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En realidad, el apellido familiar era Månsson. El abuelo de Charles Lindbergh, un sueco adusto de barba poblada y semblante de color fuego y azufre, se lo cambió por Lindbergh cuando llegó a Estados Unidos en 1859 en circunstancias tan repentinas como turbias.

Hasta poco antes de ese momento, Ola Månsson era un ciudadano respetable y, a juzgar por las apariencias, un hombre felizmente casado con esposa y ocho hijos que vivía en un pueblo cerca de Ystad, en el extremo meridional de Suecia, la zona del Báltico. En 1847, a los cuarenta años, lo eligieron miembro del Riksdag, el parlamento nacional, y desde ese momento pasaba buena parte del tiempo en Estocolmo, seiscientos kilómetros al norte de su hogar. Entonces su vida empezó a complicarse de forma asombrosa. Conquistó a una amante veinte años más joven que él y con ella tuvo un hijo ilegítimo: el padre de Charles Lindbergh. Al mismo tiempo, Månsson se vio involucrado en un escándalo financiero por garantizar de manera indebida unos préstamos bancarios a unos amigotes. No se sabe a ciencia cierta qué calibre tuvieron las acusaciones. Una vez en Estados Unidos, la familia Lindbergh siempre aseguró que les habían tendido una trampa sus enemigos políticos. Lo que sí se sabe es que en 1859 Ola Månsson se marchó de Suecia a toda prisa, no supo rebatir las acusaciones que se hacían contra él, abandonó a su primera familia, se instaló en un pueblo de Minnesota con su amante y su hijo recién nacido, y se cambió el nombre por el de August Lindbergh: una serie de datos que Charles Lindbergh pasó por alto o mencionó solo de pasada en sus diversos textos autobiográficos.

Los Lindbergh (cuyo nombre significa «montaña de tilos») se establecieron cerca de Sauk Centre, futuro hogar del novelista Sinclair Lewis, pero entonces en el límite de la civilización. Fue en Sauk Centre, dos años después de su llegada, donde el abuelo Lindbergh sufrió un accidente espeluznante. Mientras trabajaba en un aserradero, se tropezó y se cayó encima de la cuchilla en movimiento, que le cortó el torso a la altura del hombro, le hizo un boquete tan grande que se le veían los órganos internos (un testigo aseguró que al pobre hombre se le veía incluso el corazón latiendo) y le dejó el brazo colgando de unos pocos nervios resplandecientes. Los trabajadores del aserradero le curaron las heridas lo mejor que supieron y llevaron a Lindbergh a casa, donde permaneció tres días en silenciosa agonía, esperando la llegada de un médico de Saint Cloud, a 65 kilómetros de distancia. Cuando por fin lo vio el médico, acabó de cortarle el brazo y le cosió la cavidad que se había formado en el torso. Se dice que Lindbergh apenas emitió una queja. Para asombro de muchos, August Lindbergh se recuperó y vivió otros treinta años. El estoicismo se convirtió en el rasgo distintivo de la familia Lindbergh.

Charles Lindbergh padre, que había llegado a Estados Unidos con apenas tres años, chapurreando el sueco y con el nombre de Karl August Månsson, se convirtió con el tiempo en un joven fornido y serio llamado Charles August Lindbergh. Sus amigos y compañeros de clase lo llamaban C. A. De joven, C. A. demostró sus dotes para la caza de ratas almizcleras, cuyas pieles convertían luego los peleteros en abrigos y estolas que comercializaban con el nombre mucho más atractivo de «foca del Hudson». El tráfico de pieles proporcionó a C. A. dinero suficiente para entrar en la facultad de Derecho de la Universidad de Michigan. Cuando se graduó, abrió un bufete de abogados en Little Falls, Minnesota, se casó, tuvo tres hijas y prosperó lo suficiente para construirse una casa grande de madera en un montículo con vistas al río Misisipi, a un kilómetro y medio del centro de la ciudad. Su vida marchaba francamente bien hasta que en la primavera de 1898 su mujer murió de repente a causa de una operación en la que iban a extirparle un bulto abdominal.

Tres años más tarde, C. A. volvió a casarse; esa vez con una guapa y joven profesora de química bastante impetuosa de Detroit, que acababa de obtener un puesto en la facultad de Little Falls. Evangeline Lodge Land tenía una formación envidiable para ser mujer, teniendo en cuenta la época y el lugar. Ella también se había graduado en Michigan, pero tenía un perfil más académico que su marido, y más tarde realizaría investigación en Columbia. Aparte de la atracción física (ambos eran guapísimos), el señor Lindbergh y su nueva esposa tenían muy poco en común. C. A. Lindbergh era apuesto, pero serio y comedido. Su esposa era voluble y exigente. El 4 de febrero de 1902, tuvieron a otro C. A. Lindbergh: este se llamó Charles Augustus, con una sílaba más (de corte más clásico y refinado) en la segunda parte del nombre. De su padre, Charles heredó el hoyuelo en la barbilla y el pelo siempre alborotado; de su madre heredó la tendencia a la ensoñación; y de ambos, el carácter testarudo. Fue el único hijo que tuvieron juntos. El joven Charles (nunca lo llamaron Charlie ni ninguna otra cosa más cariñosa o relajada) creció en un hogar cómodo y bien provisto (la familia tenía tres sirvientes), pero muy poco afectuoso. Ni su madre ni su padre eran capaces de mostrar afecto. Lindbergh y su madre nunca se abrazaban. Para desearse buenas noches, se daban la mano. Tanto de niño como de adulto, Charles firmaba las cartas que le escribía a su padre de la siguiente forma: «Cordialmente, C. A. Lindbergh», como si mantuviera correspondencia con el encargado del banco.

Charles era un niño tímido y ensimismado. Nunca llamó la atención en Little Falls, hasta el punto de que cuando los periodistas peinaron el pueblo en 1927 en busca de anécdotas de infancia, ninguno de sus compañeros de clase fue capaz de recordar alguna. Ya de adulto, el propio Lindbergh aseguró que no tenía ni un solo recuerdo de su vida cotidiana de cuando era adolescente. En su primer esfuerzo por escribir una autobiografía, titulada We, dedicó unas escasas dieciocho líneas a toda su infancia.

En 1906, cuando Charles ni siquiera había cumplido los cinco años, su padre fue elegido miembro del Congreso por el Partido Republicano, lo que significó que a partir de entonces, Charles hijo tuvo que repartirse el tiempo entre Little Falls, que le encantaba, y Washington, que no le gustaba. Eso proporcionó a Charles una infancia llena de acontecimientos, pero fragmentada. Tuvo experiencias con las que otros niños solo podían soñar: jugaba en los patios de la Casa Blanca y en los salones del edificio del Capitolio, visitó el canal de Panamá con once años, fue al colegio con los hijos de Theodore Roosevelt... Pero cambiaba tanto de sitio que nunca llegó a formar parte de nada.

Conforme pasaron los años, sus padres se fueron distanciando aún más el uno del otro. Por lo menos una vez, según el biógrafo de Lindbergh, A. Scott Berg, su madre apuntó con una pistola a su padre en la cabeza (después de enterarse de que se acostaba con su taquígrafa) y por lo menos una vez, en un ataque de furia, él pegó a su esposa. Cuando Charles cumplió diez años, sus padres ya vivían siempre separados, aunque lo mantenían en secreto por el bien de la carrera política de Charles padre. El hijo fue a once escuelas distintas antes de terminar el bachillerato, y en todas ellas se distinguió por su mediocridad. En otoño de 1920 entró en la Universidad de Wisconsin con la esperanza de convertirse en ingeniero. Charles sobrevivió en gran parte porque su madre le hacía los trabajos de clase, aunque al final ni siquiera eso bastó. En mitad del segundo curso de carrera, colgó los estudios y anunció que quería ser aviador. Desde el punto de vista de los padres, era una ambición mortal. Ser piloto era una profesión mal pagada, increíblemente insegura y con poca trayectoria... Y en ningún país eran tan evidentes esos tres puntos flacos como en Estados Unidos.

La aviación durante la década de 1920 fue con diferencia el campo de la tecnología en el que Estados Unidos se quedó más retrasado respecto al resto de países del mundo en toda la historia. En una fecha tan temprana como 1919, Europa inauguró la primera compañía aérea, la KLM, a la que no tardaron en seguir otras. Antes de que terminara el año había vuelos diarios entre Londres y París, y poco después había más de mil pasajeros que realizaban dicho trayecto a la semana. A mediados de la década de 1920 se podía volar casi a cualquier parte de Europa: de Berlín a Leipzig, de Ámsterdam a Bruselas, de París a la lejana Constantinopla (haciendo escala en Praga y Bucarest). En 1927, Francia contaba con nueve aerolíneas, las compañías aéreas británicas volaban cerca de un millón de millas al año, y Alemania llevaba a su destino a 151.000 pasajeros sin percances. En Estados Unidos, cuando empezó la primavera de 1927, el número de vuelos regulares para pasajeros era... cero.

La aviación en Estados Unidos carecía casi por completo de regulación. El país no tenía sistema de licencias ni requisitos de formación. Cualquier persona podía comprar un avión, en la condición que fuese, y transportar pasajeros cobrando de manera legal. El país era tan descuidado en materia aeronáutica que ni siquiera apuntaba el número de accidentes de vuelo y otros percances. La fuente más fiable de la época, el Aircraft Year Book, extraía sus datos de los recortes de periódico. Los autores anónimos de ese volumen anual no dudaban de que la ausencia de regulación retrasaba el progreso y provocaba muertes innecesarias. Escribieron: «Desde el armisticio, cuando los aviones pasaron a estar al alcance de muchos y cayeron en manos expertas e inexpertas, responsables e irresponsables, se calcula sin temor a exagerar que más de trescientas personas han muerto y más de quinientas han resultado heridas (muchas de gravedad) en accidentes de aviación que podrían haberse evitado si hubiera existido y aplicado un estatuto que regulase la operación de los aviones comerciales».

Sin compañías aéreas que les dieran trabajo, los aviadores de Estados Unidos tenían que aceptar casi cualquier empleo que encontraran: limpiar tierras de cultivo, pasear a la gente en las ferias del condado, entretener a los espectadores con giros y acrobacias, exponer carteles anunciadores por el cielo, hacer fotografías aéreas y, sobre todo, transportar el correo; uno de los sectores en los que Estados Unidos destacaba. De todos los empleos relacionados con la aviación, repartir correo era el que mayor estabilidad económica proporcionaba, pero también el más peligroso: treinta y uno de los primeros cuarenta pilotos de correos murieron al estrellarse su avión, y los accidentes se sucedieron con frecuencia durante toda la década de 1920. Los pilotos de correos volaban hiciese el tiempo que hiciese, y muchas veces lo hacían de noche, y sin contar apenas con navegadores ni puntos de referencia. En marzo de 1927, un artículo del Scientific American, titulado «Haces de luz invisibles guían a los hombres pájaro en los vuelos entre ciudades europeas», comentaba con admiración que los pilotos de Europa tenían radiobalizas que les ayudaban a saber al instante cuál era su posición. Por el contrario, la mayor parte de los pilotos de Estados Unidos tenían que buscar una ciudad a simple vista y confiar en que alguien hubiese escrito el nombre en el tejado de un edificio. Cuando no encontraban esa señal (y muchas veces faltaba) los pilotos tenían que emprender un vuelo rasante para leer los carteles de la estación de tren, algo que a menudo les obligaba a hacer maniobras peligrosas. Para los informes meteorológicos, solían llamar a los agentes ferroviarios próximos a su ruta con antelación y les pedían que sacaran la cabeza por la puerta de la estación y les dijeran qué veían.

Semejantes deficiencias caracterizaban casi cualquier ámbito de la aviación civil estadounidense. Hasta 1924, Detroit, la ciudad más grande del país, ni siquiera tenía aeródromo. En 1927, San Francisco y Baltimore seguían sin tenerlo. El aeródromo Lambert, en San Luis, uno de los más importantes del país debido a su ubicación en el corazón del continente, solo existía porque el alcalde Albert B. Lambert, un entusiasta de la aviación, estuvo dispuesto a financiarlo de su propio bolsillo. La zona metropolitana de Nueva York tenía cuatro campos de aviación (tres en Long Island y uno en Staten Island), pero todos eran propiedad privada o del Ejército, y solo ofrecían los requisitos mínimos. Ninguno de los cuatro tenía torre de control, por ejemplo. En realidad, ningún aeródromo de Estados Unidos la tenía.

Hubo que esperar hasta el año 1925 para que el país empezase por fin a hacer frente, aunque fuera de manera indirecta, a las carencias del sector aeronáutico. La persona que más contribuyó a paliar esas deficiencias fue Dwight Morrow, un banquero de Nueva York que no sabía nada sobre aviación, pero a quien pusieron al cargo del Comité de Aviación del presidente, un organismo encargado de investigar la seguridad y la eficacia de la aviación en Estados Unidos, solo porque era amigo del presidente Coolidge. Por una casualidad de lo más extraordinaria, Morrow se convertiría en el suegro de Charles Lindbergh en 1929. Si le hubieran dicho a Morrow que en menos de una década su tímida e intelectual hija, que estudiaba en el Smith College de Massachusetts, iba a casarse con un piloto de correos y antiguo piloto de acrobacias, es de suponer que se habría quedado estupefacto. Y si además le hubieran informado de que para entonces ese piloto se habría convertido en el individuo más célebre del mundo, es razonable pensar que su asombro habría sido inconmensurable. En cualquier caso, gracias a los esfuerzos de Morrow, el presidente Coolidge aprobó la ley de navegación aérea el 20 de mayo de 1926; casualmente, justo un año antes del famoso vuelo de Lindbergh. La ley exigía una formación mínima por parte de los pilotos y la inspección de los aviones empleados en el comercio interestatal, y solicitaba al Departamento de Comercio que llevara un registro de los accidentes. No era mucho, pero al menos era un punto de partida.

Ese era el mundo azaroso y arriesgado en el que aprendió a volar Charles Lindbergh. Su primer vuelo (es más, su primera experiencia de primera mano con un avión) tuvo lugar en la escuela de aviación de Lincoln, Nebraska, el 9 de abril de 1922, dos meses después de que cumpliera veinte años. El aire lo cautivó al instante. Casi de inmediato se embarcó en una carrera corta y peligrosa como piloto acrobático. Al cabo de una semana ya volaba en vertical, y al cabo de un mes (y sin entrenamiento previo) ya estaba saltando en paracaídas desde alturas de vértigo, para deleite de la multitud observante. En el transcurso de esas actividades, también aprendió, de manera totalmente intuitiva, a pilotar. Y demostró que se le daba sorprendentemente bien. Como la mayoría de los jóvenes, Lindbergh era capaz de tener las ocurrencias más temerarias. Parte del trabajo de los pilotos de acrobacias era impresionar a la población con sus dotes para el vuelo, así que en una visita a Camp Wood, Texas, Lindbergh decidió hacerlo despegando desde la calle Mayor de la ciudad: un reto ambicioso, pues los postes de teléfono de la calle estaban a una distancia de solo catorce metros unos de otros, y las alas de su avión tenían una envergadura de trece metros. Mientras tomaba velocidad por la calle, pisó un bache, que hizo que el ala se desviara levemente y tocara uno de los postes. A causa del golpe, el poste cayó hacia un lado y se empotró en el escaparate de una ferretería. Es un milagro que ni él ni los espectadores que había en la calle resultaran heridos.

Los vuelos acrobáticos proporcionaron mucha experiencia práctica a Lindbergh (realizó más de setecientos vuelos en dos años), pero no le enseñaron técnicas de vuelo. En 1924 corrigió esa deficiencia enrolándose en un curso de un año en la reserva de aviación del Ejército, que ofrecía el entrenamiento más avanzado y exigente del momento. Obtuvo unas notas excelentes (la primera vez que destacaba en algo que tuviera que ver con los estudios) y salió de la escuela de aviación con el rango de capitán. Sin embargo, el éxito quedó algo empañado porque coincidió con la muerte de su padre a causa de un problema neurológico, en mayo de 1924. Dado que no había ningún puesto militar libre, aceptó el empleo de piloto de correos en la ruta de San Luis a Chicago, donde adquirió el tipo de recursos que se aprenden cuando uno pilota aviones baratos y poco fiables contra todo tipo de adversidades. Gracias a esa variopinta formación, en la primavera de 1927, Lindbergh era un piloto más experimentado y experto (y tenía mejores dotes) de lo que pensaban sus contrincantes. Tal como demostraron los acontecimientos, era imposible ser mejor piloto que él con solo veinticinco años.

En muchos sentidos, la mayor proeza de Charles Lindbergh en 1927 no fue sobrevolar el Atlántico, sino ingeniárselas para conseguir un avión con el que poder sobrevolar el Atlántico. De algún modo, logró convencer a nueve empresarios de San Luis, duros como el pedernal, entre ellos el epónimo A. B. Lambert, para que lo financiaran, asegurándoles que un avión que llevara el nombre de «San Luis» solo podría servir para mejorar las perspectivas empresariales de la ciudad. La lógica de su argumento se sustentaba con pinzas. Lo más probable era que sus patrocinadores acabaran siendo asociados para siempre con la muerte innecesaria de un piloto joven e idealista, pero ese pensamiento, si llegó a pasárseles por la cabeza, no pareció incomodarlos. A finales de otoño de 1926, los inversores le habían prometido a Lindbergh 13.000 dólares de financiación, sumados a los 2.000 que ya tenía. No era un capital extraordinario, pero con suerte, el piloto esperaba que bastase para comprar un avión de un único motor capaz de cruzar el océano.

A principios de febrero de 1927, Lindbergh cogió un tren rumbo a Nueva York para reunirse con Charles Levine, propietario del avión Columbia. Era el mismo avión que, dos meses más tarde, batiría el récord mundial de resistencia con Chamberlin y Acosta a bordo. Chamberlin también asistió a la reunión de febrero, igual que el excelente diseñador aeronáutico Giuseppe Bellanca, de talante afable, aunque ninguno de los dos dijo gran cosa.

Se reunieron en el despacho de Levine, en el edificio Woolworth de Manhattan. Levine escuchó el discurso de Lindbergh y luego accedió a venderle el avión por 15.000 dólares: un gesto sorprendente, teniendo en cuenta que hasta ese momento Chamberlin confiaba en que iba a dejarlo volar a él con ese avión a París. Además, resultaba un precio más que razonable para un avión que era, sin lugar a dudas, uno de los mejores del mundo y el único capaz de llevar a Lindbergh a Europa en solitario. Eufórico, como es lógico, Lindbergh regresó a San Luis a extender un cheque y confirmar el apoyo de sus patrocinadores, y acto seguido volvió a Nueva York para cerrar la transacción. En la segunda visita, mientras Lindbergh le tendía un cheque de caja por la cantidad acordada para la compraventa, Levine mencionó por casualidad que aunque estaba encantado de hacer un trato como el que acababan de acordar, por supuesto se reservaba el derecho de elegir a la tripulación.

Lindbergh se quedó de piedra. Era una proposición ridícula. ¡Cómo iba a comprar un avión para que un piloto elegido por Levine realizara el vuelo y recibiera toda la gloria! Lindbergh acababa de descubrir, igual que lo harían otros muchos antes y después de él, que cuando se trataba de negocios, Charles A. Levine era un genio para las trampas. Casi todas las personas que hacían tratos con Levine encontraban motivos para desconfiar de él o acababan despreciándolo. El propio Bellanca se enemistaría con él antes de que terminara junio. Lindbergh retiró el cheque y, con todo su pesar, emprendió el viaje de vuelta a San Luis.

Para Lindbergh, el panorama se presentaba peor que negro. Desesperado, mandó un telegrama a una empresa modesta de San Diego, Ryan Airlines, y les preguntó si podrían construir un avión para cruzar el Atlántico y, de ser así, cuánto costaría y cuánto tardarían en tenerlo fabricado. La respuesta no se hizo esperar y fue de lo más alentadora. Ryan Airlines podía fabricar el avión en sesenta días por 6.000 dólares, más los gastos del motor, que instalarían a precio de coste. Resulta que Ryan necesitaba el encargo tanto como Lindbergh necesitaba el avión.

El 23 de febrero, transcurridas poco más de tres semanas desde su vigésimo quinto cumpleaños, y tres meses antes de que volara a París, Lindbergh llegó a la fábrica de Ryan Airlines en San Diego. Allí conoció al presidente, B. F. Mahoney, y al jefe de ingenieros, Donald Hall. Ambos eran poco mayores que él. Aunque la compañía se llamaba Ryan, en realidad Ryan se la había vendido a Mahoney unas semanas antes: hacía tan poco que en realidad no habían tenido ni tiempo de cambiar el nombre de la empresa. Donald Hall también había entrado en la empresa hacía solo un mes, un golpe de suerte increíble para Lindbergh, pues Hall era un diseñador industrial diligente y con muchas cualidades: justo lo que necesitaba Lindbergh.

A lo largo de los dos meses siguientes, toda la mano de obra de Ryan (treinta y cinco personas) trabajó a destajo en el avión de Lindbergh. Hall se esforzó hasta el límite de sus fuerzas: en una ocasión llegó a trabajar treinta y seis horas seguidas. De lo contrario habría sido imposible construir el avión en tan poco tiempo, pero, claro, los empleados de Ryan tenían buenos motivos para trabajar tanto. Ryan no tenía pedidos y estaba al borde de la bancarrota cuando llegó Lindbergh. Cuesta imaginar lo que debían de pensar los empleados de ese joven larguirucho del Medio Oeste que merodeaba por la fábrica en todo momento y les cuestionaba hasta el menor movimiento de una forma tan irritante que les sacaba de quicio. Sin embargo, Lindbergh y Hall se cayeron extraordinariamente bien, y eso era lo importante.

El Spirit of St Louis se basaba en un modelo ya existente, el Ryan M-2, pero hubo que hacer muchos ajustes para que el avión pudiera soportar un vuelo transoceánico. La carga de combustible incomparablemente pesada que se requería hizo imprescindible que Hall rediseñara las alas, el fuselaje, el equipo de aterrizaje y los alerones. Palabras mayores. No les quedó otro remedio que realizar gran parte de las modificaciones a partir de la improvisación y las pruebas; en ocasiones hasta límites sorprendentes. De repente cayeron en la cuenta de que no sabían a ciencia cierta a qué distancia se hallaba Nueva York de París siguiendo la ruta más directa, así que fueron a una biblioteca municipal y midieron la distancia en un globo terráqueo con una cuerda. Con semejantes medios técnicos se fabricó uno de los aviones más impresionantes de la historia.

Lindbergh no quería verse aprisionado entre el motor y el depósito de combustible (demasiados pilotos habían quedado ya aplastados por ese motivo en aterrizajes forzosos), así que colocaron el depósito principal en la parte delantera del avión, donde solía estar la cabina, y retrasaron un poco la ubicación de la cabina. Eso le restaba visibilidad delantera, pero el tema le preocupaba menos de lo que cabría esperar. De todas formas, no habría podido ver el suelo durante el despegue, porque los aviones se inclinan hacia atrás cuando se disponen a despegar, y una vez en el aire, sobrevolaría un océano vacío en el que no habría nada con lo que poder chocarse. Podía echar un vistazo rápido a lo que tenía delante si «cangrejeaba», una maniobra en la que el avión se ponía ligeramente de lado, pero seguía volando hacia delante, de modo que por unos instantes la ventanilla lateral pasaba a sustituir a la luna delantera. Y además, uno de los mecánicos, un antiguo submarinista llamado Charlie Randolph, instaló un sencillo periscopio que Lindbergh podía utilizar si era necesario, pero no llegó a emplearlo.

Una vez terminado, el avión no parecía precisamente un último modelo. Lindbergh tenía que volar con dos pedales y una palanca entre las piernas. El panel de mandos tenía apenas diez funciones rudimentarias; once, si se contaba el reloj. Una notoria ausencia era el indicador de combustible. A Lindbergh no le parecía que los indicadores fuesen lo suficientemente fiables. Calculaba el consumo de combustible mentalmente, aunque en realidad ese cálculo únicamente servía para ejercitar la mente, porque solo había dos posibilidades: o tendría suficiente combustible o no lo tendría. Por otro lado, el avión no tenía frenos. En 1927, los aviones casi nunca llevaban frenos. En la mayoría de las circunstancias era irrelevante, pero su ausencia se demostraría inquietante cuando, más adelante, las multitudes corrieran en manada por las pistas en las que Lindbergh aterrizaba.

La carcasa del avión estaba forrada de algodón Pima pintado con seis capas de un barniz con pigmento de aluminio: una especie de barniz aromático que hacía que el algodón se encogiera hasta ajustarse por completo al esqueleto de madera y tubos de acero. Aunque el Spirit of St Louis parecía metálico, y muchas noticias de prensa de la época lo describían así, solo el morro era de verdad de metal. En el resto del avión, una mísera capa de lona separaba a Lindbergh del mundo exterior, así que dentro del Spirit of St Louis había un ruido ensordecedor que recordaba lo enclenque y poco segura que era su estructura. Era similar a cruzar el Atlántico en una tienda de campaña. Lindbergh y los demás competidores en la aventura transatlántica se adelantaron por pelos a un gran invento de la época, del que ahora casi no se habla: el Alclad, una clase nueva de aluminio inoxidable inventado por Alcoa, que se presentó un año más tarde. Durante los siguientes ochenta años (hasta la introducción de las fibras de carbono) prácticamente todos los aviones construidos en el mundo tenían la carrocería de Alclad; por desgracia, en 1927 no. Por lo menos, Lindbergh contaba con una hélice de metal, que era mucho más fiable y resistente a las roturas que las hélices de madera que se empleaban hasta pocos años antes. Los aviadores estadounidenses presentaban otra ventaja sobre sus competidores europeos, algo que en esa época todavía no se comprendía. Todos ellos empleaban combustible de California, que tenía una combustión más limpia y era más eficiente que otros combustibles. Nadie comprendía a qué se debía su superioridad de rendimiento porque todavía no había nadie que entendiera el sistema de octanos (no se estudió hasta la década de 1930), pero fue lo que logró que la mayor parte de los aviones de Estados Unidos cruzaran el océano mientras que los de otros países se perdían en el mar.

Como muchos han dicho, una vez terminado el Spirit of St Louis era poco más que un tanque de combustible volador. Aunque era mucho más elegante que los aviones construidos unos cuantos años antes, todavía llevaba un montón de quincalla: los cilindros que salían del motor, los numerosos montantes y cables tensores y, sobre todo, el equipo de aterrizaje fijo, con sus dos ruedas colgando al viento: todo eso ejercía la misma resistencia que el brazo cuando se saca por la ventanilla del coche. Para maximizar el rendimiento del carburante, se eliminó todo el peso innecesario. Lindbergh no se llevó nada superfluo. Según algunos periodistas, llegó a recortar el margen blanco de los mapas de aviación.

Debido a todas las limitaciones de diseño, el avión no era ni por asomo tan estable como debería haberlo sido (algo que preocupaba muchísimo a Hall), pero no había tiempo para mejorarlo, y Lindbergh estaba convencido, probablemente con razón, de que tener que realizar más funciones durante el vuelo le ayudaría a mantenerse despierto. «Lindbergh no quería un avión innovador», dice Alex Spencer, del Museo Nacional del Aire y el Espacio de la Institución Smithsonian, en Washington. «Lo único que quería era contar con la tecnología que estuviera probada y comprobada».

La única parte que presentaba un diseño nuevo era el motor, un Wright J-5 Whirlwind de 223 caballos. De hecho, era lo único de todo el avión que, sin lugar a dudas, tenía tecnología punta. El motor J-5 estaba refrigerado por ventilación, lo que lo hacía más sencillo, más ligero y más seguro que los aviones convencionales, refrigerados con agua, y presentaba dos ventajas adicionales. Fue la primera máquina del mundo a la que se incorporaron válvulas Samuel Heron, refrigeradas con sodio, algo que eliminaba el engorroso problema de las válvulas que se ahogaban al chamuscarse, y además, tenía unos brazos móviles con autolubricación, lo que permitía que las válvulas funcionaran sin parar durante horas sin necesidad de mantenimiento. El J-5 se utilizó por vez primera en el vuelo al Polo Norte de Richard Byrd, realizado en 1926, y cumplió su función de forma admirable. Como veremos, lo irónico es que probablemente Byrd nunca llegara a acercarse siquiera al Polo Norte.

Lindbergh ejecutó su primera prueba de vuelo el 28 de abril, dos meses después de haber encargado la fabricación del aeroplano. El avión respondió mejor de lo que el piloto se atrevía a esperar. Era ágil y rápido (llegó a ponerlo a 206 kilómetros por hora en el primer vuelo), y desde luego, conseguía despegarse del suelo y alzar el vuelo; por lo menos, cuando iba poco cargado. A lo largo de los diez días siguientes, Lindbergh voló con el avión otras veintidós veces. Casi todas ellas se trató de breves vuelos de prueba, de entre cinco y diez minutos. En una serie de pruebas realizadas el 4 de mayo, fue aumentando progresivamente la carga de combustible, de 172 decímetros cúbicos a 1.360 decímetros cúbicos, pero aun así, le faltaban otros 680 decímetros cúbicos para llegar a la cantidad que precisaría cuando despegara en Nueva York. No se atrevía a forzar más el avión debido al peligro de aterrizar con el depósito lleno. La única prueba auténtica de las prestaciones del avión sería el propio vuelo a París.

A esas alturas Lindbergh se moría de ganas de emprender el vuelo. Desde Nueva York se extendió el rumor de que el America de Byrd y el Columbia de Levine estaban listos para partir. Lo único que los frenaba era el mal tiempo. Entonces llegó la noticia de que Nungesser y Coli habían salido de París y estaban en ruta hacia Estados Unidos. Lindbergh, bastante desalentado, se planteó cambiar de planes por completo e intentar ser el primer aviador que cruzara el Pacífico, volando hasta Australia desde Hawái: un reto mucho mayor que, con toda probabilidad, habría acabado con su vida. No obstante, abandonó esa idea de inmediato cuando se publicó la noticia de que Nungesser y Coli se habían perdido y se les daba por muertos. Si conseguía llegar a Nueva York antes de que las tormentas que azotaban buena parte del continente se apaciguaran, todavía tenía una oportunidad de ganar.

La tarde del 10 de mayo, poco antes de las cuatro de la tarde, hora de California, Charles Lindbergh se montó en la cabina de su flamante avión nuevo y despegó. Una vez que se estabilizó en el aire, puso rumbo al este y, con la suprema confianza que da la juventud, se dirigió a San Luis y se metió de cabeza en el peor tiempo atmosférico que había visto Estados Unidos desde hacía años.

1.927: Un verano que cambió el mundo

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