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Las malas condiciones climatológicas continuaron, y no solo en Nueva York, sino en todas partes. En Washington D. C., el 14 de mayo, un tornado de quince metros de diámetro en la base arrasó el cementerio de Prospect Hill y continuó en su errático avance hacia la avenida Rhode Island. A su paso arrancó árboles de raíz y provocó la consternación de quienes lo vieron, antes de desmaterializarse por arte de magia un minuto después de haberse formado. Más al oeste, unas tormentas de nieve tardías y totalmente fuera de temporada pillaron a la mayor parte de las zonas rurales por sorpresa. En Detroit tuvieron que posponer un partido de los Tigers-Yankees debido a la nieve: el partido más tardío que tuvo que posponerse por culpa de la nieve en una gran liga de béisbol de la historia. Las lluvias continuaron azotando el valle central y bajo del Misisipi, ya muy perjudicado.

En Chicago, Francesco de Pinedo, que había terminado su gira por Estados Unidos, llegó más de cinco horas tarde desde Memphis por culpa del mal tiempo. La vuelta al país se había hecho progresivamente más bochornosa para sus anfitriones, porque sus discursos cada vez traslucían de forma más evidente su vertiente política y terminaban en altercados violentos; además, el propio Pinedo tendía a decir cosas inapropiadas en el momento menos adecuado. «Creo que Nueva York es la mejor ciudad fascista del mundo», declaró tan campante a modo de cumplido para asombro general cuando le presentaron al alcalde Jimmy Walker. Dos días después, cuando Pinedo ofreció un mitin fascista en un local de la Legión italiana de la Segunda Avenida, dos mil manifestantes antifascistas se plantaron delante del salón de actos. Lanzaron ladrillos por las ventanas y la mayor parte de quienes estaban dentro salieron y empezaron a pelearse con los manifestantes. Cuando llegó la policía a poner orden, una horda de aproximadamente diez mil personas se había reunido ya allí. La policía restableció el orden paseándose entre la muchedumbre a porrazos, que repartieron a diestro y siniestro. Mientras tanto, Pinedo siguió dando el mitin, al parecer ajeno al hecho de estar dirigiéndose a un salón de actos prácticamente vacío. No quedó constancia del número de heridos.

Chicago era la última de las cuarenta y cuatro escalas por Estados Unidos antes de dirigirse de nuevo a Europa pasando por Quebec y Terranova. Su esperanza era tomar delantera a los aviadores del aeródromo Roosevelt cruzando el Atlántico antes que ellos. No podía optar al Premio Orteig porque tendría que repostar combustible en las Azores, pero a pesar de todo lograría un glorioso triunfo simbólico para el fascismo si los esperaba en Le Bourget, con los brazos en jarras, para saludarlos con un aire de alegre condescendencia cuando aterrizasen los primeros estadounidenses.

Por suerte, no hubo manifestaciones antifascistas en Chicago; aunque, irónicamente, Pinedo sufrió contusiones fuertes debido a las efusivas palmadas en la espalda y los abrazos que le crujieron los huesos, dados por varios cientos de partidarios con camisa negra que lo saludaron en el muelle del Club Náutico de Chicago.

Una de las personas que esperaba para dar la bienvenida a Pinedo en la recepción oficial del piloto era un empresario influyente de origen italoamericano afincado en Chicago: Al Capone. Incluso en Chicago, la ciudad más corrupta de Estados Unidos en esa época, era algo chocante ver al matón con peor fama de la nación intercambiando impresiones con el alcalde, el jefe local del equipo de guardacostas y varios jueces y otros dignatarios. Era la primera vez que habían invitado a Al Capone a participar en una ceremonia oficial en su ciudad adoptiva: es más, era la primera vez que se invitaba a un gánster a entrar en sociedad. Así pues, era un momento de orgullo para Al Capone. De hecho, aunque él todavía no lo sabía, fue su punto álgido, porque le faltaba solo un día para empezar su declive.

La persona responsable de ese inesperado giro de los acontecimientos para Al Capone era una mujer de treinta y siete años, delgada y muy carismática, llamada Mabel Walker Willebrandt. Hasta poco más que una década antes, Willebrandt era un ama de casa anónima de California. Sin embargo, cada vez más hastiada de esa vida, se apuntó al turno de tarde de la Universidad de California del Sur y en 1916 salió de allí con un título en Derecho. Durante los cinco años siguientes se dedicó a representar a mujeres maltratadas y a prostitutas; una causa muy noble para los estándares de las carreras de abogacía de la década de 1910. (En algún momento de esa década también pidió el divorcio al señor Willebrandt.) Destacaba tanto en su labor que en 1921 la llevaron a Washington y la ascendieron a ayudante del fiscal general de la Administración Harding. Eso la convirtió en la mujer de rango más alto del Gobierno federal. Le otorgaron responsabilidades especiales para lograr que se cumpliera la ley seca, así como ciertas leyes de impuestos. Aunque en ese momento pasara inadvertida, era una combinación de papeles premonitoria, porque le permitió dar con un método muy ingenioso para combatir el crimen organizado.

Hasta entonces, los mafiosos parecían invencibles. No podían juzgarlos por asesinato o por otros delitos graves porque nadie tenía el valor de testificar en su contra. Era casi imposible relacionarlos con los negocios ilícitos que realizaban porque nunca ponían a su nombre los contratos ni otros documentos incriminatorios. Sin embargo, a Willebrandt se le iluminó la bombilla: los gánsteres siempre eran ricos y ostentosos, pero nunca hacían la declaración de la renta. Así pues, decidió ir a pillarlos por esa vía. Juzgar a delincuentes por evasión de impuestos es tan común hoy en día que es probable que no advirtamos la asombrosa originalidad de la idea cuando se le ocurrió a esta abogada. En esa época era una estrategia que se alejaba abrumadoramente de las reglas del juego habituales. Muchas autoridades judiciales pensaron que era una auténtica locura.

El hombre que Willebrandt puso en su punto de mira, como caso ejemplar, fue un contrabandista de Carolina del Sur llamado Manley Sullivan. Los abogados de Sullivan alegaron que los delincuentes no podían hacer declaraciones de la renta y devoluciones de impuestos sin incriminarse a sí mismos, y eso iría contra los derechos estipulados en la Quinta Enmienda. Los abogados también insistían en que al reclamar una parte de los beneficios ilegales, el Gobierno se convertía en cómplice del delito original: una infracción de sus responsabilidades fiduciarias. La persona que más se opuso a la estrategia de Willebrandt fue el juez del tribunal de apelación federal Martin Thomas Manton. «Cuesta imaginar siquiera que el Congreso haya podido plantearse en algún momento que el Gobierno reciba una parte de los ingresos, ganancias o beneficios derivados del fructífero desarrollo del delito», escribió. «Es increíble que se concibiese que un malhechor quedara dignificado como pagador de impuestos derivados de sus ingresos ilegales, es decir, que el Gobierno aceptase el dinero para fines gubernamentales, igual que acepta el dinero de un comerciante legal que paga sus impuestos».

A pesar de las objeciones de Manton y otros muchos, el caso llegó al Tribunal Supremo. Con el título oficial de «Estados Unidos contra Sullivan, 274 EE.UU. 259», se fijó la fecha del juicio en 16 de mayo de 1927: un día después del encuentro de Al Capone y Pinedo en Chicago. Mabel Walker Willebrandt había llevado más de cuarenta casos ante el Tribunal Supremo de Estados Unidos, pero ninguno tendría un efecto más duradero en la opinión pública que ese... si lo ganaba.

Y lo hizo.

Por un curioso toque de ironía (de hecho, cuesta decirlo de un modo mejor), durante la década siguiente, el juez Manton, que tanto había opinado sobre las prácticas de la abogada, acabó juzgado por el Servicio de Impuestos Internos por no pagar sus tasas, después de que se le considerara culpable de embolsarse 186.000 dólares en sobornos. Tuvo que cumplir una condena de diecisiete meses en una cárcel federal.

Gracias al caso de Estados Unidos contra Sullivan, los días de Al Capone estaban contados, aunque ni él ni casi nadie se hubiera dado cuenta aún. El New York Times, como casi todos los demás periódicos de Estados Unidos, apenas se hizo eco del caso de Estados Unidos contra Sullivan, y dio la noticia en una columna pequeña de la página treinta y una. Tampoco prestó mucha atención a otro caso emblemático del Tribunal Supremo celebrado ese mes: Buck contra Bell (del que hablaremos más adelante). En lugar de hablar de eso, aquel día ubicó en un lugar mucho más prominente un resumen breve pero jugoso de la noticia de Ruth Snyder y Judd Gray, que la mañana del 16 de mayo fueron trasladados desde la cárcel en la que estaban en Long Island hasta el corredor de la muerte en Sing Sing, en un caos que recordaba escandalosamente a una de las comedias de policías de Keystone Kops.

Una muchedumbre de diez mil personas (muchas de ellas de pie en los tejados o apostadas en las salidas de incendios para ver mejor) se congregaron a las puertas de la cárcel del condado de Queens para observar la caravana de catorce coches, escoltados por seis motocicletas de policía con sidecares (cada uno de ellos con un policía armado con una pistola), que salió con los dos asesinos más famosos de Estados Unidos poco después de las diez y media de la mañana. En el convoy había funcionarios de prisiones, periodistas y dos concejales, James Murtha y Bernard Schwartz, que no tenían nada que ver con el caso, pero que se apuntaron al paseo. «Los acompañaron sus esposas e hijos, que parecían encantados con la excursión», comentó el corresponsal del New York Times.

Desde la cárcel, el desfile de coches atravesó a toda velocidad (algo que en 1927 significaba a unos 65 kilómetros por hora) el puente Queensboro y luego cruzó Manhattan por Central Park, aunque en numerosas ocasiones se vio inmerso en los atascos.

No había otro lugar más inhóspito para un convoy rápido que Nueva York en la década de 1920. Era la ciudad con más embotellamientos del planeta. Presentaba más coches que toda Alemania junta, pero, al mismo tiempo, aún contaba con 50.000 caballos. La combinación de los vehículos motorizados con prisa, los carros traqueteantes, los caballos y los peatones que se lanzaban a cruzar la calzada hacía que las calles de Nueva York fuesen peligrosísimas. Más de mil personas murieron en accidentes de tráfico en Nueva York a lo largo de 1927: cuatro veces más que la cantidad de víctimas de accidentes de tráfico en la actualidad. Los taxistas tuvieron la culpa de nada menos que setenta y cinco de las muertes en Manhattan ese año.

En un intento por mejorar la situación, se habían instalado semáforos en Manhattan tres años antes, pero hasta ese momento no habían tenido consecuencias positivas tangibles. También se intentaban implementar todos los adelantos posibles al tráfico, pero a corto plazo las medidas solo servían para aumentar el caos. A lo largo de Park Avenue, esos meses había obras porque se estaban reduciendo 5,5 metros de ancho por cada lado del paseo central arbolado, con el fin de añadir carriles extra entre las calles Cuarenta y Seis y Cincuenta y Siete. Con eso se eliminaría la mayor parte del «parque» que daba nombre a Park Avenue. En la parte oeste de Manhattan, el ruido y los atascos se vieron agravados por la construcción del túnel Holland, que se inauguraría ese otoño. Era la maravilla de su tiempo —el túnel submarino más largo del mundo—, pero el reto de apuntalar y ventilar un tubo de 2,4 kilómetros de longitud a 30 metros bajo tierra era tan formidable que el diseñador del túnel e ingeniero jefe del proyecto, Clifford M. Holland, se murió de repente por culpa del estrés antes de que se terminaran las obras. Solo tenía cuarenta y un años, pero por lo menos le quedó el consuelo de que el túnel llevase su nombre. A su sucesor, Milton H. Freeman, le dio un patatús apenas cuatro meses después de aceptar el puesto de maestro de obras y murió de un ataque al corazón, pero no recibió conmemoración alguna. Otros trece operarios murieron en las obras de construcción. A pesar de todo, ajenos a lo sucedido, para la mayor parte de los neoyorquinos el túnel Holland no era más que un obstáculo inmenso para el tráfico rodado.

Por lo tanto, el convoy que llevaba a Snyder y Gray fue muy optimista al pensar que podría abrirse paso a través de las caóticas calles. Y fue peor, porque el desfile policial destacaba tanto que, cada vez que los vehículos se detenían o disminuían la velocidad, la gente se arremolinaba a su alrededor para fisgar por las ventanillas con la esperanza de distinguir a los asesinos, lo que frenaba su avance todavía más. La noticia de que el convoy había llegado a una calle corría como la pólvora. «Los pasajeros del tranvía se levantaban de los asientos y bajaban para abalanzarse en medio de la calzada», informó con cierta sorpresa el reportero del Times.

En realidad, las cosas empeoraban cuando la caravana se ponía en marcha. Muchos peatones emocionados se metían en la calzada para intentar ver mejor, cosa que obligaba a las motos a maniobrar haciendo giros peligrosos. Varios coches de la comitiva acabaron provocando pequeños accidentes, algunos más de una vez, y en varias ocasiones chocaron unos con otros. El jefe del escuadrón motorizado, el sargento William Cassidy, salió disparado de la motocicleta y chocó contra el lateral del coche que transportaba a Ruth Snyder. La mujer chilló asustada, pero el policía solo sufrió heridas leves. El coche del concejal Murtha se sobrecalentó y se estropeó antes de que lograran salir de la ciudad, para la comprensible decepción de su esposa y sus hijos. Después de muchos percances, Snyder y Gray llegaron por fin a Sing Sing, donde desaparecieron por las puertas metálicas y también se esfumaron de las portadas de los periódicos. No volverían a ser noticia candente hasta enero del año siguiente, cuando estaba prevista su ejecución.

Entonces llegó la noticia más estremecedora del verano.

La mañana del 19 de mayo, los lectores del New York Times se despertaron con el siguiente titular:

UN MANIACO VUELA UN COLEGIO

Y MATA A 42 PERSONAS, CASI TODOS NIÑOS;

PROTESTABA CONTRA LA SUBIDA DE IMPUESTOS

El maniaco en cuestión era un tal Andrew Kehoe, quien hasta ese día había sido, a ojos de todas las personas que lo conocían en su ciudad natal de Bath, Michigan, un hombre cuerdo y agradable. Kehoe se había graduado en la Universidad Estatal de Michigan, a pocos kilómetros de allí, en Lansing, y era labrador de un campo en las afueras de la localidad, además de trabajar de tesorero a media jornada en la escuela del pueblo. El hombre despertaba tan pocas sospechas que, justo el día anterior, un profesor del colegio lo había llamado para preguntarle si podían celebrar una comida campestre con los alumnos en su terreno. Lo que no sabía el profesor cuando lo llamó por teléfono era que Kehoe acababa de asesinar o estaba a punto de matar a su pobre esposa. Lo que sí se sabe ahora es que Andrew Kehoe se había trastornado seriamente. Un banco estaba a punto de embargarle el campo, una medida de la que él culpaba a la escuela local y a los impuestos que se dedicaban a ella. Y se vio tan trastornado que respondió de la forma más escalofriante que pueda imaginarse.

En la madrugada del 18 de mayo, cuando el resto de Bath dormía, Andrew Kehoe realizó varios viajes al sótano del colegio con cajas de dinamita y pirotol, un explosivo militar. En total, acumuló hasta 225 kilos de explosivo en el sótano. Después los unió con un cable y desde allí extendió una larga cuerda maestra a modo de mecha hasta su coche, que había aparcado enfrente del edificio. A la mañana siguiente los niños llegaron a clase como cualquier otro día. En la escuela de Bath se enseñaba a niños de todos los cursos, desde preescolar hasta secundaria. Ese día, la asistencia fue un poco menor porque era la semana de la graduación y los alumnos mayores tenían el día libre, pero salvo en esos cursos, el resto de las clases estaban llenas.

A las 9.40 horas, una tremenda explosión repentina voló por los aires el ala norte del edificio, que albergaba a los alumnos más pequeños. «Según varios testigos, Kehoe se quedó sentado en el coche, enfrente de la escuela, y se regodeó mientras veía los cuerpos de los niños salir disparados por los aires por culpa de su plan diabólico», informó el New York Times con horror. Noventa niños quedaron atrapados en los escombros y muchos de ellos sufrieron lesiones graves.

Mientras todo el pueblo se apresuraba al lugar de la explosión, Kehoe intentó detonar una segunda carga de explosivos que llevaba en el maletero del coche, sin embargo el mecanismo falló. Emory Huyck, director de la escuela, forcejeó con Kehoe para impedirle que hiciera más daño, pero Kehoe se las arregló para sacar una pistola y disparar al maletero, con lo que provocó otra detonación que causó no solo su propia muerte, sino también la de Huyck y la de un peatón que pasaba por allí. Otras muchas personas resultaron heridas. En total, ese día murieron cuarenta y cuatro personas: treinta y siete niños y siete adultos. Tres familias perdieron a dos hijos cada una. Cuando los bomberos y los policías entraron en el colegio después de lo ocurrido, se asombraron al comprobar que varias cajas de explosivos colocadas bajo las otras alas del edificio no habían estallado. De haberlo hecho, el número de víctimas habría superado la centena.

Por pura casualidad, justo en el límite de los campos que rodeaban Bath estaba Round Lake, donde había una casita de verano en la que a menudo se alojaba Al Capone, sobre todo cuando tenía que desaparecer un tiempo del mapa debido a las investigaciones policiales. Sin embargo, en el momento de la masacre de la escuela estaba en Chicago, como representante de la comunidad italoamericana, con motivo de la visita del aviador Francesco de Pinedo. Otro famoso vinculado a la localidad era Babe Ruth, a quien habían detenido en junio del año anterior muy cerca de allí, en el pueblo de Howell, por pescar sin permiso antes de que empezase la temporada.

Después de la masacre salió a la luz que tal vez esos no eran los primeros asesinatos que cometía Kehoe. Cabía la posibilidad de que años atrás hubiera matado ya a su madrastra. La desdichada mujer, segunda esposa de su padre, murió entre dolores horribles cuando una estufa de aceite que iba a encender le explotó en la cara y la cubrió de aceite hirviendo. Las investigaciones demostraron que alguien había manipulado la estufa. Andrew Kehoe, que aún era un niño, era la única persona que podía haberlo hecho, pero no se pudo demostrar nada, así que no se presentaron cargos contra él.

La masacre de Bath fue la matanza infantil perpetrada a sangre fría de mayor envergadura en la historia de Estados Unidos. A pesar de eso, no tardó en olvidarse. Al cabo de dos días, el New York Times había dejado de cubrirla casi por completo. En su lugar, igual que casi todos los demás periódicos del mundo, el New York Times se quedó prendado con la historia de un joven de Minnesota y su heroico vuelo a París. Durante las siguientes seis semanas, todos los días salvo dos, las noticias principales de dicho periódico tuvieron que ver con la aviación.

1.927: Un verano que cambió el mundo

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