Читать книгу La campaña escarlata (versión latinoamericana) - Brian McClellan - Страница 15

Оглавление

Capítulo 6

Taniel arrancó el último botón de plata de su chaqueta y se lo entregó a Kin. El encorvado gurlo examinó el botón detenidamente a la luz de la vela, luego se lo llevó al bolsillo, como había hecho con todos los demás, y colocó una bola de mala sobre la mesa que había junto a la hamaca de Taniel.

A pesar de la avaricia que dejaba entrever el rostro de Kin, había preocupación en su mirada.

—No la consumas tan rápido. Saborea. Degusta. Disfruta —dijo. Taniel metió un gran trozo de mala en su pipa, que se encendió de inmediato por las brasas de la mala vieja, e inhaló profundamente—. Fumas más en un día de lo que cualquier hombre consume en veinte. —Se sentó en cuclillas y lo observó fumar.

Taniel levantó su insignia de plata de mago de la pólvora y la hizo girar entre los dedos.

—Debe de ser por la hechicería —comentó—. ¿Alguna vez estuvo aquí un mago de la pólvora? —preguntó. Kin meneó la cabeza—. Yo nunca conocí a un mago de la pólvora que fumara mala. Todos consumimos pólvora. No necesitamos más que eso para sentirnos vivos.

—¿Y por qué la mala? —quiso saber Kin y comenzó a barrer el centro del fumadero.

Taniel inhaló profundamente.

—La pólvora no te hace olvidar.

—Ah. Olvidar. Todos fuman mala para olvidar. —El hombre asintió con conocimiento de causa.

Taniel miró el techo de su nicho y empezó a contar los vaivenes de la hamaca.

—Me voy a la cama —dijo Kin mientras dejaba la escoba en un rincón.

—Espera. —Taniel extendió una mano, pero luego la retiró, cuando se dio cuenta de lo patético que debía de parecer—. Dame lo suficiente para pasar la noche.

—¿La noche? —Kin meneó la cabeza—. Es la mañana ahora. Yo trabajo toda la noche. Es cuando viene la mayoría de los fumadores.

—Entonces dame lo suficiente para pasar el día.

Kin pareció considerarlo y miró la bola que acababa de darle a Taniel.

Por lo que había dicho, una bola así debería haberle durado cuatro o cinco días.

—Dame la insignia del barril de pólvora y te daré todo lo que pueda fumar durante tres semanas.

Taniel apretó el puño con fuerza alrededor de la insignia.

—No. ¿Qué más me puedes ofrecer?

—También te daré a mi hija durante las tres semanas.

A Taniel se le revolvió el estómago ante la idea del gurlo prostituyendo a su propia hija con sus clientes.

—No.

—¿Le gusta el arte? —Kin tomó el cuaderno de bocetos y los lápices que Ka-poel le había llevado a Taniel.

—Deja eso.

Kin lanzó un suspiro y dejó caer el cuaderno.

—No tiene nada de valor. No tiene dinero.

Taniel revisó los bolsillos de su abrigo. Nada. Pasó los dedos por el bordado de plata.

—¿Cuánto me das por la chaqueta?

Kin olfateó y tocó la tela.

—Poca cosa.

—Pues dame lo que sea. —Apoyó la pipa sobre la mesa, se quitó la chaqueta y se la entregó a Kin.

—Morirás de frío, y yo no pagaré el funeral.

—Estamos en pleno verano. Dame la maldita mala.

Kin le entregó una bola pequeña y pegajosa y desapareció por las escaleras con la chaqueta. El tamaño de esa bolita negra era decepcionante. Taniel oyó el crujido de los pasos sobre los tablones de madera que había sobre él, y la voz de Kin hablando en gurlo.

Se volvió a acomodar en la hamaca e inhaló una gran bocanada de su pipa.

Se decía que la mala podía hacer que un hombre olvidara durante horas. Taniel intentó recordar las horas que había perdido. ¿Cuánto tiempo había pasado allí? ¿Días? ¿Semanas? No parecía demasiado tiempo.

Se sacó la pipa de la boca y la examinó a la tenue luz de las velas del fumadero.

—Esta porquería no funciona —se dijo a sí mismo.

Aún podía ver a Kresimir saliendo de esa nube después de haber descendido del cielo. ¡Un dios! Un dios real. Se preguntó qué habría hecho el sacerdote de su infancia si hubiera sabido que algún día Taniel le dispararía al dios de los Nueve.

El tiempo no se detuvo cuando la bala hechizada atravesó el ojo de Kresimir, por lo que parecía que el mundo podía vivir sin su dios. Pero ¿cuánta gente había muerto intentando evitar que Kresimir regresara al mundo? Cientos de adranos. Amigos. Aliados. Miles de keseños; cientos por la mano del propio Taniel.

Cada vez que cerraba los ojos, veía un rostro diferente. A veces era un hombre o una mujer a quien había matado. A veces era Tamas, o Vlora. Y a veces era Ka-poel. Quizás era la mala, pero, ¡por el diablo!, cada vez que veía el rostro de la muchacha salvaje, el corazón le latía más rápido.

Los peldaños crujieron. Taniel levantó la mirada. A través de la bruma, vio a Ka-poel descendiendo por las escaleras. Atravesó la sala, llegó hasta su lado y lo miró con enfado.

—¿Qué? —preguntó él.

Ella le jaló la camisa y luego pellizcó su propio abrigo largo.

“Chaqueta”. Maldición. Fue lo primero que había notado.

Puso la mano alrededor de su bola de mala para protegerla.

Más rápida que la vista, la mano de ella se extendió hacia delante y le quitó la pipa de entre los dientes.

—Si serás perra —susurró él—. Devuélvemela.

Ella se alejó esquivando las manos de Taniel y se quedó de pie en el medio de la sala, sonriendo.

—Ka-poel, dame esa pipa.

Ella meneó la cabeza.

Él comenzó a respirar con un poco de dificultad. La visión se le nubló y parpadeó sin saber si se trataba de la mala o de su propia furia. Después de un momento de forcejeo, se incorporó en la hamaca.

—Devuélvemela ahora. —Pasó las piernas por el borde de la hamaca, pero cuando intentó ponerse de pie, le dio una oleada de náuseas más severa que la que sufría cuando abría el tercer ojo para ver el Otro Lado. Se volvió a sentar en la hamaca con el corazón retumbándole en los oídos.

—Diablos —susurró apretándose las sienes—. Estoy jodido.

Ka-poel apoyó la pipa de mala sobre un taburete ubicado del otro lado de la sala.

—No la dejes allí —dijo Taniel, y su propia voz le sonó débil—. Tráemela aquí.

Ella se limitó a negar con la cabeza y se quitó el abrigo. Antes de que él pudiera protestar, fue hasta él y se lo puso sobre los hombros.

Taniel se lo quitó.

—Tomarás frío —le dijo ella, y lo señaló.

—Es verano, maldita sea. Estoy bien.

Ella le volvió a tapar el pecho con el abrigo.

Una vez más, él se lo devolvió.

—No soy un niño.

Algo pareció encendérsele en los ojos al oírlo. Le quitó el abrigo de encima y lo arrojó al suelo.

—Pole, ¿qué ca...? —Sus siguientes palabras se perdieron en su propio grito entrecortado, cuando ella pasó una pierna sobre la hamaca y se le sentó a horcajadas, justo sobre el regazo. El corazón de Taniel comenzó a latir un poco más rápido cuando ella meneó el trasero para ponerse cómoda. En el espacio cerrado que era el nicho, sus rostros casi se tocaban—. Pole... —dijo sin aliento. La pipa y la pequeña bola de mala que tenía en las manos quedaron olvidadas.

Ella sacó la lengua y se humedeció los labios. Parecía estar a la expectativa, vigilante; como un animal.

Taniel casi no oyó el sonido de la puerta de la casa de arriba abriéndose con fuerza. Unos pasos retumbaron en los tablones. Una mujer comenzó a gritar en gurlo.

Ka-poel bajó la cabeza. Los hombros de Taniel se flexionaron y lo empujaron hacia ella.

—¡Capitán Taniel “Dos Tiros”! —Las escaleras traquetearon bajo de un par de botas decididas. Una mujer de uniforme y sombrero en mano entró en la sala—. ¡Capitán! —dijo—. Capitán, yo... —Se quedó paralizada cuando lo vio con Ka-poel sobre el regazo.

Taniel sintió que las mejillas se le sonrojaban. Echó una mirada rápida hacia Ka-poel. Ella le esbozó una pequeña sonrisa cómplice, pero sus ojos parecían enfadados. Se bajó de encima de él, levantó su abrigo del suelo y se lo colocó sobre los hombros con un movimiento veloz.

La mujer se volvió hacia un lado y se quedó mirando la pared.

—Señor, lo lamento, no sabía que estaba ocupado.

—Ella no está desnuda —replicó Taniel. La voz se le quebró y se aclaró la garganta—. ¿Quién diablos eres tú?

La mujer hizo una pequeña reverencia.

—Soy Fell Baker, subsecretaria de los Nobles Guerreros del Trabajo. —A pesar de haberlos encontrado en una situación comprometedora, no parecía estar avergonzada en lo más mínimo.

—¿El sindicato? ¿Cómo diablos me encontraste? —Se incorporó y se quedó sentado sobre la hamaca, aunque eso hizo que se le revolviera terriblemente el estómago. Se preguntó cuánto hacía que no comía.

—Soy la asistente de Ricard Tumblar, señor. Me envió a buscarlo. Le gustaría reunirse con usted.

—¿Tumblar? No me suena ese nombre. —Volvió a acomodarse en la hamaca y le lanzó una mirada a Ka-poel. Ella se había sentado en el taburete al otro lado del fumadero de mala, golpeteando la pipa contra la palma de su mano mientras estudiaba a la subsecretaria.

Fell levantó una ceja.

—Es el líder del sindicato, señor.

—No me importa.

—Me pidió que le hiciera llegar una invitación para reunirse con él.

—Vete.

—Dice que hay una gran cantidad de dinero en juego.

—No me importa.

Fell lo examinó unos instantes, luego se volvió y subió por la chirriante escalera tan abruptamente como había llegado. Unas voces acalladas resonaron a través del suelo. Hablaban en gurlo. Taniel miró a Ka-poel. Ella le devolvió la mirada por un instante y luego le guiñó un ojo.

¿Qué diablos pasaba?

Unos momentos después, la subsecretaria bajó por la escalera.

—Señor, al parecer, ya no le queda dinero.

Taniel buscó su pipa de mala. Ah. Aún la tenía Ka-poel. Cierto.

—¿Podrías quitarle eso y alcanzármelo? —le dijo Taniel a Fell.

Fell se volvió hacia Ka-poel. Ambas intercambiaron una mirada que parecía cargada de significado. A Taniel no le gustó nada.

La subsecretaria juntó las manos.

—No lo haré, señor.

Atravesó la sala de dos saltos, tomó a Taniel de la barbilla y lo obligó a mirarla. Él le aferró la muñeca, pero Fell era más fuerte de lo que parecía. Ella le examinó los ojos.

—Suéltame, o juro que te mataré —rugió Taniel.

Fell le quitó las manos de encima y retrocedió.

—¿Cuánto ha fumado desde que llegó?

—No lo sé —refunfuñó. Ka-poel no se había movido cuando la subsecretaria se le echó encima. Qué gran ayuda.

—Tres kilos y medio en cuatro días. Eso es lo que me dijo el dueño —dijo, y Taniel se encogió de hombros—. Eso es suficiente para matar a un caballo de guerra, señor.

Taniel se sorbió la nariz.

—Pues no parece hacer gran efecto.

Una mirada de perplejidad cruzó el rostro de Fell. Abrió la boca, la volvió a cerrar, y luego dijo:

—¿No hizo gran efecto? Yo... —Tomó su sombrero y volvió a subir; regresó a los pocos minutos—. El dueño insiste en que él mismo lo vio fumar. Yo le examiné los ojos. No hay el menor indicio de envenenamiento por mala. Diablos, yo misma me debo de haber envenenado con mala solo por estar aquí hablando con usted. Usted está tocado por la divinidad.

Taniel se levantó de golpe. En un momento se encontraba en la hamaca, al segundo siguiente tenía a Fell tomada de las solapas con ambas manos. La cabeza le daba vueltas, tenía la visión deformada y las manos le temblaban de rabia.

—No estoy tocado por la divinidad —repuso—. No tengo... No...

—Por favor, señor, le pido que me suelte —dijo Fell con suavidad.

Él dejó caer las manos. Dio un paso hacia atrás y murmuró para sí.

—Le daré un momento para arreglarse —dijo Fell—. Le conseguiremos una nueva chaqueta de camino a ver a Ricard.

—No voy a ir —dijo Taniel débilmente. Fue tambaleándose hasta el rincón, agradecido de tener una pared contra la que inclinarse. También podría ser que no pudiera ir. Dudaba que pudiese caminar más de cinco metros.

Fell suspiró.

—El señor Tumblar le ofrece la hospitalidad de su propio fumadero de mala, señor. Es un lugar mucho más cómodo, y el encargado no se quedará con su chaqueta. Si declina esta invitación, tenemos instrucciones de llevarlo por la fuerza.

Taniel miró a Ka-poel. Se limpiaba las uñas con lo que parecía ser una afilada aguja de tejer casi tan larga como su antebrazo. Ella le devolvió la mirada durante un momento. De nuevo, la pequeña sonrisa cómplice. De nuevo, los ojos enfadados.

—El fumadero de Ricard tiene muchísima más privacidad que este, señor —insistió Fell, tosiendo una vez en su mano.

Taniel no estaba seguro de que lo que acababa de suceder con Ka-poel fuera a repetirse.

—Muy bien, Fell. Solo una cosa.

—¿Señor?

—Creo que no he comido nada en dos días. Me vendría bien comer algo.

Dos horas después, Taniel estaba en los muelles de Adopest. Tradicionalmente, el comercio adrano se llevaba a cabo desde los muelles; comandaban el transporte de mercancía desde el río Ad y sus afluentes del norte, pasando por el Camino de Surkov y a través de la Expansión Ámbar. A causa de la guerra, el comercio que pasaba por Kez estaba paralizado, y la mercancía que solía circular por el río ahora era enviada por las montañas con mulas y caballos de carga.

A pesar del cambio de medio de transporte, los muelles seguían siendo el centro del comercio de Adopest. Por el río llegaban mineral de hierro y troncos para abastecer a las armerías y los aserraderos de Adro, que por su parte, entregaban cientos de armas y municiones todos los días.

Los muelles apestaban a pescado, aguas residuales y humo, y Taniel comenzaba a extrañar el olor dulce y calmante del fumadero de Kin. Su escolta consistía en la subsecretaria Fell Baker y un par de obreros metalúrgicos de anchos hombros. Taniel se preguntó si los metalúrgicos estaban allí para cargar con él hasta la reunión con Ricard si él decidía no asistir.

Ka-poel caminaba detrás del grupo. Los metalúrgicos la ignoraban; Fell la vigilaba constantemente. Ella parecía sospechar que Ka-poel era algo más que tan solo una salvaje muda, mientras que Taniel tenía la corazonada de que Fell quizá fuera algo más que tan solo una subsecretaria.

Fell se detuvo frente a un depósito del muelle casi pegado al agua. Taniel echó una mirada entre los callejones y a través del mar Ad. Aun durante el día, llegaba a ver un brillo sobre el horizonte y la notoria ausencia del Pico del Sur. La vista le hacía desear ocultarse debajo de una piedra. La agonía de un dios había echado abajo una montaña, y él se había escapado con un coma de un mes. No estaba seguro de por qué no estaba muerto, pero sospechaba que tenía algo que ver con Ka-poel.

Se preguntó si todos los demás habían tenido tanta suerte. ¿Dónde estaba Bo? ¿Dónde estaban los hombres y mujeres de la Guardia de la Montaña con quienes había trabado amistad durante la defensa de la Fortaleza de la Corona?

En la mente le apareció una imagen de estar apretando a Ka-poel contra su pecho mientras el Palacio de Kresimir se derrumbaba a su alrededor. Fuego y roca, el calor de la lava ardiente mientras la montaña caía.

—Cuesta creer que ya no está, ¿verdad? —dijo Fell, señalando con la cabeza más allá del agua mientras abría la puerta y le hacía un gesto a Taniel para que entrara.

Él echó una última mirada hacia el este e inclinó la cabeza hacia Fell.

—Tú primero.

—Muy bien —dijo ella. Miró a los metalúrgicos y les ofreció cigarros de una caja metálica que llevaba en el bolsillo del chaleco—. Vuelvan al trabajo, muchachos. —Los dos hombres la saludaron con el sombrero, encendieron sus cigarros y regresaron a la calle—. Vamos —dijo Fell. Una vez que estuvieron adentro, cerró la puerta detrás de Ka-poel—. Bienvenidos a las nuevas oficinas de Ricard.

Taniel tuvo que contenerse para no lanzar un silbido. Desde el exterior, el edificio parecía un viejo depósito. Las ventanas estaban cerradas y las paredes de ladrillos necesitaban reparación urgente. El interior era otra historia.

Los suelos eran de mármol negro y las paredes estaban blanqueadas, detrás de unas cortinas de seda color escarlata. El edificio parecía tener solo un salón principal: un salón de dos plantas de alto y al menos unos ciento cincuenta metros de largo, iluminado por media docena de candelabros de cristal. Se oía un eco resonando en el lugar. En el extremo más cercano del salón había una barra larga, con un camarero uniformado y una mujer bien dotada que solo llevaba puestas unas enaguas.

—Su chaqueta, señor —dijo la mujer.

Taniel le entregó su nueva chaqueta color azul oscuro del uniforme. Sintió que su mirada se posaba sobre ella un poco más de lo apropiado. Sin mirar a Ka-poel, se volvió para estudiar el salón. Había obras de arte adornando las paredes y esculturas ubicadas a intervalos regulares dentro de unas hornacinas no muy profundas. Aquella era la clase de riquezas exhibidas por los más altos niveles de la nobleza, incluyendo los reyes. Taniel pensaba que Tamas había erradicado esa clase de riquezas al masacrar a la nobleza. Se le ocurrió que tal vez solo había intercambiado a los más ricos y poderosos por más de lo mismo.

Un hombre atravesó el lugar en dirección a ellos. Llevaba una chaqueta blanca de esmoquin y un cigarro entre los dientes. Parecía tener unos cuarenta años, con una calvicie incipiente que ya le había desprovisto de cabello más de la mitad de la cabeza. Llevaba barba larga, al estilo fatrasto, y la sonrisa le llegaba a las orejas, e incluso a los ojos.

—Taniel “Dos Tiros” —dijo el hombre extendiendo una mano—. Ricard Tumblar. Soy un gran admirador tuyo.

Taniel le tomó la mano con cierta duda.

—Señor Tumblar.

—¿Señor? Bah, llámame Ricard. Estoy a tu servicio. Y esta debe de ser tu compañera constante. La dynizana. ¿Milady? —Hizo una gran reverencia, tomó la mano de Ka-poel, se inclinó y se la besó con delicadeza. A pesar de su naturaleza atrevida, la observaba como quien mira algo bonito pero lejos de estar domesticado, algo que podría morder en cualquier momento.

Ka-poel no parecía saber cómo reaccionar ante todo aquello.

—Había oído que eras una mujer hermosa —continuó Ricard—, pero las historias no te hacen justicia. —Se separó de ellos y se dirigió hacia el bar—. ¿Un trago?

—¿Qué tienes? —Taniel sintió que el estado de ánimo le mejoraba un poco.

—De todo.

Taniel dudaba que así fuera.

—Cerveza fatrasta, entonces.

Ricard le hizo un gesto con la cabeza al camarero.

—Dos, por favor. ¿Y para la dama?

Ka-poel levantó tres dedos.

—Que sean tres —le indicó Ricard al camarero. Un momento después, le entregó una jarra a Taniel.

—Hijo de puta —exclamó Taniel después de dar un sorbo—. Realmente tiene cerveza fatrasta.

—Dije que tenía de todo. ¿Podemos tomar asiento?

Los guio hasta el extremo más lejano del salón. Taniel le echó la culpa a la mala que nublaba su mente por no haber notado antes que no estaban solos. Había unos doce hombres y unas seis mujeres sentados en divanes, bebiendo y fumando, y hablando en voz baja entre ellos.

Ricard habló mientras se acercaban al grupo.

—Ah, tengo que hacerte una pregunta, Taniel. ¿Cuánta pólvora negra utiliza el ejército?

Taniel se restregó los ojos. Le dolía la cabeza, y no había ido hasta allí a conocer a los amigotes de Ricard.

—Mucha, me imagino. No estoy en la intendencia del ejército. ¿Por qué lo preguntas?

—He estado recibiendo cada vez más encargos de pólvora del Estado Mayor —respondió Ricard haciendo un gesto con la mano como si se tratara de una pequeñez—. Me pareció extraño. Es como si sus requisiciones se duplicaran semana a semana. No creo que sea nada para preocuparse.

La charla se acalló cuando Taniel llegó al grupo ubicado en el extremo del salón, y de pronto él se sintió incómodo.

—Pensé que esta sería una reunión privada —dijo en voz baja, mientras detenía a Ricard sujetándolo del brazo.

Ricard ni siquiera bajó la mirada hacia la mano que Taniel le había puesto encima.

—Dame un momento para que haga las presentaciones y luego iremos a lo nuestro.

Fue por el salón dando nombres que Taniel olvidó de inmediato y títulos que no le interesaron demasiado. Aquellos hombres y mujeres eran los líderes de distintas facciones dentro del sindicato: pasteleros, metalúrgicos, molineros, herreros y joyeros.

Fiel a su palabra, cuando terminó de presentarlos a todos, Ricard los llevó hacia un rincón tranquilo del enorme salón, donde solo se les unió una mujer. Era una de las primeras que Ricard le había presentado, y Taniel no recordaba su nombre.

—¿Un cigarrillo? —ofreció Ricard cuando tomaban asiento.

Un hombre con una chaqueta igual que la del camarero les acercó una bandeja de plata donde había cigarrillos, cigarros y pipas. Taniel vio una pipa de mala entre los otros elementos recreativos. Sus dedos ansiaban tomarla, pero reprimió el impulso y le hizo un gesto al sirviente para indicarle que no deseaba nada.

—Tu secretaria me dijo que querías reunirte conmigo —dijo, notando sobresaltado que Fell había desaparecido—. No dijo por qué. Y me gustaría saberlo.

—Tengo una propuesta.

Taniel volvió a mirar a la mujer. Era mayor y tenía el aire de desdén típico de la gente muy adinerada. ¿Cómo se llamaba? ¿Y a quién representaba? ¿A los pasteleros? No. ¿A los joyeros?

—No me interesa —dijo Taniel.

—Ni siquiera te he dicho de qué se trata —repuso Ricard.

—Mira. He venido porque tu subsecretaria dejó en claro que me haría venir incluso si yo no quería hacerlo. Fui educado. He venido. Ahora quisiera irme. —Se puso de pie.

—¿Para esto me has traído, Ricard? —dijo la mujer, mirando a Taniel con desprecio—. ¿Para ver a un soldado ebrio de mala cagarse en tu hospitalidad? Temo por este país. Se lo hemos entregado a los soldados ignorantes. Lo único que saben es entregarse al vicio y matar.

Taniel apretó los puños y sintió que los labios se le curvaban.

—Usted no me conoce, señora. No sabe quién diablos soy o lo que he visto. No finja entender a los soldados cuando usted nunca ha mirado a otra persona a los ojos y ha visto que una de ustedes moriría.

Ricard se reclinó sobre el diván y volvió a encender su cigarro con un fósforo. Tenía el aire de un hombre que había ido a ver las peleas de boxeo. ¿Había sabido que sucedería aquello?

La mujer estaba enfurecida.

—Conozco a los soldados —dijo ella—. Son unos brutos enfermos y estúpidos. Violan y roban, y cuando no pueden hacerlo, matan. He conocido a muchos soldados y no necesito matar a un hombre para saber que no son más que unos bandidos groseros con uniforme.

Ricard suspiró.

—Por favor, Cheris, ahora no.

—¿Que ahora no? —replicó ella—. Si no es ahora, ¿entonces cuándo? Ya me harté del control férreo de Tamas sobre la ciudad. Yo no quería que trajeras a este supuesto héroe de guerra aquí.

Taniel se volvió para irse.

—Taniel —dijo Ricard—. Concédeme solo unos momentos.

—No con ella aquí —respondió él. Quiso dirigirse hacia la puerta, pero Ka-poel le bloqueó el camino—. Me voy, Pole.

Ella le devolvió una mueca y meneó la cabeza con la mirada fría.

—¡Mira eso! —dijo Cheris detrás de él—. El cobarde huye de regreso a su fumadero. No puede enfrentar la verdad. ¿Y quieres a este hombre a tu lado, Ricard? Lo lleva de las narices una niña salvaje.

Taniel se volvió. Ya había tenido suficiente. Furioso, avanzó hacia Cheris con una mano en alto.

—¡Golpéame! —dijo ella, inclinándose hacia delante y ofreciéndole una mejilla—. Dejará a la vista cuán hombre eres.

Taniel se quedó helado. ¿Había estado apunto de golpearla?

—Yo maté un dios —dijo enfurecido—. ¡Le atravesé el ojo con una bala y lo vi morir para salvar este país!

—Mentira —dijo Cheris—. ¿Me mientes en la cara? ¿Piensas que me creo estas tonterías de que Kresimir regresó?

Taniel habría hecho volar su mano en ese momento si Ka-poel no hubiera pasado veloz por su lado. Ella se enfrentó a Cheris con los ojos entrecerrados. De pronto, Taniel sintió miedo. Por mucho que quisiera lastimar a aquella mujer, él sabía de lo que Ka-poel era capaz.

—Pole —dijo.

—Fuera de mi vista, puta salvaje —dijo Cheris poniéndose de pie.

El puño de Ka-poel impactó contra la nariz de Cheris con tanta fuerza que pasó por encima del diván y cayó detrás. Cheris gritó. Ricard se puso de pie de un salto. Los jefes del sindicato que seguían hablando en voz baja del otro lado del salón se quedaron en silencio y miraron, conmocionados, en dirección a ellos.

Cheris se puso de pie rechazando el ofrecimiento de Ricard para ayudarla. Salió del salón sin mirar atrás, con sangre brotándole de la nariz.

Ricard se volvió hacia Taniel con una expresión que se encontraba en el punto medio entre el horror y la risa.

—No me disculparé —dijo Taniel—. Ni por mí ni por Pole. —Ka-poel se colocó a su lado con los brazos cruzados.

—Era mi invitada. —Hizo una pausa y miró su cigarro—. Más cerveza —le dijo al camarero—. Ustedes también son mis invitados. Me hará pagar por eso en algún momento. Esperaba que fuera una aliada en los meses venideros, pero al parecer eso no sucederá.

Taniel miró a Ricard y luego en dirección a la puerta principal, donde Cheris reclamaba a su cochero.

—Debería irme —dijo.

—No, no. ¡Cerveza! —volvió a gritar Ricard, aunque Taniel veía que el camarero ya se dirigía hacia ellos—. Tú eres más importante que ella.

Lentamente, Taniel volvió a tomar asiento.

—Yo maté a Kresimir —dijo. Parte de él quería estar orgulloso de eso, pero decirlo en voz alta lo ponía enfermo.

—Eso es lo que Tamas me dijo —respondió Ricard.

—No me crees.

El camarero llegó y cambió la jarra de Taniel por otra, a pesar de que él solo había bebido la mitad. El sujeto repartió el resto de las jarras y desapareció.

Ricard se echó un buen trago de la suya y luego comenzó a hablar.

—Soy un hombre práctico. Sé que la hechicería existe, aunque no soy Privilegiado, Dotado ni Marcado. Si hace dos meses me hubieras dicho que Kresimir regresaría, me habría preguntado de qué manicomio habías escapado. Pero yo estuve allí cuando los Barberos intentaron matar a Mihali. Vi a tu padre, un hombre el doble de pragmático que yo, ponerse blanco como un fantasma. Percibió algo del chef y...

—Disculpa —interrumpió Taniel—. ¿Mihali?

Ricard sacudió la ceniza del extremo del cigarro con un golpecito.

—Ah. Me parece que te falta bastante información, ¿verdad? Mihali es Adom renacido. El hermano de Kresimir, en persona. —Taniel sintió que se le erizaba el pelo de la nuca. ¿Otro dios? ¿El propio hermano de Kresimir?—. Lo que intento decir es que tu padre cree que Mihali es Adom renacido. Entonces, si Adom ha regresado, ¿por qué no Kresimir? Así que sí. Creo que tú le disparaste a Kresimir. ¿Es posible matar a un dios? No lo sé. —Miró su jarra con gesto de preocupación—. La gente y los periódicos se muestran escépticos. Los rumores vuelan. La gente está tomando partido. En este momento todo se reduce a una cuestión de fe, y solo tenemos tu palabra y la palabra de algunos miembros de la Guardia de la Montaña de que Kresimir regresó y que recibió un balazo en el ojo.

Taniel sintió que sus fuerzas lo abandonaban. ¿Ser considerado un fraude después de todo aquello por lo que había pasado? Era el golpe final. Señaló la puerta.

—¿Cómo explican lo del Pico del Sur? Se derrumbó la montaña entera.

Se dio cuenta de que la ira le había hecho elevar la voz.

—Gritando no harás cambiar de parecer a nadie —dijo Ricard—. Créeme. Soy el líder del sindicato. Lo he intentado.

—¿Qué puedo hacer entonces?

—Convéncelos. Muéstrales la clase de hombre que eres y entonces, solo cuando confíen en ti, diles la verdad.

—Eso parece... poco honesto.

Ricard extendió las manos.

—Eso depende de tu propio juicio moral. Pero, para mí, cualquier hombre que lo vea de esa manera es un necio.

Taniel apretó los puños. ¿Cómo podía ser que no le creyeran? ¿Cómo podía ser que no supieran lo que había sucedido allí arriba? ¿El mariscal no había informado a los periódicos? ¿Ni siquiera Tamas creía lo que había sucedido?

No sabía dónde estaba su padre. En Budwiel, según los soldados que lo habían estado observando cuando despertó. ¿Acaso seguía allí?

—¿Sabes dónde está Bo? —preguntó Taniel.

—¿Bo?

—El Privilegiado Borbador. ¿Sigue con vida?

Ricard extendió las manos.

—No puedo ayudarte.

—No sirves de mucho, ¿verdad, Tumblar? —Taniel quería golpear algo. Se puso de pie de un salto y recorrió la habitación de un lado a otro. No tenía amigos. No tenía familia. ¿Qué podía hacer?—. ¿Quién era esa mujer? —preguntó.

—¿Cheris? La líder del sindicato de banqueros.

—Pensé que tú eras el líder del sindicato.

—Los Nobles Guerreros del Trabajo tienen muchas subdivisiones. Yo hablo por todos ellos, pero cada oficio tiene su propio jefe de sindicato.

—Has dicho que yo soy más importante que ella.

Ricard asintió con la cabeza.

—Así es.

—¿En qué sentido?

—¿Cuánto sabes de la política de Adro?

—El rey solía tener el poder. ¿Pero ahora? —Se encogió de hombros—. No tengo idea.

—Nadie sabe quién tiene el poder ahora —dijo Ricard—. La gente supone que es Tamas. Tamas piensa que es la junta pero, de hecho, la junta se encuentra prácticamente dividida. Lady Winceslav está recluida después del escándalo que hubo a causa de un comandante de brigada traicionero, el archidiocel fue arrestado y Prime Lektor está en el este, estudiando los restos del Pico del Sur en busca de alguna señal del dios Kresimir.

—Entonces, ¿quién gobierna Adro?

Ricard se rio.

—Eso nos deja a mí, al Propietario y a Ondraus, el tesorero. No es exactamente el grupo más noble. La verdad es que a Adro le está yendo bien por el momento. Tamas y sus hombres mantienen la paz. Pero eso no durará para siempre. Necesitamos continuar nuestros planes. Desde el principio, la junta decidió que en cuanto nos quitáramos a Manhouch del medio, estableceríamos una democracia: un sistema de gobierno votado por el pueblo. El país quedaría dividido en principados, cada uno con su gobernador electo, y esos hombres se reunirían en Adro y votarían las políticas del país.

—Bastante parecido a un ministerio, pero sin el rey a la cabeza.

—Así es —respondió Ricard—. Por supuesto, debe haber alguien que haga las veces de rey.

Taniel entrecerró los ojos.

—No me imagino a Tamas aceptando eso.

—No lo llamaremos “rey”, por supuesto. Y la verdad es que tendría muy poco poder. Sería una especie de figura decorativa. Un hombre al que el país pueda acudir en busca de liderazgo y guía, aunque la política sea determinada por los gobernadores; lo llamaremos “primer ministro del pueblo”.

—Recuerdo que Tamas descartó una idea igual a esta que le presentaron los realistas.

—Tamas lo ha aprobado —dijo Ricard—. Créeme. A ninguno de los de la junta le interesa llevarle la contra, sobre todo de una manera tan pública. La clave es que, al igual que los gobernadores, este nuevo primer ministro del pueblo será reemplazado cada tres años. Ya hemos puesto el mecanismo en marcha. Solo necesita llevarse a cabo.

Taniel se dio cuenta fácilmente hacia dónde iba todo aquello.

—Y tú tienes la intención de postularte como candidato.

—Por supuesto.

—¿Por qué?

Ricard aspiró con fuerza su cigarro y lanzó las volutas de humo por las fosas nasales. A Taniel le hizo recordar el humo de su pipa de mala. Podía sentir la atracción de aquel humo maravilloso jalando de él.

—El primer ministro del pueblo tendrá muy poco poder por sí mismo, pero tendrá la mirada de los Nueve dirigida a su persona. Su nombre quedará en los libros de historia para siempre. —Suspiró—. Yo no tengo hijos. Me han dejado —hizo una pausa para contar— seis esposas, y me lo merecí cada una de las veces. Lo único que me queda es mi nombre. Y quiero que se lo enseñen a cada niño de escuela de Adro por el resto de la eternidad.

Taniel se bebió lo que le quedaba de cerveza. Los restos de lúpulo que había en el fondo del vaso eran amargos. Le recordaban a Fatrasta, al tiempo que había pasado cazando Privilegiados keseños en la naturaleza.

—¿Y yo dónde encajo en todo esto? Solo soy un soldado que mató a un dios que nadie cree siquiera que haya regresado.

—¿Tú? —Ricard echó la cabeza hacia atrás y se rio. Taniel no entendía qué le resultaba tan gracioso. —Lo siento —dijo secándose los ojos—. ¡Tú eres Taniel “Dos Tiros”! Eres el héroe de dos continentes. Un soldado que mató a más Privilegiados que cualquier otro hombre en toda la historia de los Nueve. Por el modo en el que lo cuentan los periódicos, tú defendiste la Fortaleza de la Corona contra medio millón de keseños por tu cuenta.

—No estaba yo solo —murmuró Taniel pensando en los hombres y mujeres que había visto morir en aquella montaña.

—Pero eso es lo que piensa la gente común. Te adoran. Te aman más de lo que aman a Tamas, y él ha sido el preferido de Adro desde que, décadas atrás, salvó las campañas gurlas por su cuenta.

—Entonces, ¿qué quieres de mí? ¿Mi apoyo?

—¡Diablos, no! —dijo Ricard entregándole la jarra vacía al camarero—. Quiero que seas mi segundo ministro. Serás uno de los hombres más famosos del mundo.

La campaña escarlata (versión latinoamericana)

Подняться наверх