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Capítulo 2

El mariscal de campo Tamas se encontraba sobre la entrada sur de Budwiel, observando el ejército keseño. Aquella muralla era el punto más austral de Adro. Si arrojaba una piedra hacia delante, esta aterrizaría en territorio keseño, y quizá rodara por el declive del Gran Camino del Norte hasta llegar a los piquetes keseños apostados en los bordes de su ejército.

Las Puertas de Wasal, un par de riscos de unos ciento cincuenta metros de altura, se elevaban a ambos lados, divididos por miles de años de erosión ocasionada por el agua que fluía desde el mar Ad, atravesaba el Camino de Surkov y alimentaba los campos de grano de la Expansión Ámbar, en el norte de Kez.

El ejército keseño había dejado las ruinas humeantes del Pico del Sur hacía solo tres semanas. Los informes oficiales estimaban que el ejército que había asediado la Fortaleza de la Corona contaba con doscientos mil soldados, acompañados por seguidores de campamento que incrementaban ese número a casi setecientos cincuenta mil.

Según sus exploradores, ahora el número total sobrepasaba el millón.

Una pequeña parte de Tamas se encogía de miedo ante semejante número. El mundo no había visto un ejército de ese tamaño desde las guerras de la Desolación, hacía más de mil cuatrocientos años. Y ahora se encontraba a su puerta, intentando arrebatarle su nación.

Tamas podía reconocer a los soldados nuevos sobre las murallas por el volumen de los gritos ahogados que lanzaban al ver al ejército keseño. Casi podía oler el miedo de sus propios hombres. La expectativa. El terror. No estaban en la Fortaleza de la Corona, fácilmente defendible por unas pocas compañías. Aquello era Budwiel, una ciudad comercial de unos cien mil habitantes. Las murallas estaban en mal estado y había demasiadas entradas, además muy anchas.

El mariscal de campo no permitió que su cara reflejara el miedo. No se atrevía. Enterró sus preocupaciones tácticas, el terror que sentía a causa de que su único hijo estuviera en coma en Adopest, el dolor que aún le atravesaba la pierna a pesar de los poderes curativos de un dios. Su semblante no mostraba nada, salvo el desdén por la osadía de los comandantes keseños.

Unas pisadas constantes resonaron en las escaleras de piedra que había detrás de él, y se le unió el general Hilanska, comandante de la artillería de Budwiel y de la Segunda Brigada.

Hilanska era un hombre de un sobrepeso excesivo, tenía unos sesenta años, era viudo hacía diez y era veterano de las campañas gurlas. Le faltaba el brazo izquierdo a la altura del hombro, se lo había arrancado una bola de cañón hacía unos treinta años, cuando aún no era capitán. Él nunca había permitido que ni su brazo ni su peso afectaran su desempeño en el campo de batalla, y solo por eso tenía el respeto de Tamas. Por no mencionar que sus cañoneros podían arrancarle la cabeza a un soldado de caballería en pleno galope a casi setecientos cincuenta metros.

Dentro del Estado Mayor de Tamas, cuyos integrantes habían sido elegidos por sus capacidades y no por su personalidad, Hilanska era lo más cercano que Tamas tenía a un amigo.

—Los he estado observando aumentar sus filas durante semanas y no dejan de impresionarme —dijo Hilanska.

—¿Por sus efectivos? —preguntó Tamas.

Hilanska se inclinó sobre el borde de la muralla y escupió.

—Por su disciplina. —Extrajo el catalejo de su cinturón, lo extendió con un tirón bien practicado de su única mano y se lo llevó al ojo—. Todas esas malditas tiendas blancas como el papel, alineadas hasta donde llega la vista. Parece una maqueta.

—Alinear medio millón de tiendas no hace que un ejército sea disciplinado —dijo Tamas—. Yo he trabajado con comandantes keseños. En Gurla. Mantienen a sus hombres a raya por medio del miedo. Eso hace que tengan un campamento limpio y bonito, pero cuando se enfrentan a otros ejércitos, no tienen resistencia. Se quiebran a la tercera descarga. —“No como mis hombres”, pensó. “No como las brigadas adranas”.

—Espero que tengas razón —dijo Hilanska.

Tamas observó a los centinelas keseños haciendo sus rondas a poco menos de un kilómetro de distancia; estaban perfectamente a tiro de los cañones de Hilanska, pero no valía la pena gastar la munición en ellos. El cuerpo principal del ejército acampaba unos tres kilómetros más allá; sus oficiales temían más a los magos de la pólvora de Tamas que a los cañones de Hilanska.

El mariscal se aferró al borde de la muralla de piedra y abrió su tercer ojo. Sintió una oleada de mareo, y luego pudo ver con claridad el Otro Lado. El mundo adquirió un brillo color pastel. En la distancia se veían luces, que resplandecían como los fuegos de una patrulla enemiga durante la noche: el fulgor de los Privilegiados y de los Guardianes de Kez. Tamas cerró el tercer ojo y se masajeó la sien.

—Aún lo estás considerando, ¿verdad? —preguntó Hilanska.

—¿Qué cosa?

—Invadir.

—¿Invadir? —preguntó Tamas con tono burlón—. Tendría que estar loco para lanzar una ofensiva contra un ejército diez veces más grande que el nuestro.

—Tienes esa mirada, Tamas. Como un perro jalando de su cadena. Te conozco hace demasiado tiempo. Ya has dicho que tienes la intención de invadir Kez si se te presenta la oportunidad.

El mariscal observó a esos centinelas. El ejército de Kez estaba tan alejado que sería casi imposible tomarlos desprevenidos. El terreno no ofrecía una buena cobertura para lanzar un ataque nocturno.

—Si pudiera llevar a la Séptima y a la Novena hasta allí manteniendo el factor sorpresa, podría atravesar el corazón de su ejército y estar de regreso en Budwiel antes de que supieran qué les ha pasado —dijo Tamas en voz baja.

El corazón se le aceleró con solo pensar en eso. No debía subestimarse a los keseños. Tenían la ventaja numérica. Aún les quedaban algunos Privilegiados, incluso después de la batalla por el Pico del Sur.

Pero Tamas sabía de lo que eran capaces sus mejores brigadas. Conocía las estrategias de Kez y estaba al tanto de sus debilidades. Los soldados keseños eran reclutados de la inmensa población de campesinos. Sus oficiales eran nobles que habían comprado sus ascensos. No eran como sus hombres: patriotas, hombres de acero y de hierro.

—Algunos de mis muchachos estuvieron explorando un poco —dijo Hilanska.

—¿Ah, sí? —Tamas sofocó la irritación de ver interrumpidos sus pensamientos.

—¿Conoces las catacumbas de Budwiel?

Tamas asintió con un gruñido. Las catacumbas se extendían debajo del Pilar Oeste, una de las dos montañas que constituían las Puertas de Wasal. Eran una mezcla de cavernas naturales y artificiales, utilizadas para alojar a los muertos de Budwiel.

—Su acceso está prohibido para los soldados —dijo, sin poder evitar el tono de reproche.

—Ya lidiaré con mis muchachos, pero quizá quieras oír lo que tienen que decir antes de hacer que los azoten.

—A menos que hayan descubierto una red de espionaje keseña, dudo que sea relevante.

—Mejor aún —dijo Hilanska—. Encontraron un camino por donde enviar a tus hombres a Kez.

Tamas sintió que el corazón se le aceleraba ante la idea.

—Llévame con ellos.

La campaña escarlata (versión latinoamericana)

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