban muchos asistentes, que las butacas tenían tapizada hasta la parte posterior del respaldo.

El argumento de Rio Rita era fascinantemente inverosímil. En la trama, ambientada en México y Texas, participaban una cantante irlandesa-estadounidense llamada Rio Rita, un ranger de Texas que viajaba de incógnito tras la pista de un bandido llamado Kinkajou (que podía ser o no el hermano de Rita), un viajante de jabones bígamo llamado Chick Bean y una mujer de la que solo se decía que era la hija de Moctezuma. Estos y otros personajes, todos igual de poco verosímiles, se veían envueltos en una serie de divertidos equívocos interrumpidos cada dos por tres por canciones que poco o nada tenían que ver ni con las escenas precedentes ni con las siguientes. Un reparto de 131 actores y una orquesta al completo se encargaban de que no decayese la alegre algarabía, aunque la obra a veces no tuviese ni pies ni cabeza.4

La credibilidad, parece ser, no era algo que importase demasiado al público en los años veinte. Katy Did, estrenada una semana antes en el teatro Daly de la calle Sesenta y Tres, presentaba a una camarera que, según la sinopsis, se enamoraba de «un lavaplatos y estraperlista de alcohol a media jornada que resulta ser el exiliado rey de Suabia». Stigma, de Dorothy Manley y Donald Duff, mostraba a la solitaria esposa de un profesor de universidad que se encaprichaba de un atractivo alumno interno (papel interpretado por Duff) y acababa perdiendo la cabeza al descubrir que había dejado embarazada a su criada negra. Spellbound, de Walter Elwood, giraba en torno a una madre que decidía envenenar el café de sus hijos con la absurda creencia de que los disuadiría de beber alcohol, pero con tan mala suerte que uno de ellos se queda parapléjico y el otro con lesiones cerebrales. La pobre mujer huye desesperada y se hace misionera. Incluso para los magnánimos estándares de 1927, la obra era tan mala que no le quedó otro remedio que bajar el telón a los tres días.

Sin embargo, no todo era frivolidad y melodrama. Eugene O’Neill produjo su obra más larga y densa en 1927: Extraño interludio. Con una duración de nada menos que cinco horas, ofrecía al público una extensa, por no decir extenuante, reflexión sobre la locura, el aborto, el desamor, la bastardía y la muerte. Los espectadores veían la primera parte de la obra de 17.15 a 19.00 horas, después hacían una pausa para cenar y volvían a las 20.30 para otras tres horas y media de pesimismo masoquista.

La cuestión es que el grupo de Lindbergh (se habían apuntado uno o dos trabajadores más del aeródromo) no llegó a pisar el teatro aquella tarde. Al llegar a Manhattan, a Lindbergh se le ocurrió comprobar por última vez la previsión del tiempo. Caía una lluvia muy fina y las plantas más altas de los rascacielos a su alrededor desaparecían en una niebla densa, con lo que la llamada de teléfono no era más que una mera formalidad; sin embargo, Lindbergh se quedó atónito cuando le informaron de que las condiciones meteorológicas en el mar estaban mejorando y que, dentro de lo que cabía, se esperaba buen tiempo. De inmediato volvieron a Long Island para preparar el vuelo: despegaría a la mañana siguiente.

Había mucho que hacer: por ejemplo, transportar el avión desde el aeródromo Curtiss al Roosevelt. Lindbergh pasó horas dándole vueltas al avión, preocupándose de mil detalles, hasta que ya bien entrada la noche los mecánicos lo mandaron al hotel Garden City para que durmiese un poco. En la recepción lo esperaban algunos periodistas a quienes les había llegado la noticia de la salida prevista del vuelo y querían recabar información para las ediciones de la mañana siguiente. Lo retuvieron durante media hora con sus preguntas. Ya había pasado la medianoche cuando Lindbergh pudo acostarse por fin. Cuando ya estaba medio dormido, la puerta se abrió de par en par y entró George Stumpf, que hacía guardia en la puerta para evitar que nadie entrase a molestarlo. «Socio, ¿qué será de mí cuando te vayas?», le preguntó afligido (lo que era de extrañar, ya que apenas hacía una semana que se conocían). Armado de paciencia, Lindbergh le concedió un par de minutos antes de pedirle que se marchara, pero ya era demasiado tarde, se había desvelado. Al final, aquella noche no consiguió pegar ojo.

Lindbergh regresó al aeródromo Roosevelt algo antes de las tres de la madrugada. Una ligera llovizna flotaba en el aire, pero los partes meteorológicos prometían cielos más despejados antes del amanecer. El repostaje del avión les llevó casi toda la noche (era un proceso muy minucioso, ya que había que filtrar el combustible con una estopilla para eliminar cualquier impureza) y tuvieron que comprobar todos los sistemas. Si Lindbergh estaba nervioso, no dejó que se le notara en absoluto. Se mostró tranquilo y alegre mientras se ultimaban los preparativos. Como equipaje llevaba cinco sándwiches de jamón y queso, aunque solo se comió uno durante el vuelo (cuando ya volaba sobre Francia), y también un litro de agua.

Eran ya más de las siete de la mañana cuando Lindbergh se introdujo en la cabina encorvando su desgarbada figura. El avión arrancó con un estruendo gutural y tosió una nube de humo azul antes de decantarse por un rítmico rugido, de un volumen infernal pero constante, para alivio del aviador. Pasados unos instantes, Lindbergh hizo un gesto de asentimiento y el avión empezó a deslizarse hacia delante.

Después de semanas de lluvia, la pista estaba blanda y plagada de charcos. El Spirit of St Louis avanzaba como si rodara sobre un colchón. Casi todos los demás pilotos y miembros de otras tripulaciones se habían acercado a ver el espectáculo. Fokker condujo su Lancia sedán, cargado de extintores, hasta el extremo más lejano de la pista. Justo detrás estaba el lugar en el que ocho meses antes se había estrellado Fonck y donde aún quedaban restos del incendio del aparato.

El avión de Lindbergh fue ganando velocidad poco a poco, pero parecía «pegado a la tierra con pegamento», como recordaría Fokker más tarde. La hélice se había colocado en un ángulo que garantizaba la máxima eficiencia del combustible durante el vuelo, pero eso significaba tener que sacrificar parte de la potencia en el despegue (y esa deficiencia se volvía cada vez más preocupante conforme el avión se quedaba sin pista y seguía sin mostrar señal alguna de ascenso). En la cabina, Lindbergh tenía otra preocupación con la que lidiar. Acababa de comprobar que la falta de visibilidad delantera hacía que le resultase imposible estar seguro de que se estaba moviendo en línea recta, que era lo que en ese momento necesitaba más que nada en el mundo. El avión nunca había llevado tanta carga; de hecho, ningún otro motor Wright Whirlwind había intentado antes levantar tanto peso.

«A unos ciento cincuenta metros del final de la pista seguía aferrándose a la tierra», anotó Fokker en sus memorias. «Delante de él había un tractor; el aeródromo estaba rodeado de cables de teléfono. Se me cortó la respiración». Igual que Nungesser y Coli en Le Bourget, el avión de Lindbergh hizo el amago de ascender para volver a chocar torpemente contra el suelo, después volvió a remontar y a caer. Por fin, al tercer intento, consiguió elevarse. Según la declaración de algunos testigos, fue como si Lindbergh lo hubiese obligado a alzarse en el aire. Hasta el mismo Lindbergh lo consideró una especie de milagro: «Dos mil quinientos kilos en equilibrio sobre una ráfaga de aire», escribió en el libro The Spirit of St Louis.

Al avión le costaba tanto ganar altura que no parecía que fuese a ser capaz de esquivar los cables de teléfono que tenía delante (cables que el propio Lindbergh no alcanzaba a ver). Sabría que había fracasado cuando de repente oyese el tañido de los cables al engancharse, seguido un instante después por una colisión de la que ningún humano saldría con vida. Bernt Balchen, que observaba desde la mitad de la pista y estaba seguro de que el piloto no lo conseguiría, dio un grito de alivio en el momento en que sobrepasó los cables. Lo calificó como un despegue magistral. Chamberlin comentó: «Tenía el corazón en un puño. Parecía imposible. Hacían falta agallas para atreverse». Fokker predijo que Lindbergh llegaría a Europa, pero no conseguiría aterrizar cerca de París, pues no concebía la posibilidad de navegar bien sin la ayuda de un copiloto. Byrd fue particularmente efusivo. «Su despegue ha sido la mayor proeza que he visto hacer jamás a un aviador», declaró a los periodistas. «Es un muchacho sensacional».

Lo que con posterioridad hicieron notar la mayoría de los espectadores fue el silencio. Mientras el Spirit of St Louis se elevaba en el aire, no hubo vítores ni ovaciones, tan solo un silencio incómodo por lo cerca que había pasado Lindbergh de aquellos cables y lo solo que debía de sentirse luego en aquella avioneta forrada de lona. La hora del despegue se registró de forma oficial a las 7.52 horas. Los allí presentes se quedaron mirando el cielo hasta que el avión dejó de verse y después se dispersaron en silencio, en un estado de ánimo contemplativo.

Desde el aeródromo Roosevelt, Lindbergh viró hacia el norte, sobrevolando los grandes estados de la costa norte de Long Island antes de partir rumbo a las neblinosas aguas grises del estuario de Long Island, en Port Jefferson. Frente a la lengua de agua se encontraba la costa de Connecticut, a cincuenta y seis kilómetros de distancia. Quizá no haya forma más convincente de describir la magnitud del reto que tenía por delante que la de señalar que allí había más agua de la que nunca antes había cruzado volando.

Durante casi todo ese viernes, los interesados pudieron seguir de cerca la evolución de Lindbergh. Mientras el Spirit of St Louis surcaba los cielos de Connecticut, Rhode Island y Massachusetts, llegaban informes con relativa regularidad que confirmaban su posición y que todo parecía ir bien. Antes de mediodía pasó sobre Nueva Escocia y a media tarde sobre la isla de Cabo Bretón. En Washington, el Congreso interrumpió su actividad varias veces para escuchar las retransmisiones periódicas de su evolución. Por todo el país la gente se concentraba frente a las sedes de los periódicos para conocer la información más reciente. En Detroit, la señora Lindbergh impartía clase de química en el instituto técnico Cass como cualquier otro día. Quería alejar el vuelo de sus pensamientos, pero los alumnos y los demás profesores no paraban de acercarse a ella con las noticias de última hora. Poco después de las seis de la tarde, hora este, Lindbergh sobrevolaba la última extremidad rocosa de América del Norte sobre la península de Avalon, en la isla de Terranova, y ponía rumbo hacia mar abierto.

A partir de ese momento, perdería el contacto por completo durante dieciséis horas si todo iba bien; o para siempre, si iba mal.

En el estadio de los Yankees, esa noche, las veinte mil personas que conformaban el público asistente a la pelea entre Jack Sharkey y Jim Maloney inclinaron la cabeza en un minuto de silencio por el aviador antes de que Sharkey golpease a Maloney hasta dejarlo inconsciente. A lo ancho y largo de Estados Unidos, dondequiera que se reuniese un grupo de personas, se rezaba una oración por Lindbergh. Ya no había nada que hacer salvo esperar. Muchos no podían soportar la tensión. Diez mil personas llamaron al New York Times para tener noticias, aunque todos supiesen que era imposible que las hubiese.

En París, la posible llegada de Lindbergh levantó pocas expectativas en un primer momento. Cuando se despertó el sábado 21 de mayo, Myron Herrick, el embajador de Estados Unidos, no podía ni imaginar las emociones que tenía reservadas aquel fin de semana. Planeaba pasar el sábado en el Stade Français, en Saint Cloud, viendo a sus compatriotas estadounidenses Bill Tilden y Francis T. Hunter competir contra Jean Borotra y Jacques Brugnon en el enfrentamiento franco-estadounidense por equipos, una especie de partido preparatorio para el posterior torneo de Copa Davis.

Herrick, un acaudalado viudo de setenta y tantos años, había sido gobernador de Ohio (con Warren G. Harding como su segundo de a bordo) y en ese momento era un embajador atento y entregado. Tenía pinta de actor dandi (pelo canoso, sonrisa perfecta, bigote elegante) y ese encanto innato que conquista corazones. Había amasado su fortuna como abogado y banquero en Cleveland. En París se había ganado el cariño de los parisinos con su cálida cordialidad y su abultada cartera. En dos años se había gastado 400.000 dólares de su propio bolsillo entre fiestas y reformas en la residencia del embajador.

El partido en Saint Cloud proporcionaba a los espectadores un entretenimiento grato y muy emocionante, ya que el tenis despertaba muchísimo interés en 1927 y Bill Tilden era, contra casi todo pronóstico, el mejor tenista de la época. Llevaba dominando en el terreno de juego los últimos siete años. Sin embargo, resulta curioso que con anterioridad no hubiese demostrado casi ningún talento especial para ese deporte.

Tilden creció en el seno de una familia rica y distinguida de Filadelfia (su primo, Samuel Tilden, había sido el candidato del Partido Demócrata a la presidencia en 1876), pero su vida personal estaba empañada por la tragedia. Tres de sus cuatro hermanos y sus padres murieron antes de que él alcanzase la edad adulta. La estrella deportiva de la familia era su hermano mayor, Herbert Marmaduke. A Tilden ni siquiera lo admitieron en el equipo de tenis de la Universidad de Pensilvania. Fue tras la muerte de su hermano por culpa de una neumonía en 1915 cuando Tilden decidió convertirse en un gran jugador: desde entonces se dedicó en cuerpo y alma, dejándose la piel y sin la ayuda de ningún entrenador, a mejorar su juego. Practicó golpeando pelotas contra un muro una y otra vez hasta conseguir una técnica impecable desde cualquier zona de la pista. Cuando apareció en escena después de aquellos cuatro años de intensa preparación, no solo era el mejor tenista del mundo, sino el mejor de todos los tiempos.

Tras iniciarse en el deporte a la avanzada edad de veintisiete años, se convirtió en el número uno del mundo durante siete temporadas seguidas y permaneció imbatible en todos los torneos importantes durante ese tiempo. Estados Unidos ganó bajo su liderazgo siete Copas Davis consecutivas. Se hizo con siete títulos estadounidenses en tierra batida y cinco campeonatos de dobles. En 1924 no perdió ni un solo partido, y en el verano de 1925, a la edad de treinta y dos años, acumulaba ya cincuenta y siete victorias consecutivas (una hazaña tan insólita como los sesenta home runs de Babe Ruth o los hits imparables de Joe DiMaggio en cincuenta y seis partidos seguidos).

Sobre la pista era tan grácil como una bailarina de ballet. Más que correr, se deslizaba, y tenía el misterioso don de encontrarse siempre en la posición perfecta para devolver cada golpe. Con frecuencia parecía que fuese la pelota la que lo persiguiese a él por la pista en vez de ir él detrás de la pelota. Cuando servía, su truco favorito consistía en sostener cinco pelotas en la mano e ir lanzando cada una de ellas hasta obtener los cuatro puntos directos de saque; entonces dejaba caer la quinta a un lado, para dejar claro que ya no la necesitaba. Mostraba un comportamiento arrogante e insolente. Era objeto del odio de muchos otros tenistas, pero su talento en el terreno de juego provocó que el interés por el tenis subiese como la espuma.

La brillante carrera de Tilden estuvo a punto de acabar antes de empezar siquiera. En septiembre de 1920, se encontraba disputando su primer título nacional individual ante unos diez mil asistentes en Forest Hills cuando un avión en el que volaban el piloto y un fotógrafo se acercó para tomar unas instantáneas aéreas del campeonato. Al aproximarse al estadio, el motor chisporroteó y se paró en seco. Durante unos instantes, Tilden y su oponente, Bill Johnston, y todo el público de las gradas observaron en un silencio sobrecogedor como el avión, también en silencio, se dirigía directo hacia ellos. El avión pasó rozando la pista y se fue a estrellar en un campo abierto a pocos metros de distancia. El piloto y el fotógrafo murieron en el acto. Tilden y Johnston miraron sin saber qué hacer al árbitro, que hizo un gesto indicándoles que prosiguieran. Tilden lanzó y anotó el punto que le faltaba para ganar el set y el partido 6-1, 1-6, 7-5, 5-7, 6-3. Iniciaba así una racha en la que no perdería ni un partido importante durante cinco años.

La sucesión ininterrumpida de logros conseguidos por Tilden resulta aún más extraordinaria si cabe si tenemos en cuenta el hecho de que durante ese periodo, en 1922, sufrió una lesión que según todos los pronósticos debería haber puesto punto final a su carrera. Mientras disputaba un torneo sin trascendencia alguna en Bridgeton, Nueva Jersey, se lanzó a por una bola y se enganchó el dedo corazón de la mano con la que sujetaba la raqueta en la valla perimetral. La herida en sí era una nimiedad, pero se infectó y dos semanas después tuvieron que amputarle la articulación distal del dedo. Hoy en día el problema se habría resuelto mediante tratamiento con antibióticos. En 1922 tuvo suerte de no perder el brazo, o incluso la vida. (El hijo de Calvin Coolidge murió al año siguiente por una infección similar.)

El tenis en la década de 1920 era un pasatiempo mucho más inocente que ahora. En una apasionante final individual masculina de Wimbledon, en 1927, Henri Cochet derrotó al «vasco saltarín», Jean Borotra, con un dudoso disparo en el que dio la impresión de que Cochet había golpeado la bola dos veces, lo que le hubiese costado el punto. El juez de silla le preguntó si en efecto había ocurrido eso, a lo que Cochet, poniendo cara de niño bueno, contestó: «Mais non». Como consecuencia, Cochet se hizo con el punto, el partido y el campeonato basándose en la premisa de que el tenis era un deporte de caballeros y los caballeros no mentían, a pesar de que a todos los allí presentes les pareciese bastante obvio que Cochet acababa de hacerlo.

Para ganar un torneo importante en la década de 1920, un jugador tenía que ganar cinco o seis partidos en ese mismo número de días; eso lo convertía en un deporte de desgaste extremo. Con todo, era a la vez un deporte de aficionados. Los competidores no recibían premios en metálico y tenían que costearse sus propios gastos, por lo que el tenis era una actividad exclusiva para gente acaudalada. Los que no encajaban en esa categoría (y Tilden, tras la muerte de su padre, estaba entre ellos) tenían que ganarse el sueldo por otros medios. En la cima de su carrera, Tilden decidió hacerse promotor teatral de Broadway. Comenzó a escribir, producir y otorgarse a sí mismo el papel protagonista en obras con las que siempre terminaba perdiendo un dineral. En 1926 estrenó y protagonizó una producción titulada That Smith Boy, que resultó tan lamentable que el propietario del teatro le pidió que suspendiese el espectáculo tras solo dos semanas en cartel y a pesar de que Tilden estaba dispuesto a hacerse cargo de los costes. A sus obras posteriores no les fue mucho mejor, así que consumieron sus ahorros. Resulta extraordinario que durante ese periodo a menudo jugase en el Abierto de Estados Unidos o la Copa Davis por el día y luego saliese corriendo hacia el teatro para subirse al escenario por la noche.

No es de sorprender que los años empezasen a pesarle. En el verano de 1927 seguía siendo muy bueno, pero ya no era invencible. Entonces eran los franceses los que contaban con cuatro de los mejores tenistas del mundo: Cochet, Borotra, Brugnon y René Lacoste.

Tilden y Hunter jugaron con valentía contra Borotra y Brugnon en el Stade Français aquel sábado, pero los franceses eran mucho más jóvenes y fuertes, así que ganaron el partido 4-6, 6-2, 6-2. Un periodista de la agencia Associated Press lo calificó como «posiblemente el mejor partido de dobles masculino nunca antes disputado en Francia». Herrick, por desgracia, no logró verlo entero. A mitad del tercer set recibió un telegrama informándole de que se había avistado a Lindbergh sobrevolando suelo irlandés y llegaría a París esa misma tarde. Herrick rememoró con posterioridad que hasta ese momento no había sido consciente de la importancia del despegue de Lindbergh. Rodman Wanamaker lo había atosigado con tantos telegramas que ni siquiera se le había pasado por la cabeza que alguien pudiera adelantarse a Byrd. Abandonó el estadio a la carrera. Para él, la posibilidad de que Lindbergh llegase sano y salvo a París no era lo que se dice una buena noticia, sino más bien un motivo de grave preocupación.

En 1927, los estadounidenses no tenían muy buena prensa en Europa y, desde luego, no eran bien recibidos en Francia. La insistencia de Estados Unidos de que les devolvieran íntegros, con intereses, los diez mil millones de dólares que habían prestado a Europa durante la guerra parecía un poco abusiva para los europeos, pues todo el dinero que habían prestado se había invertido en comprar productos norteamericanos. De ese modo, devolver el dinero implicaba que Estados Unidos se beneficiara dos veces de los mismos préstamos. No les parecía justo, sobre todo porque la economía de los países de Europa estaba por los suelos, mientras que la estadounidense florecía. Pero muchos norteamericanos no compartían ese punto de vista. Se aferraban a que una deuda es una deuda y debe saldarse, e interpretaban la negativa de Europa a pagar como una trapera violación de la confianza depositada en ellos. Para los estadounidenses de tendencias aislacionistas (cuyo ejemplo más carismático en cierto momento fue nuestro héroe Charles Lindbergh), la situación servía para fortalecer la reivindicación de que Estados Unidos debía evitar a toda costa involucrarse en los asuntos de otros países. En un espíritu de aislacionismo renovado, Estados Unidos aumentó sus aranceles a la importación, ya bastante altos, con lo que consiguió que fuese casi imposible recuperarse y prosperar de nuevo para muchas industrias europeas.

Como consecuencia de todo esto, se avivó el sentimiento antiestadounidense, sobre todo en Francia, donde los autóctonos, que luchaban por sobrevivir, tenían que contemplar a los turistas norteamericanos (muchos de ellos jóvenes, bulliciosos y ofensivos a causa del vino, y sin duda numerosas veces también a causa de su propia naturaleza) viviendo como príncipes y aprovechándose de la devaluación de la moneda francesa. El número de francos por dólar se había triplicado el año anterior, y eso dificultaba mucho la vida de los franceses y favorecía la de los alegres visitantes. Para colmo, los franceses sentían en sus carnes el humillante fracaso de la misión de Nungesser y Coli; a muchos les costaba quitarse la sospecha de que los meteorólogos de Estados Unidos habían ocultado información crucial a los aviadores franceses. Por culpa de ese malestar, los autobuses turísticos de Estados Unidos que llegaban a París a veces recibían el impacto de una piedra airada, y a algunos grupos de estadounidenses no querían servirles en las cafeterías. El embajador Herrick tenía motivos de sobra para recomendar precaución. Nadie podía imaginarse lo que ocurriría cuando aterrizase el primer piloto de Estados Unidos.

Lo que ocurrió, y es digno de mención, fue que cien mil personas dejaron lo que estaban haciendo y fueron, embelesadas, a Le Bourget.

La gran hazaña de Charles Lindbergh en solitario, capaz de encontrar la ruta desde Long Island hasta un campo de aviación a las afueras de París, merece sin duda un momento de consideración. Mantener el rumbo cuando uno calcula la ruta a ojo implica fijarse mucho en la dirección que marca la brújula, controlar la velocidad de vuelo, el tiempo transcurrido desde la medición anterior y calcular cualquier posible desviación de la ruta previa provocada por las corrientes de aire. Para darse cuenta de la dificultad que entraña todo eso basta con pensar en que la expedición de Byrd, realizada un mes más tarde (a pesar de contar con un operador de navegación y de radio dedicado a seguir el rumbo, además del piloto y el copiloto), se desvió 320 kilómetros del punto de llegada previsto. Y no solo eso: en más de una ocasión, durante el vuelo, apenas tenían una vaga noción de dónde estaban y confundieron el faro de Normandía con las luces de París. Lindbergh, por el contrario, dio en el blanco en todos los sentidos: localizó Nueva Escocia, la isla de Terranova, la península Dingle de Irlanda, Cap de la Hague en Francia, Le Bourget en las afueras de París... Y lo consiguió mientras hacía los cálculos con los mapas encima del regazo y pilotaba un avión inestable. Esa gesta bastaría por sí misma para hacer de él un candidato indiscutible a mejor piloto de su época, o incluso de todos los tiempos. Fue el único piloto ese año que aterrizó donde dijo que lo haría. Todos los demás vuelos de ese verano (y hubo muchos) erraron el tiro, o tuvieron que realizar aterrizajes forzosos sobre el agua o aterrizaron sin saber dónde estaban. Daba la impresión de que para Lindbergh volar directo a Le Bourget era la cosa más normal del mundo. Y, de hecho, para él sí lo fue.

Mientras Lindbergh cubría el último trecho entre Cherbourg y París, ignoraba por completo que iba a experimentar la fama a una escala y con una intensidad que no podía compararse con la vivida por ningún otro ser humano.

No se le había ocurrido que pudiera haber muchas personas esperándolo. Se preguntaba si habría alguien en el aeródromo que hablase inglés, y si le pondrían pegas por no llevar un visado francés. Su plan era, en primer lugar, cerciorarse de que aparcaban el avión en un lugar seguro; y en segundo lugar, mandar un telegrama a su madre para darle la noticia de que había llegado. Suponía que querrían hacerle un par de entrevistas para la prensa, suponiendo que los periodistas trabajasen hasta tan tarde en Francia. Luego tendría que buscarse un hotel. En algún momento, también tendría que comprarse ropa y enseres personales, porque no se había llevado nada: ni siquiera cepillo de dientes.

El problema más inmediato con el que se enfrentó fue que en su mapa no aparecía Le Bourget. Lo único que sabía era que se hallaba a unos once kilómetros al noreste de la ciudad, y que era grande. Tras dar vueltas alrededor de la torre Eiffel, puso rumbo en esa dirección, pero el único lugar que respondía a lo que buscaba estaba iluminado con luces centelleantes, como si fuera una especie de complejo industrial, con largos tentáculos de más luces brillantes que se extendían en todas las direcciones. No se parecía en nada al aeropuerto adormilado que esperaba encontrar. No cayó en la cuenta de que toda esa actividad era en su honor; los sinuosos tentáculos de luz eran los focos de decenas de miles de coches que se habían congregado de manera espontánea para dirigirse a Le Bourget y se habían visto inmersos en el mayor atasco de la historia de París. Se veían coches y tranvías abandonados en las carreteras que conducían al aeródromo.

A las 10.22 horas, horario de París (justo 33 horas, 30 minutos y 29,8 segundos después de despegar, según un barógrafo oficial que había instalado en el avión la Asociación Aeronáutica Nacional de Estados Unidos justo antes de partir), el Spirit of St Louis aterrizó en la extensión de hierba de Le Bourget. En ese instante, una oleada de júbilo recorrió la Tierra. Al cabo de pocos minutos, toda Norteamérica sabía que había llegado sano y salvo a París. Al momento, Le Bourget se convirtió en el escenario de un exultante caos, pues decenas de miles de personas se abalanzaron a la pista del aeródromo hasta el avión de Lindbergh: «una masa humana alterada y furiosa [...] que corría hacia él desde los cuatro puntos cardinales», según dijo uno de los espectadores. Una verja de dos metros y medio de altura asegurada con cadenas que rodeaba el campo de aviación acabó aplastada en el suelo, y la estampida de pisotones volcó y rompió varias bicicletas. Entre las personas exaltadas estaban la bailarina Isadora Duncan (que murió cuatro meses después en un accidente espeluznante, estrangulada por culpa de un fular largo que se le enredó en la rueda de un coche) y Jean Borotra, quien, junto con Jacques Brugnon, había vencido a Bill Tilden y Francis T. Hunter en el Saint-Cloud ese mismo día.

Lindbergh vivió una situación absolutamente alarmante cuando la multitud lo atrapó, pues estuvieron a punto de hacerlo trizas en sentido literal. La muchedumbre lo arrancó de la cabina del avión y lo cargó de un lado a otro como si fuera un trofeo. «Me vi tumbado sin saber cómo encima de la multitud, manteado en el centro de un océano de cabezas que se extendía hasta perderse en la oscuridad en un punto en el que ya no me alcanzaba la vista —relató—. Era como ahogarme en un mar de gente». Alguien le arrancó el gorro de piel de aviador de la cabeza y otros, ansiosos, empezaron a tirarle de la ropa. Detrás de él, para acrecentar su pánico, su querido avión estaba sufriendo los actos vandálicos de las hordas que se subían a él. «Oí el crujido de la madera a mi espalda cuando alguien se apoyó con demasiado ímpetu contra una tabla de la carrocería. Entonces cedió una segunda tabla, y una tercera, y se oyó el ruido de la lona al rasgarse». Por fin cayó en la cuenta: los buscadores de souvenirs se habían vuelto locos.

Sin saber cómo, en medio de la confusión, se encontró otra vez de pie y notó que la multitud pasaba rozándolo sin detenerse. Como por arte de magia, la escasez de luz confundió a los aficionados, que entonces centraron la atención en un desafortunado espectador de Estados Unidos con un ligero parecido a Lindbergh, y lo subieron en volandas, a pesar de sus vehementes gritos y protestas. Unos minutos después, los funcionarios de la oficina de mando del aeropuerto se quedaron de piedra al oír la rotura de unos cristales y ver a la desgraciada víctima atravesar el cristal de la ventana hasta ellos. Con los ojos desorbitados y embarrado, el recién llegado iba sin abrigo, sin cinturón ni corbata, le faltaba un zapato y media camisa; buena parte del resto de su ropa le colgaba del cuerpo hecha jirones. Se parecía al superviviente de un accidente en una mina. Dijo a los entretenidos funcionarios que se llamaba Harry Wheeler y que era un peletero del Bronx. Había ido a París para comprar pieles de conejo, y se había visto impelido a ir a Le Bourget por el mismo impulso que había atraído a buena parte de los parisinos. En ese momento, lo único que quería era volver a casa.

Mientras tanto, Lindbergh fue rescatado por dos aviadores franceses que lo condujeron a la zona de recepción oficial. Allí conoció a Myron Herrick y al hijo de este, Parmely, y a su nuera, Agnes. Dejaron unos minutos para que Lindbergh recuperara el aliento y le aseguraron que pondrían a resguardo su avión. Lindbergh y la comitiva de los Herrick tardaron varias horas en abrirse paso entre las calles abarrotadas hasta la residencia del embajador, en la avenida d’Iéna, en el centro de París. Allí Lindbergh rechazó el ofrecimiento de que le realizaran un chequeo médico, pero aceptó encantado un vaso de leche y algo de comer, seguido de un breve baño caliente.

A esas alturas, Lindbergh llevaba despierto más de sesenta horas seguidas, pero aun así accedió a ver a los periodistas que se habían reunido en la puerta de la residencia del embajador. Parmely Herrick los hizo pasar. Aunque saltaba a la vista que Lindbergh estaba agotado, mantuvo una conversación animada con los periodistas durante varios minutos. Les dijo que había tenido que luchar contra el granizo y la nieve a lo largo de mil millas; en algunos momentos volaba a ras de suelo, a solo tres metros de altura, y otras veces a nada menos que tres mil metros. A continuación, enfundado en un pijama que le había prestado Parmely, se metió en la cama. Eran las cuatro y cuarto de la mañana.

El hombre más famoso del planeta cerró los ojos y durmió diez horas de un tirón.

1.927: Un verano que cambió el mundo

Подняться наверх