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Capítulo 9

Taniel recorrió deprisa las calles de Adopest cegado por la incredulidad. ¿Tamas, muerto? No podía ser. El viejo desgraciado era demasiado terco para morir. Era avanzada la mañana y había bastante tránsito; no le quedaba otra que abrirse paso entre los peatones con el hombro y esquivar carruajes y carros. Oía a Fell disculpándose con la gente a la que él derribaba.

Taniel se detuvo un momento para asegurarse de que Ka-poel seguía allí. Estaba justo a su lado, fiel como su propia sombra. Fell surgió de la multitud. Del mensajero que los había hallado en el fumadero de mala no había ni rastro.

—Pole —dijo Taniel—. ¿Sabes si está muerto? —Ella pareció desconcertada. Él la tomó por los hombros y la acercó—. ¿Alguna vez hiciste una figura de él? ¿Tienes algún tipo de conexión?

Su gesto de concentración desapareció y luego negó con la cabeza. Nada.

—Diablos. —Taniel se volvió.

—Lamento lo de su padre —dijo Fell, ya llegando a su lado.

—Creeré que el viejo cabrón está muerto cuando vea su cuerpo —dijo. De pronto sintió que se descomponía cuando en su mente vio una imagen de Tamas tendido frío y rígido en un ataúd abierto. Hizo a un lado la visión, pero tuvo que inclinarse sobre Ka-poel para apoyarse.

Ella lo miró con sus ojos verdes cristalinos. En ellos había una mezcla de emociones: ira, desconcierto, compasión, determinación. Sus ojos se endurecieron y él apartó la mirada.

—En fin, ¿dónde diablos estamos? No reconozco nada.

—Eso es porque estuvo corriendo a ciegas entre la gente —respondió Fell—. Para ir al Tribunal del Pueblo es por aquí. —Señaló hacia el este. Habían estado yendo hacia el norte.

Taniel asintió con la cabeza.

—Te seguimos —le dijo. Aún tenía la mano sobre el hombro de Ka-poel. Ella no lo había movido—. Pole —le dijo—, yo... —Se detuvo. Su mente era pura neblina, pero el hombre que se le acercaba por la calle le pareció familiar. Podría haber jurado que lo había visto pasando el rato en el fumadero de Kin. Era alto, de hombros anchos y tenía una leve cojera. Había algo fuera de lugar en él.

El hombre levantó la vista y miró a Taniel a los ojos. Fue toda la advertencia que Taniel recibió.

El sujeto dio dos saltos enormes hacia él. Hizo a un lado a Ka-poel con el hombro y luego Taniel sintió que el puño del sujeto impactaba en su esternón. El golpe lo levantó en el aire, por encima de las cabezas de la multitud. Cayó al suelo y golpeó con el hombro sobre los duros adoquines.

Taniel comenzó a respirar entrecortadamente. ¿Se le habían roto las costillas?

Una pequeña multitud se juntó a su alrededor. Oyó unas voces que preguntaban si se encontraba bien. Un caballero tocó el brazo de Taniel con el bastón. Una mujer gritó.

Solo una clase de criatura podría haberlo golpeado con tanta fuerza.

Un Guardián.

Taniel tomó el bastón del caballero, ignoró su grito de protesta y se puso de pie justo a tiempo para ver a una joven que era arrojada al suelo, mientras el Guardián avanzaba a los empujones y tomaba a Taniel del cuello con ambas manos.

De la garganta del Guardián surgió una hoja de acero, que se detuvo a unos pocos centímetros de los ojos de Taniel. El Guardián lo arrojó al suelo y se volvió, lo que dejó a la vista un estilete que tenía clavado en la nuca, justo en la columna vertebral. El Guardián borboteó y atacó a Fell, que lo esquivó mucho más rápido de lo que Taniel habría imaginado que fuera capaz.

Taniel se puso de pie de un salto y golpeó la parte de atrás de la cabeza de la criatura con el bastón. Aunque era de madera dura, se hizo astillas por la fuerza del impacto.

El Guardián se estremeció levemente. Se volvió hacia él, luego hacia Fell, como si estuviera decidiendo qué amenaza atacar. Mientras ellos lo observaban, extrajo un pañuelo del bolsillo, extendió la otra mano hacia la nuca y se extrajo el estilete de su propia columna. Una sangre negra y repugnante brotó del agujero de su cuello. Taniel oyó que alguien vomitaba con violencia en la calle.

El Guardián presionó el pañuelo contra la herida para detener la hemorragia. Todo aquel procedimiento espeluznante había durado unos cinco o seis segundos. Entonces se volvió hacia Fell y saltó deprisa.

Taniel estaba listo. Saltó hacia delante sosteniendo el extremo dentado del bastón roto como si fuera una daga. Echó el brazo hacia atrás para clavar su arma improvisada en la espalda del Guardián.

Algo lo golpeó desde un lado. Sus dientes castañearon. La visión se le oscureció.

Un segundo después, Taniel tenía la vista clavada en el rostro deformado de otro Guardián, que tenía la rodilla apoyada contra su pecho y las manos alrededor de su cuello. Taniel se retorció, pero no tenía la fuerza para defenderse. Necesitaba pólvora.

Logró levantar la rodilla y colocarla entre ellos, lo que le quitó el peso de la criatura de encima del pecho. Con el brazo que tenía libre, atacó con el bastón y se lo clavó profundamente en el brazo del Guardián, que se rio y volvió a apoyarle la rodilla en el pecho.

Taniel gruñó mientras la rodilla se hundía sobre su esternón con más peso. Ka-poel trepó a la espalda de la criatura. Le clavó su larga aguja en la columna vertebral una y otra vez. El Guardián se sacudió como un toro intentando librarse de un jinete inesperado. A Taniel le pareció sentir que algo se le rompía dentro del pecho.

La criatura se puso de pie, incapaz de quitarse a Ka-poel de la espalda, y Taniel resopló, sintiendo con regocijo que el aire volvía a llenarle los pulmones. Necesitaba alejarse. Irse de allí. Necesitaba pólvora.

Rodó hasta quedar tendido sobre el estómago y luego logró ponerse de rodillas. El Guardián le lanzó una patada y lo volvió a arrojar sobre los adoquines. Taniel se puso de pie con dificultad. Detrás de él, Ka-poel luchaba por mantenerse sobre la espalda de la criatura mientras esta extendía sus desproporcionados brazos para tratar de quitársela de encima.

Para entonces, la gente llamaba a los gritos a la policía. Se había reunido una multitud, pero mantenían la distancia.

Ka-poel no podía ganar esa pelea. Pero, claro, tampoco podía Taniel. Extendió los sentidos. Tenía que haber pólvora por algún lado. Alguien tenía que tener un poco.

Avanzó tambaleante hacia un joven con bombín que llevaba un rifle al hombro. Se trataba de un Hrusch y parecía recién comprado: no había sido disparado ni una vez. Taniel tomó al joven por la pechera de la camisa.

—¡Tu cuerno de pólvora! ¡Dámelo ya!

El joven intentó separarse de él. Taniel extendió una mano hacia su kit y sintió que sus dedos se cerraban alrededor de la forma suave y cilíndrica de un cuerno de pólvora. Lo extrajo triunfal de la bolsa y se volteó; vio que Ka-poel seguía encima de la espalda del Guardián a duras penas.

—¡Pole, abajo!

Ella se soltó y fue arrojada a un lado. Taniel sostuvo el cuerno de pólvora como una granada y lo arrojó por encima de su cabeza. Extendió la mente para encender la pólvora y dirigir la explosión para hacer pedazos a la criatura.

No sucedió nada.

El Guardián atajó el cuerno de pólvora con una mano. Miró a Taniel a los ojos, giró el cuerno para que el extremo cónico apuntara hacia sí mismo y mordió el cuerno. De sus labios comenzó a derramarse pólvora. Lamió la pólvora con la lengua y la molió con los dientes.

Taniel retrocedió hasta que chocó contra el joven al que le había robado el cuerno de pólvora.

—Cargas —le dijo—. ¡Necesito cargas de pólvora! —gritó. Un sudor frío brotó de su frente. Aquel Guardián, aquella cosa...

El joven se volvió y huyó. Taniel oyó alaridos y vio más gente corriendo. Intentó retroceder otro paso, y la bota golpeó contra algo. El joven había dejado caer su kit y su rifle.

Taniel hurgó dentro de la bolsa a toda prisa, asegurándose de no quitarle la vista de encima al Guardián. Había un puñado de cargas de pólvora. Rompió el extremo de una de ellas con los dedos y se echó una línea de pólvora negra sobre el dorso de la mano. El Guardián seguía comiendo la pólvora del cuerno. Se la estaba comiendo toda.

No tenía sentido, pero de alguna manera, aquel Guardián era un reflejo deformado del propio Taniel. Aquel Guardián era un mago de la pólvora. Taniel aspiró la pólvora.

Por unos momentos, pensó que iba a desmayarse. En los límites de su visión el mundo quedó a oscuras, pero luego todo se volvió repentinamente tan claro que hizo que le dolieran los ojos. Flexionó las manos, luego se tanteó el pecho. No le dolía. Apretó los dientes y tomó el rifle con ambas manos.

El Guardián se le echó encima sin advertencia alguna. Taniel dio un paso a un lado y tomó el cañón con ambas manos, alzando la culata por encima de su hombro, y lanzó un latigazo con el rifle que dio de lleno en el rostro de la criatura.

La culata de nogal se hizo pedazos y el Guardián cayó dando un golpe de lo más satisfactorio. Luego, se puso boca abajo y empujó con los brazos hasta quedar de rodillas, luego se lanzó hacia el pecho de Taniel.

Taniel retrocedió, intentando permanecer de pie. Le resultaría imposible hacer caer a un Guardián al suelo por la fuerza; al menos, si el Guardián se encontraba en un trance de pólvora. Plantó un pie detrás de él para detener su retroceso y envolvió los brazos alrededor del abdomen del Guardián. Lo empujó para hacerlo perder el equilibrio y lo soltó.

La criatura rodó y luego se puso de pie lentamente.

Su rostro era un amasijo de carne destrozada y astillas de madera. Le brotaba sangre de la nariz y de la boca, y tenía un ojo tan hinchado que no podía abrirlo. Le mostró los dientes. Le faltaba media dentadura.

—¿Qué diablos eres? —preguntó Taniel.

El Guardián inclinó la cabeza hacia un lado. Se levantó el cabello castaño, que llevaba atado en una coleta sobre el hombro derecho, y reveló la roncha roja y abultada. Le habían quemado en la piel la imagen de un rifle del largo de un dedo.

Era la marca que los Privilegiados keseños les hacían a los magos de la pólvora antes de ejecutarlos.

El Guardián soltó el cabello. Observó a Taniel por un momento, y luego miró hacia un lado. Ka-poel estaba agazapada allí, con su larga aguja en la mano. Le gruñó al Guardián.

—Pole, aléjate...

El Guardián brincó hacia ella. Se movía con una velocidad increíble, y cruzó la distancia en un abrir y cerrar de ojos.

Taniel era más rápido ahora que estaba en el trance de pólvora. Se lanzó contra el Guardián y vio que la criatura se retorció en el último momento. El puño de Taniel voló más allá del rostro del Guardián, y los dedos del Guardián volvieron a cerrarse con fuerza alrededor de su cuello.

Ahora no intentaría asfixiarlo. Le retorcería el cuello y se lo quebraría como un niño rompe un fósforo.

Taniel le dio un puñetazo en el pecho al Guardián, y este gruñó levemente. Taniel lo golpeó una y otra vez, con la velocidad de un rayo. Sintió que los dedos del Guardián perdían fuerza. Ka-poel se arrojó sobre el Guardián. Él le dio un revés que la lanzó hacia los adoquines.

La visión periférica de Taniel se volvió roja. En su mente, vio el cuerpo de Ka-poel en la calle, con el cuello torcido en un ángulo equivocado, con los ojos sin vida clavados en el cielo.

De pronto, el Guardián comenzó a derrumbarse. Taniel apretó el puño, lo retiró...

Y se detuvo, horrorizado. Tenía la mano cubierta por la sangre negra del Guardián. Entre los dedos sostenía una de las gruesas costillas de la criatura, con la carne aún adherida. Bajó la mirada. El Guardián, ya abatido, tenía la mirada fija en él. Su abrigo estaba empapado de sangre.

Taniel volvió a tener la visión mental del cuerpo sin vida de Ka-poel y clavó la costilla en un ojo del Guardián.

Luego se quedó allí de pie, jadeando. Algo lo tocó y él casi lanzó un alarido de lo tenso que tenía el cuerpo. Era Ka-poel. No estaba muerta. Colocó una de sus pequeñas manos en la de él, haciendo caso omiso a la sangre del Guardián.

—Nunca vi a un mago de la pólvora hacer eso —dijo Fell sin aliento, mientras se acercaba a ellos por la calle desierta.

La parte delantera del guardapolvo de la subsecretaria estaba cubierto de sangre negra, y también de un poco de la suya. Tenía una mejilla roja e hinchada, pero no parecía notarlo.

—¿Dónde está el otro Guardián? —preguntó Taniel.

—Huyó —dijo Fell.

—Tú no eres tan solo una subsecretaria —dijo Taniel, recordando el estilete que Fell, sin temor, había clavado en la garganta de un Guardián—. Los Guardianes no huyen.

—Este lo hizo cuando vio lo que usted le hizo a su amigo —dijo—. Yo solo lo mantuve ocupado hasta entonces. —Se sorbió la nariz—. Usted no es un mago de la pólvora común y corriente.

Taniel se miró las manos. Había atravesado la piel del Guardián de un puñetazo y le había arrancado una costilla. Nadie podía hacer eso. Ni siquiera él, en su trance de pólvora más intenso. Pero claro, quizá el asesino de un dios sí pudiera. Algo le había sucedido en el Pico del Sur.

—Supongo que no. —Miró la carnicería que había a su alrededor. Las personas más cercanas se encontraban a unos setenta y cinco metros, observando y señalando. Oyó los silbatos de la policía adrana que se acercaba—. Esto fue una trampa —dijo—. Una trampa de Kez. ¿Cómo es que están en la ciudad? Pensé que Tamas había acabado con el traidor de Charlemund y con su cómplice keseño.

—Así es —dijo Fell. Parecía preocupada.

Taniel tomó una carga de pólvora y cerró los ojos. Había regresado al trance de pólvora. Se sentía increíblemente. Sus sentidos estaban vivos. Podía oler cada aroma que flotaba en el aire, oír cada sonido de la calle.

Su corazón aún retumbaba por la pelea.

—Me voy —dijo tomando a Ka-poel de la mano.

—Ricard... —comenzó a decir Fell.

—Se puede ir al diablo —dijo Taniel—. Me iré hacia el sur. Si Tamas verdaderamente está muerto, y los keseños están convirtiendo magos de la pólvora en Guardianes, el ejército me necesita.

Tamas cabalgaba junto a Olem, a la cabeza de la Séptima Brigada. Detrás de ellos, la columna se extendía a lo largo del Gran Camino del Norte, que se elevaba y caía por las estribaciones de las montañas Adranas. Sus hombres ya estaban cansados, cubiertos de polvo, y la travesía para regresar a Adro casi no había comenzado.

Marchaban hacia el noroeste sin la protección de la niebla mágica de Mihali, que les había permitido escapar del ejército keseño hacía cuatro días. Hacia el este, la cordillera de las montañas Adranas recortaba el cielo con sus picos escarpados y cubiertos de nieve, mientras que el sofocante calor del verano abatía al ejército de Tamas. Hacia el sur y hacia el oeste, la Expansión Ámbar (el granero de los Nueve y la fuente de la gran riqueza de Kez) se extendía más allá de donde llegaba la vista.

Tamas habría preferido marchar a pie junto a sus hombres. Pero seguía teniendo punzadas de dolor en la pierna, y necesitaba poder recorrer rápido la columna. Bajo sus órdenes, muchos caballos de los oficiales habían sido redistribuidos a los centinelas y se habían unido a sus doscientos hombres de caballería para explorar.

—Nos estamos quedando sin comida —dijo Olem desde su caballo, junto a Tamas.

No era la primera vez que lo mencionaba y no sería la última.

—Lo sé —dijo Tamas.

Sus hombres contaban con el kit básico, que equivalía a una semana de raciones para el camino. No tenían seguidores de campamento ni caravana de suministros. Habían ido a paso ligero durante cuatro días, y a él no le cabía duda de que algunos de los muchachos ya habían terminado sus reservas, a pesar de las órdenes.

—Da la orden de reducir las raciones a la mitad —dijo Tamas.

—Ya lo hicimos, señor. —Olem masticaba nerviosamente la colilla de un cigarrillo.

—Hazlo de nuevo.

Tamas miró hacia el oeste. Era exasperante. Millones de hectáreas de granjas a la vista, al parecer a muy poca distancia. La realidad era que no podían estar más lejos. Las cosechas más cercanas podían estar a doce o trece kilómetros de distancia, y sin caminos que les permitieran llegar a ellas. No había forma de atravesar las estribaciones y llegar a la llanura, buscar comida con más de diez mil soldados y regresar al camino sin perder dos días completos de marcha.

Esa era la ventaja que les llevaban a los ejércitos keseños, y el mariscal no podía arriesgarse a perderla, ni siquiera por comida.

—Organiza más equipos de aprovisionamiento —indicó—. De veinte hombres cada uno. Diles que, al explorar, no se alejen más de un kilómetro y medio del Camino del Norte.

—Tendremos que aminorar la marcha —dijo Olem. Escupió la colilla y llevó una mano al bolsillo en busca de otro cigarrillo, pero lo observó por un momento y lo volvió a guardar. Murmuró algo en voz baja.

—¿Disculpa? —preguntó Tamas.

—Dije que me quedaré sin cigarrillos tarde o temprano.

Los cigarrillos eran la menor de las preocupaciones de Tamas.

—Los hombres están exhaustos. —Se volvió sobre la montura para mirar la columna, que se extendía detrás de ellos—. No puedo obligarlos a ir paso ligero otro día. Si han podido avanzar tan rápido durante tanto tiempo es gracias a lo que quedaba de la comida de Mihali.

Olem hizo un saludo y avanzó por la columna.

Tamas deseaba que el dios los hubiera acompañado en la maniobra fallida de flanqueo. Pasó la mirada por el rostro de los soldados de la Séptima y de la Novena. En general, le devolvían la mirada. Aquellos eran hombres duros. Los mejores de los mejores. Habían recorrido cuarenta kilómetros por día durante cuatro días. La infantería de Kez hacía doce de promedio.

Tamas divisó un jinete que se acercaba a un lado de la columna. La figura parecía enorme, aún montada sobre un animal de la caballería.

Gavril.

Cuando su cuñado se acercó, Tamas saludó con el sombrero.

Gavril se limpió el sudor del rostro con la manga y bebió unos sorbos de su cantimplora. Ante el calor de las altas llanuras, se había quitado sus pieles roñosas de la Guardia de la Montaña y solo llevaba su chaleco descolorido de líder de la Guardia y unos pantalones azul oscuro de un viejo uniforme de caballería.

Gruñó un hola. No hizo un saludo. Eso habría sorprendido a Tamas.

—¿Qué novedades hay? —preguntó Tamas.

—Detectamos a los keseños —dijo. Tampoco un “señor”.

Tamas sintió que el corazón se le subía a la garganta. Sabía que los keseños lo perseguían. Sería estúpido no darse cuenta de eso. Pero durante cuatro días no habían visto indicios de ellos.

—¿Y? —Tamas se llevó su propia cantimplora a los labios.

—Al menos dos brigadas de caballería keseña —respondió Gavril.

El mariscal escupió el agua que tenía en la boca.

—¿Dijiste brigadas?

—Brigadas.

Tamas dejó escapar una bocanada temblorosa de aire.

—¿A qué distancia?

—Yo diría a unos noventa kilómetros.

—¿Te acercaste lo suficiente para hacer una cuenta precisa?

—No.

—¿A qué velocidad están cabalgando?

—No estoy seguro. La caballería de Kez llega a cubrir sesenta y cinco kilómetros en la llanura abierta si cabalgan rápido. Un ejército de ese tamaño, y en las estribaciones, cuarenta o quizá cincuenta kilómetros por día.

Eso significaba que, si Tamas permitía que sus hombres descansaran y buscaran comida, los keseños los alcanzarían en siete días. Si Tamas tenía suerte.

—En seis días llegaremos a la linde del bosque Hune Dora —dijo Gavril—. El terreno será demasiado escarpado para que la caballería nos rodee. Podrán perseguirnos desde atrás, pero nada más. Al menos, hasta que lleguemos a los Dedos de Kresimir.

Tamas cerró los ojos, tratando de recordar la geografía del norte de Kez. Aquel había sido el lugar predilecto de Gavril, cuando aún era Jakola de Pensbrook, el mujeriego más famoso de todo Kez.

—Los Dedos de Kresimir —coincidió. Conocía la ubicación, pero le sonaba familiar por ser algo más que tan solo una marca en el mapa...

—Camenir —dijo Gavril en voz baja.

A pesar del calor, Tamas sintió que un fragmento de hielo le recorría la columna. Tuvo una ráfaga de recuerdos, y se encontró una vez más de pie junto a una tumba poco profunda, cavada con las manos en el frío de la noche, junto a las aguas de un río embravecido. El final de un plan valiente (pero, en última instancia, fallido) y el escape más angustioso de toda la larga carrera de Tamas.

Gavril jaló de la parte delantera de su chaleco empapado de sudor.

—Pasaremos muy cerca de allí. Me detendré para presentar mis respetos.

—No creo que pueda encontrarlo —dijo Tamas, aunque sabía que era mentira. La ubicación de la tumba estaba marcada a fuego en su memoria.

—Yo sí puedo —dijo Gavril.

—Queda bastante apartado del camino. Si mal no recuerdo.

—Tú también te detendrás.

Tamas volvió a mirar su columna de soldados. Seguían avanzando, y una brisa ligera arrastraba el polvo que se elevaba sobre ellos.

—Tengo hombres marchando, Jakola. No me detendré por nada.

Gavril se sorbió la nariz.

—Ahora me llamo Gavril y sí, te detendrás. —Continuó hablando, sin darle la oportunidad a Tamas de objetar—. Puedes dejar atrás a los keseños en los Dedos. Solo tenemos que llegar al primer puente antes que ellos.

Los Dedos de Kresimir eran una serie de ríos profundos y muy turbulentos que se originaban en las montañas Adranas, alimentados por sus nieves. Eran imposibles de vadear, incluso a caballo. El Gran Camino del Norte los atravesaba por medio de una serie de puentes que habían sido construidos hacía casi cien años.

—Si es que podemos llegar al puente antes que ellos —comentó Tamas, agradecido por abandonar el tema de aquella tumba solitaria—. Y aun si lo logramos, la caballería puede ir hacia el oeste, rodear los ríos y estar esperándonos cuando salgamos a las llanuras.

—Ya se te ocurrirá algo.

Tamas apretó los dientes. Tenía once mil soldados de infantería y doscientos de caballería, y solo una ventaja de cuatro días sobre un grupo de caballería keseña que bien podría contar con una fuerza equivalente a la suya. En una batalla campal, los dragones y los coraceros aventajaban por mucho a la infantería.

—Necesitamos comida —dijo Tamas.

Gavril miró hacia el oeste y los tentadores campos de trigo de la Expansión Ámbar.

—Si nos detenemos demasiado para buscar alimentos, la caballería nos alcanzará antes del bosque Hune Dora. Una vez en el bosque, habrá pocas granjas. Aquellos a quienes mandemos a cazar quizás obtengan ciervos y conejos, pero no será suficiente para todos.

—¿Y la ciudad? —Tamas recordaba que había un poblado justo al sur del bosque Hune Dora. No sabía si el bosque había tomado el nombre del poblado o si había sido a la inversa.

—Es bastante generoso llamarlo ciudad —repuso Gavril—. Tiene murallas, seguro, pero no puede haber más que unos pocos cientos de habitantes. Quizá podamos comprar o robar suficiente comida para un día o dos. —Hizo una pausa—. Espero que no estés planeando dejar todo el campo desprovisto. La gente de la zona ya sufre bastante. Ipille trata a sus siervos mucho peor que Manhouch.

—Un ejército necesita comida, Jak... Gavril.

Tamas miró hacia las montañas, casi sin ver los picos blancos. Tenía que equilibrar su ejército a la perfección. Necesitaban comida y seguridad. Si alcanzaban el bosque Hune Dora sin comida, sus hombres comenzarían a pasar hambre y desertarían. Si perdían demasiado tiempo para buscar comida, la caballería los alcanzaría antes de llegar al bosque y se encargaría de la columna completa.

Olem regresó de su tarea a medio galope y se colocó junto a Tamas y Gavril.

—Olem —indicó Tamas—. Haz la señal para que la columna se detenga. —Hizo una pausa para observar el campo. A la izquierda del camino, un campo cubierto de malas hierbas caía en pendiente hacia un barranco ubicado a poco menos de un kilómetro—. Aquí, este lugar servirá.

—¿Para qué, señor?

Tamas se armó de valor.

—Es hora de hablar con los hombres. Que se formen en hileras.

Llevó casi una hora informar a los últimos miembros de las columnas. Era tiempo perdido, pero hasta ese momento Tamas había dejado que los oficiales se encargaran de sus hombres y los mantuvieran informados. Si quería retener el mando de aquel grupo (mantener su disciplina y lealtad durante las siguientes semanas), necesitaba hablarles él mismo.

Se colocó en el borde del camino y miró por la pendiente. El campo quedó todo pisoteado, y el verde fue reemplazado por el azul adrano, de pie en hileras como si fueran briznas de hierba.

Tamas sabía que muchos de aquellos soldados morirían sin llegar a su hogar.

—¡Atención! —gritó Olem.

Hubo un sonido perceptible de las piernas que se acomodaban y de las espaldas que se enderezaban; once mil soldados se pusieron firmes.

El mundo se quedó en silencio. Se levantó una brisa, que sopló desde las montañas y empujó suavemente contra la espalda de Tamas. En favor de sus soldados, ninguno de ellos extendió la mano hacia el sombrero.

—Soldados de la Séptima y de la Novena —comenzó, gritando para que todos lo oyeran—. Ustedes saben lo que sucedió. Saben que Budwiel ha caído y que los keseños están metiéndose en Adro, y que lo único que los mantiene a raya es el ejército adrano.

”Estoy afligido por Budwiel. Y sé que ustedes también lo están. Muchos de ustedes se preguntan por qué no nos quedamos a luchar. —Hizo una pausa—. Nos superaban en número y en poder de fuego. La caída de las murallas de Budwiel hizo que nuestra estrategia quedara obsoleta, y no podríamos haber ganado esa batalla. Como todos saben, yo no peleo en batallas que sé que no ganaré.

Hubo un murmullo de afirmación. El enfado que les causaba haber abandonado Budwiel se había apagado durante esos seis días. Ellos lo entendían. No había necesidad de seguir hablando de eso.

—Budwiel puede haber caído, pero Adro no —continuó Tamas—. Les prometo, les juro, que Budwiel será vengada. ¡Regresaremos a Adro y nos uniremos a nuestros hermanos y defenderemos nuestra nación!

Una ovación se elevó entre los hombres. Para ser sincera, le faltaba entusiasmo, pero al menos era algo. Tamas levantó las manos para que hicieran silencio.

—Pero antes —dijo cuando el ruido se acalló— tenemos una peligrosa travesía por delante. No voy a mentirles. Tenemos poca comida, no tenemos caravana de suministros ni reabastecimiento. No hay refuerzos. Nuestra munición menguará y las noches serán frías. Estamos completamente solos en una tierra extranjera. En este mismo momento, el enemigo tiene sus perros detrás de nosotros.

”Tenemos a la caballería keseña sobre nuestra pista, compañeros. Coraceros y dragones, en una fuerza equivalente a la nuestra, como mínimo, y quizá más poderosa. Apostaría mi sombrero a que los encabeza Beon je Ipille, el hijo favorito del rey. Beon es un hombre valiente, y no será fácil derrotarlo.

Tamas veía el miedo en los ojos de sus hombres. Dejó que lo contemplaran un momento, observando la sensación creciente de pánico. Y luego extendió una mano y señaló a sus hombres.

—Ustedes son la Séptima y la Novena. Son los mejores de Adro, y eso los convierte en la mejor infantería que el mundo haya visto. Para mí es un placer y un honor estar al mando en el campo de batalla y, si llega a suceder, morir con ustedes. Pero yo digo que no moriremos aquí, en territorio keseño.

”¡Que vengan los keseños! —rugió—. ¡Que envíen a sus mejores generales por nosotros! ¡Que aumenten las probabilidades en nuestra contra! ¡Que nos caigan encima con toda su furia, porque estos sabuesos que nos pisan los talones pronto sabrán que somos leones!

Tamas terminó con la garganta irritada de tanto gritar y con el puño levantado sobre la cabeza.

Sus hombres tenían la mirada clavada en él. Nadie emitió un sonido. El corazón le retumbaba en los oídos, y entonces, entre las últimas hileras de las tropas reunidas, alguien gritó: “¡Hurra!”.

Otra voz se le unió. Luego otra. Las voces se convirtieron en una ovación, luego en un grito de guerra, y once mil hombres levantaron su rifle sobre la cabeza y gritaron con actitud desafiante, y los herrajes y las espadas resonaron en un sonido que podría haber ahogado un cañonazo.

Esos eran sus hombres. Sus soldados. Sus hijos e hijas. Le sostendrían la mirada al propio diablo por él. Se apartó del camino para que no le vieran las lágrimas.

—Buen discurso, señor —dijo Olem, protegiendo un fósforo del viento mientras encendía un cigarrillo.

Tamas se aclaró la garganta.

—Quítate esa sonrisa del rostro, soldado.

—De inmediato, señor.

—Una vez que esto se apacigüe, haz que la cabeza de la columna comience a moverse. Necesitamos ganar más terreno antes de que caiga la noche.

Olem se fue a cumplir con su deber, y Tamas se tomó un momento para recomponerse. Miró hacia el sudeste. ¿Era su imaginación?, ¿o llegaba a ver movimiento en las estribaciones distantes? No. Los keseños no estaban tan cerca. Aún no.

La campaña escarlata (versión latinoamericana)

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