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Capítulo 10

Adamat había pasado la noche en la oscuridad, atado a una silla. En algún momento ya no había podido aguantarse más las ganas de orinar y se había hecho encima. El aire olía a orina, a moho y a tierra. Estaba en el sótano de un edificio que tenía mucho tránsito, y oía el crujido y los chirridos de los tablones del suelo mientras numerosos pies se movían sobre ellos.

Había comenzado a gritar cuando se despertó en completa oscuridad. Alguien había ido a decirle que se callara. Había reconocido la voz rasposa del ladrón y lo llamó maldito perro.

El ladrón se había ido riéndose para sí mismo.

La mañana había llegado hacía horas. Adamat se daba cuenta por la luz que entraba a través de las grietas del suelo que había sobre él. Oía su propio estómago refunfuñando por comida. Sentía la garganta seca y la lengua hinchada. Tenía dolores en el cuello, en las piernas y en la espalda por estar atado a la silla durante catorce horas o más.

El ungüento de ballena que había usado para alisarse las arrugas y ocultar su edad comenzaba a quemar. Se suponía que aquella sustancia debía limpiarse en menos de doce horas.

Adamat sintió que comenzaba a adormecerse y sacudió la cabeza para mantenerse despierto. Dormir en aquella situación era mortal. Necesitaba seguir despierto. Estar alerta. Tenía una herida en la cabeza. Necesitaba más luz para poder ver si sus ojos podían enfocar correctamente.

Era difícil darse cuenta de dónde estaba. Las voces por encima de él eran apagadas, no sobresalía ningún olor específico, excepto el de su propia orina y el de la fría humedad del sótano.

Oyó el crujido de una puerta y vio luz por el rabillo del ojo. Volvió la cabeza, un movimiento que le dolió, y vio que una lámpara bajaba meneándose por unas escaleras. Oía dos voces. Ninguna del ladrón.

—No ha dicho demasiado, más que haber llamado a Toak maldito perro —dijo un hombre. La voz era aguda y nasal—. No tenía nada en su cartera, solo un billete de cincuenta kranas y un bigote falso. Ni chequera ni identificación. Podría ser un poli.

Una voz le respondió por lo bajo. Adamat no pudo oírla.

—Bueno, sí —dijo la primera voz—. La mayoría de los polis llevan una marca de la ciudad encima, aun si están intentando arrestar a alguien. Podría ser uno de esos encubiertos. El mariscal de campo los estuvo usando para acabar con los espías keseños.

Otro murmullo como respuesta.

La primera voz sonó al borde del pánico cuando siguió hablando.

—No lo sabíamos —dijo—. Toak dijo que lo capturáramos, así que eso hicimos. Estaba siguiendo a la señorita de regreso a la casa.

El que hablaba se colocó delante de Adamat con la lámpara. La sostuvo frente a su rostro. No pudo evitar alejarse de la luz titilante de la vela. Parpadeó ante el brillo y trató de ver el rostro de quien hablaba y el del hombre que murmuraba. Podía ser Vetas. Vetas lo reconocería en un segundo, y él sería hombre muerto, o algo peor.

—Mi nombre es Tinny —dijo la primera voz—. Levante la vista y mire al jefe. —Tomó a Adamat por la barbilla y lo hizo volverse hacia la luz. Él juntó la flema que tenía en la garganta y se la escupió a Tinny en el ojo. Como recompensa obtuvo un fuerte golpe en el rostro que hizo que su silla cayera al suelo.

Adamat yacía de espaldas, con las manos aplastadas debajo de él y con estrellas flotándole en la visión. No pudo evitar lanzar un gemido de dolor. Se preguntó si no tendría las muñecas rotas.

—Levántalo —dijo la voz murmurante.

Tinny colgó la lámpara del techo y enderezó la silla de Adamat. Consideró darle un cabezazo, pero pensó que últimamente su cabeza había recibido suficiente daño.

—¿Qué quieren de mí? —Adamat intentó hacer que su voz saliera como un gruñido, pero la garganta seca no le permitió lograr más que un tono áspero.

—Eso depende —respondió el murmullo—. ¿Por qué seguía a la mujer del vestido rojo?

¿Por qué...? Entonces no era Vetas. O Vetas aún no lo había reconocido.

—No seguía a nadie —repuso Adamat. Intentó mantener un acento del noroeste—. Solo salí a hacer compras y a caminar.

—¿Sin identificación? ¿Con un bigote falso? Alúmbrale el rostro.

Tinny volvió a sujetar a Adamat por la barbilla y colocó la lámpara a su lado.

La voz murmurante lanzó una risita suave.

—Ah, si serás estúpido.

—¿Estúpido por qué? ¿Por salir a caminar? —dijo Adamat.

—No le decía a usted.

La lámpara se alejó del rostro de Adamat, y él llegó a ver a Tinny con claridad. Tinny tenía los ojos muy abiertos y se había puesto pálido.

—Solo fue un error inocente, jefe. Se lo juro.

—Vete —murmuró la voz—. Espera. Dile al amo que tenemos al inspector Adamat.

Tinny volvió a colgar la lámpara del techo y se fue de la habitación. Adamat no pudo evitar el miedo helado que le trepó por la nuca. Entrecerró los ojos en la luz tenue, intentando ver el origen de ese murmullo.

—Adamat —le dijo de pronto el murmullo al oído.

Él se sobresaltó. No había oído que el hombre se moviera, y no había otra persona en aquel sótano húmedo.

—¿Quién es? —preguntó Adamat. Mantén la pose. Hazte el idiota. No dejes que te dobleguen.

Oyó un suave suspiro en el oído. De pronto, una hoja se apoyó contra su garganta expuesta.

Aún tenía el recuerdo demasiado vívido de tener una navaja pasando cerca de su garganta, no hacía más de dos meses. Se echó hacia atrás por instinto, dejando escapar un soplido. El cuchillo no lo siguió. Algo le jaló las muñecas atadas y de pronto estuvieron libres.

Se las masajeó para que recuperaran algo de sensibilidad y miró directo al frente. No se atrevía a suponer que lo habían liberado. En cualquier momento le podían clavar un cuchillo entre las costillas o cortarle la garganta. Sin duda, el hombre que tenía detrás estaba listo para cualquier movimiento repentino, e incluso si Adamat podía vencerlo en una pelea, se encontraba en un sótano, debajo del cuartel general de alguien.

Todavía no sabía dónde estaba. El murmullo pertenecía a alguien que lo reconocía, incluso con tan poca luz. Repasó cientos de nombres de distintos hombres, tratando de vincular un rostro con la voz, pero fue en vano.

Sintió, más que oyó, que la presencia volvía a colocarse frente a él. Le parecía distinguir una sombra corpulenta con una camisa sin mangas. Una cabeza calva brilló a la luz de la vela. Definitivamente no era lord Vetas.

Intentó volver a enfocar la vista parpadeando y tomó una bocanada de aire. Se le atascó en la garganta cuando percibió un leve aroma a pimentón dulce y recordó un aroma similar en su propio hogar la misma noche en que lo atacaron los Barberos de la Calle Negra.

—Eunuco. —La palabra se escapó de su garganta junto a un suspiro entrecortado de alivio. Sintió que el cuerpo se le aflojaba y presionaba las cuerdas que aún le amarraban los tobillos a la silla, pero se le volvió a tensar un momento después, cuando se dio cuenta de que el eunuco del Propietario bien podía estar aliado con lord Vetas.

El eunuco se volvió hacia Adamat.

—Por fin —dijo—. Dejamos la farsa. Ahora bien, ¿qué hacías siguiendo a la mujer del vestido rojo?

Adamat se sorbió la nariz. El olor de su propia orina era menos tolerable, de alguna manera, ahora que tenía las manos desatadas.

—Estaba trabajando —dijo.

—¿En qué?

—Yo respondo al mariscal de campo Tamas, y solo a él. Usted debería saberlo. —El eunuco se golpeteó la mandíbula con un dedo, estudiando a Adamat con sus ojos fríos y rasgados—. Estamos del mismo lado, ¿verdad? —La pregunta sonó un poco desesperada para su gusto.

—En algunos minutos mi amo habrá decidido qué hacer con usted. Si decide dejarlo vivir, le sugiero que mantenga este pequeño incidente en secreto.

—¿Si?

El eunuco se encogió de hombros.

—Quisiera saber si tenemos objetivos opuestos. Se corren rumores sobre usted, Adamat. Encontrarlo donde lo hicimos puede significar una de dos cosas.

Adamat se quedó esperando a que el eunuco explicara cuáles eran esas dos cosas. No lo hizo.

—¿Que estoy con ustedes o que estoy en su contra? —arriesgó Adamat.

—Estas cosas rara vez son tan simples como “con o contra”.

—Estaba siguiendo una corazonada —dijo Adamat—. Intentaba encontrar a alguien.

—¿A lord Vetas?

Adamat observó al eunuco durante algunos segundos muy largos. Ni un tic. Ningún indicio. Ninguna revelación involuntaria. El sujeto era tan imposible de penetrar como un mármol pulido. ¿El Propietario estaba trabajando con Vetas, proveyendo refuerzos y espías, como Adamat temía?

—Sí.

—¿Por qué?

Adamat se miró las manos. En la luz tenue llegaba a ver las marcas oscuras donde habían estado atadas. Aún podía mover los dedos. Debía sentirse agradecido por eso. Sabía que no sentiría el verdadero dolor hasta que intentara caminar. Volvió a mirar al eunuco.

Aún impenetrable. En aquella situación, la verdad podría hacer que lo mataran.

Había cientos de mentiras que podría decirle. Adamat se consideraba un buen mentiroso. Pero también podrían matarlo por la mentira incorrecta, por muy bien que la dijera, o si el eunuco siquiera sospechaba que le mentía.

Era mejor decir la verdad.

—Secuestró a mi familia —respondió—. Me chantajeó, y aún tiene a mi esposa y a mi hijo mayor. Quiero recuperarlos y luego quiero matarlo lentamente.

—Demasiada violencia planeada por tratarse de un hombre de familia —dijo el eunuco.

Adamat se inclinó hacia delante.

—“Familia” —dijo—. Recuerde esa palabra. No hay nada que haga surgir en un hombre la desesperación y la capacidad de ejercer violencia como poner en peligro a su familia.

—Interesante. —El eunuco no parecía conmovido.

Una puerta se abrió. El lado opuesto del sótano se llenó de luz y unos pasos descendieron por los peldaños.

—El amo dice que lo lleve arriba, jefe —dijo Tinny.

El eunuco frunció el ceño.

—¿Ahora?

—Sí. Quiere verlo.

Adamat se alisó el frente de su chaqueta orinada. No pensó que podría estar más nervioso que cuando estaba sentado en un sótano atado a una silla a la merced de vaya a saber quién, pero lo estaba.

—¿Voy a reunirme con el Propietario?

—Así parece. —El eunuco extendió una mano y lo ayudó a ponerse de pie—. No se preocupe —le dijo—. En los Nueve hay solo tres hombres que conocen su rostro. Usted no será uno de ellos.

Eso no tranquilizó a Adamat. Se miró los pantalones, la mancha fría y húmeda que le pegaba la tela a las piernas.

—¿Y cómo...?

—Ah. —El eunuco le hizo un gesto a Tinny para que se acercara—. Adamat es ahora un huésped. Haz que un par de las muchachas lo aseen, y llévalo a ver al amo en veinte minutos.

Tinny pasó su peso de un pie al otro.

—Parecía muy insistente.

—¿Has visto la nueva alfombra del amo? —Tinny asintió vacilante con la cabeza—. ¿Y quieres que huela como este sótano?

—No, jefe.

—Que lo aseen y luego llévalo a ver al amo.

Lo primero que debía hacer Adamat era lograr alguna impresión de aquella nueva ubicación.

Estudió la decoración y la arquitectura, pero ambas le resultaron completamente inútiles. Bajo sus pies crujía un suelo de madera pulida. Las paredes eran de yeso sobre madera, y los candelabros eran de latón. Era un lugar amplio, pero recatadamente utilitario.

Adamat fue llevado a un baño que contaba con agua corriente caliente.

Un par de sirvientas le quitaron la ropa sin ceremonia y con tanta rapidez que no pudo protestar por la indecencia de todo aquel asunto.

Cuando el eunuco dio la orden de que un par de muchachas lo bañaran, Adamat había pensado que serían prostitutas. Aquellas eran lavanderas corpulentas.

Le restregaron la espalda y el cabello a toda prisa, le echaron agua fría para enjuagar el jabón y le ofrecieron un nuevo par de pantalones. Cuando Adamat salió del baño, las mismas dos mujeres le peinaron y le colocaron el cuello de la camisa.

Tinny esperaba en la puerta. Con mejor luz, Adamat pudo ver que se trataba de un hombre enclenque de mediana estatura. Llevaba un abrigo cruzado de doble botonadura y con colas cuadradas y un corbatín almidonado. La chaqueta, los pantalones color crema y las botas que le llegaban a las rodillas eran tan increíblemente ordinarios que Adamat dudaba ser capaz de detectar a Tinny en la calle, en una hilera de hombres, a pesar de haber memorizado su rostro.

Ese era el don de Adamat, después de todo. Nunca olvidaba un rostro, y tampoco olvidaría el del Propietario. Una mirada rápida era todo lo que necesitaba.

Tinny le entregó a Adamat su cartera.

Adamat la abrió. El billete de cincuenta kranas seguía dentro. Junto al bigote falso.

Tomó la chaqueta que le ofrecía una de las mujeres y guardó la cartera dentro. Lo hizo todo sin desviar la mirada de Tinny. El hombre le devolvió la mirada con una leve sonrisa burlona, y lo miró de arriba abajo.

—Así estará bien —dijo—. Al menos ya no huele a orina. —Le sonrió con malicia—. Tiene una marca en el rostro.

Donde Tinny lo había golpeado. Encantador.

—Veo que tú te limpiaste la saliva.

La sonrisa de Tinny se convirtió en una mueca. Lo tomó a Adamat de la chaqueta. En voz baja dijo:

—Si el amo me lo ordena, lo coseré a puñaladas. Me llevará tres días matarlo. Sé quién es usted. Poli. No me gustan los de su clase.

Tan de cerca, Adamat percibió el olor a vino en el aliento de Tinny. Antes no lo había olido. ¿Tinny estaba tan aterrorizado del eunuco que había ido por un trago? Interesante. Pero lo más interesante era la manera en que estaba de pie; se inclinaba levemente hacia la izquierda, bien a causa de tener la pierna izquierda más corta que la derecha o de descargar la derecha por alguna herida.

Adamat jaló de la chaqueta para que Tinny lo soltara.

—Después de usted —dijo Tinny.

—Por favor. —El inspector hizo un gesto hacia delante con la mano.

Tinny le hizo una reverencia burlona y salió al corredor.

Adamat le observó las piernas. Cojeaba, definitivamente, descargando la pierna derecha.

Lo atacó sin advertencia, su bota impactó con firmeza contra el lado de la pierna derecha de Tinny. Este se inclinó de lado, y Adamat le tapó la boca con la mano para acallar su grito de sorpresa. Luego le aplicó casi todo su peso y lo hizo descender hasta el suelo, y le colocó una mano firme en la garganta.

—Nunca amenaces con matar a un hombre a menos que sepas sin lugar a duda que tendrás la oportunidad de hacerlo —le susurró—. Me pasé todo el verano con las personas más poderosas de los Nueve respirándome en la nuca. ¿Crees que me importa un lacayo cojo? ¿Crees que tengo tiempo para ti? Voy a hablar con tu amo. Si las cosas van mal, me matará, no me cabe duda. Pero te prometo que, si me dejan solo en una habitación contigo, no importará cuán bien me aten; me soltaré y te mataré.

Adamat soltó el cuello y la boca de Tinny.

Los distintos tipos de hombre respondían de manera diferente frente a aquellos que tenían poder sobre ellos. Algunos se enfadaban. Algunos lo aceptaban en silencio. Algunos quedaban tan aterrorizados que creían cualquier cosa que se les dijera, sin importar lo disparatada que fuese.

Por la mirada de Tinny, Adamat supuso que él pertenecía al último grupo.

Se dirigió al gran salón. Le dolía todo el cuerpo por haber pasado la noche atado a una silla, y se esforzó para ocultar su propia cojera. Pasó por delante de una docena de hombres y mujeres. Todos vestidos de manera corriente, al igual que Tinny. Probablemente fueran mensajeros y cosas por el estilo.

Adamat había estado en los cuarteles de quizás media docena de jefes criminales. Cada uno de ellos había sido un opulento palacio o un antro de perversión plagado de escoria. El centro de operaciones del Propietario era tan corriente que Adamat estaba casi estupefacto. Por lo que llegaba a ver, bien podría haberse tratado de las oficinas de algún noble poderoso, pero consciente del dinero.

En el gran salón había algunos matones. Hombres corpulentos que ponían mala cara a todo el mundo, con pistolas en los cinturones. Flanqueaban las ventanas y la puerta del frente. Vio una mujer a la que reconoció, una madama de un prostíbulo del este de Adopest que una vez le había dicho dónde encontrar a un asesino. Llevaba sus mejores galas y estaba sentada en una banca junto a la puerta de entrada. Parecía una niña esperando ver al director de la escuela.

Alguien tomó a Adamat del brazo. Él mismo se sorprendió de no sobresaltarse; se volvió y le clavó la mirada a uno de los enormes matones.

Antes de que el hombre pudiera hablar, Adamat dijo:

—Estoy buscando al eunuco. Ordenó que me bañaran y parece que he perdido a mi guía. Debo reunirme con el Propietario ahora mismo.

El matón abrió la boca y luego la cerró. Frunció el ceño.

Obviamente, no se había esperado aquello.

—Adamat —dijo una voz.

El eunuco atravesó el gran salón y le hizo un gesto con la cabeza al matón. A la luz del día, Adamat vio que llevaba un traje color café hecho a medida, con faldones largos y un pañuelo color esmeralda. El grandote se alejó y Adamat se dejó guiar por el eunuco por un corredor lateral.

—¿Dónde está Tinny? —preguntó el eunuco.

—Se tropezó. Cayó por una escalera. Le dije que yo me las arreglaría para encontrarme con usted.

—Ah. —No parecía que fuera a poner en duda la historia de Adamat—. Bueno, si entra, el amo lo verá ahora.

Se habían detenido frente a una puerta situada a un lado del corredor.

Una puerta corriente. Sin adornos. Adamat miró a un lado y al otro del corredor.

—¿Aquí?

—Sí.

—Ya veo.

—¿Esperaba otra cosa? ¿Algo más imponente, tal vez?

Adamat estudió el decorado sencillo del salón, y vio a una mujer con una pila de papeles en los brazos; llevaba un vestido largo y sencillo de aspecto tan ordinario que le hizo daño al cerebro.

—No, supongo que no.

El eunuco golpeó la puerta.

—Adelante —ordenó una voz bruscamente.

Adamat entró a la sala y cerró la puerta detrás de él.

Para su sorpresa, el lugar estaba muy bien iluminado. Era un despacho de tamaño considerable, con paneles de madera fina, ventanas de arco alto y un hogar enmarcado por una mampostería ornamentada. Junto al hogar, no muy lejos de la puerta, había dos sillas bastante desgastadas. En el otro extremo de la sala había un escritorio ancho, cubierto parcialmente por un biombo. Adamat notó que, salvo por la fina alfombra que había en el suelo, no había adorno alguno.

Junto al escritorio estaba sentada una mujer de aspecto severo, de mandíbula marcada y patas de gallo pronunciadas. Su postura era perfecta, y su vestido caía liso sobre sus piernas. En el regazo tenía una bufanda a medio tejer.

—¿Inspector Adamat? —preguntó la mujer.

Él asintió con la cabeza, mirando el biombo con curiosidad. Detrás del biombo se oían los arañazos de una pluma.

—Mi nombre es Amber —dijo la mujer. Al decirlo, lo pronunció “ambe”—. Lo primero que debe saber es que si ve el rostro del amo, incluso por accidente, morirá. —De pronto, Adamat sintió menos curiosidad por lo que había detrás del biombo—. Siéntese —ordenó, señalando una de las sillas que había junto al fuego.

Adamat se sentó.

Ella continuó.

—Yo hablo por el amo. Soy su portavoz, y usted puede dirigirse a mí como si yo fuera él, y yo hablaré con usted como si yo misma fuera él. Ahora bien, quisiera disculparme por la noche que pasó en nuestro sótano. Fue algo muy lamentable.

Los sonidos de pluma se habían detenido. Adamat notó que Amber ya no miraba hacia él, sino hacia detrás del biombo. ¿Leía alguna clase de lengua de señas por parte del amo?

—Algo absolutamente desagradable, se lo aseguro.

—Vayamos al asunto que nos ocupa —dijo el Propietario por medio de Amber—. Hay un hombre llamado lord Vetas que le ha estado causando una cantidad considerable de problemas a mi organización.

—No conozco ese nombre —mintió Adamat, preguntándose por qué se molestaba en hacerlo. Ya le había hablado al eunuco sobre Vetas y su familia.

—Vamos. Tamas lo ha mantenido muy en secreto, pero el nombre pasó por los más altos niveles de su gabinete militar. Junto con el suyo. Me parecería demasiada coincidencia que mis hombres se toparan con usted mientras sigue a una espía de Vetas.

—Han sucedido cosas más extrañas —dijo Adamat.

—¿Como que Taniel “Dos Tiros”, un célebre héroe de guerra, le dé un balazo en medio de los ojos a un dios en la cima del Pico del Sur? —dijo el Propietario— ¿O que el mariscal de campo Tamas, uno de los hombres más razonables de Adro, declare que un chef es el dios de Adro?

Adamat tamborileó con los dedos sobre el pantalón y observó a Amber mientras ella miraba detrás del biombo. Era desconcertante llevar a cabo una conversación de esa manera, pero no parecía haber alternativa.

—Usted no cree en esa estupidez, ¿verdad?

—No dije que lo creyera —dijo el Propietario a través de su intérprete—. Solo tiendo a creer en los hechos innegables, pero si solo actuara basándome en hechos innegables, no estaría aquí. La mitad de mi negocio se basa en los murmullos y los rumores. En la información.

—La información es poder —admitió Adamat—. Y, sin duda, usted se ha ganado la vida bastante bien.

—No solo es poder, también es dinero. Pero le daré esta información gratis: el mariscal de campo Tamas está muerto.

Adamat juntó las manos para ocultar el repentino temblor de sus dedos. ¿Eso era verdad? ¿Podía estar muerto el mariscal de campo? Si así era, Adamat se encontraba de pronto sin mecenas. Su campaña contra lord Vetas ya contaba con muy poco respaldo, por tratarse de un hombre tan peligroso, pero dieciséis soldados y una chequera en blanco no eran para nada despreciables. Adamat dudaba poder atacar a Vetas por su cuenta.

—¿Cómo lo sabe? —preguntó cuando sintió que podía volver a hablar. Le tembló la voz.

—Esta mañana recibí esta misiva del general Hilanska, de la Segunda Brigada. —Una mano se extendió desde detrás del biombo y le dio una nota a Amber. Ella, a su vez, se la entregó a Adamat—. Supongo que los otros miembros de la junta (lady Winceslav, Prime Lektor, Ondraus el tesorero y Ricard Tumblar) recibieron la misma nota.

Adamat quitó la cinta de seda de la nota y la desenrolló. Las letras eran adranas, pero el único párrafo que había era un gran sinsentido.

—¿Está en clave? —dijo Adamat.

—Así es. Dice...

Adamat lo interrumpió.

—Que Kresimir ha regresado y que el mariscal de campo Tamas quedó atrapado tras las líneas enemigas con solo dos brigadas. Se lo da por muerto.

El Propietario se quedó en silencio. Amber se quedó mirando detrás del biombo durante unos momentos. Abrió un poco más los ojos antes de dar la respuesta del Propietario.

—Eso fue... impresionante.

Adamat le devolvió la misiva a Amber.

—Una memoria perfecta hace que resolver claves sea muy fácil. Me pasé dos veranos, cuando niño, memorizando las claves de más de cuatrocientos códigos, comunes y no tan comunes. Este es extremadamente infrecuente, pero yo no olvido. Kresimir. Pensé que Taniel “Dos Tiros” le había dado un balazo.

—Dioses. Rumores. He levantado este imperio en el hampa de Adro sacando muy buenas conjeturas, y mi conjetura en este caso es que el general Hilanska no diría tal cosa a menos que la creyera por completo.

Adamat se reclinó hacia atrás. Observó el biombo, sintiéndose menos intimidado por algún motivo. ¿Qué había detrás de ese biombo? ¿Qué clase de persona? La mano que Adamat había visto asomándose era vieja, obviamente masculina, con las uñas cuidadas. El Propietario no se pasaba toda la vida detrás de un biombo. En otro lado, tenía una identidad diferente.

Una identidad que le permitía moverse en público.

—Solo un puñado de personas de Adopest están al tanto de esta información —dijo Adamat—. ¿Por qué me la da a mí?

El Propietario pareció vacilar.

—Porque lo deja disponible. Tamas era su empleador.

—¿Y usted quiere contratarme? —Adamat sintió que se le erizaba el cabello. En toda su vida, nunca pensó que recibiría una oferta de trabajo del mismísimo Propietario.

—Ricard Tumblar le pedirá que lo ayude con su campaña por el nuevo ministerio. Le ofrecerá una buena paga. Yo puedo pagar mejor. Fuera de eso, ¿a qué otra cosa se podría dedicar? ¿Regresaría a la fuerza policial? No creo que usted desee recorrer las calles en uniforme durante los próximos años.

—¿Para qué me contrataría usted?

—Eso me lleva de regreso a la primera pregunta. ¿Qué interés tiene usted en lord Vetas?

Adamat inclinó la cabeza hacia un lado. El Propietario no sabía nada sobre la esposa de Adamat. Lo que significaba que el eunuco todavía no se lo había dicho. Lo que significaba que el Propietario no estaba trabajando para lord Vetas o que no eran tan cercanos y que, por ende, Vetas no le había dicho nada sobre Adamat.

—Tiene a mi esposa. Lo voy a encontrar, voy a rescatar a mi esposa y voy a matar a lord Vetas.

Adamat oyó una pequeña risita que provenía de detrás del biombo. No pudo evitar fruncir el ceño.

—Perfecto —dijo el Propietario a través de Amber—. Absolutamente perfecto.

—¿Por qué le importa lord Vetas a usted?

—Como dije, le ha estado causando problemas a mi organización.

—¿Qué clase de problemas?

—La clase de problemas que no puedo resolver sin hacer mucho ruido. Él cuenta con al menos sesenta matones, y uno de ellos es un Privilegiado.

El corazón de Adamat dio un salto. ¿Un Privilegiado? Diablos. ¿Cómo podría lidiar con algo como eso?

—Me ayudaría si fuera más específico sobre los problemas.

—Ninguno le concierne.

Adamat volvió a alisarse la camisa.

—¿Una guerra territorial, tal vez? ¿Vetas entrometiéndose con sus fuentes de ingreso? ¿Levantando el avispero en el hampa? ¿Robándose a sus empleados, tal vez?

Eso explicaría por qué Roja el Zorro era uno de los guardias que había tenido como rehenes a los niños; pero si Roja se había pasado al bando de Vetas sin la autorización del Propietario, quería decir que Roja pensaba que Vetas era el más poderoso de los dos.

Un pensamiento verdaderamente aterrador.

—Ninguno —dijo el Propietario, y la traducción de Amber se tornó un tanto fría— le concierne. Esta reunión terminó. Puede irse.

Adamat parpadeó sorprendido ante lo repentino del asunto.

—¿No quiere contratarme?

—Ya no.

—¿Y no va a matarme?

—No. Fuera.

Adamat se puso de pie y estudió la sala una vez más, evitando enfocar su atención en el biombo. Todo lo que había allí era de una gran calidad, pero no había nada artesanal. Los paneles eran fresados; los candelabros, de segunda mano. Incluso el escritorio parecía ser de esos fabricados de a docenas por día en una gran carpintería. Nada que se pudiera rastrear.

Excepto la alfombra. Gurla, a juzgar por su diseño, con fibras finamente entrelazadas, incluso a los ojos de alguien sin experiencia.

Buscó un pañuelo en el interior de su chaqueta. Se sonó la nariz ruidosamente y lo dejó caer, luego se inclinó y lo tomó del suelo, asegurándose de desviar la mirada del escritorio del Propietario.

Cuando se puso de pie, Amber aún tenía esa mirada expectante que le decía que ya no era bienvenido. Ella miró hacia la puerta y él asintió con la cabeza.

Afuera, el eunuco se encontraba junto a la puerta.

—Quédese aquí —dijo, mientras entraba a la oficina del Propietario.

Adamat se tomó ese momento de soledad para estudiar las fibras que tenía entre los dedos. Solo eran unas pocas, arrugadas y secas. No podía distinguirlas de la pelusa de su bolsillo. Pero conocía a una mujer que quizá pudiera identificarlas.

El eunuco salió de la oficina y cerró la puerta detrás de él con un chasquido. Parecía preocupado.

—Puede irse —le dijo—. Por supuesto, no podemos permitir que salga por la puerta delantera. Quédese con la ropa.

Adamat abrió la boca para responder, cuando alguien lo aferró por detrás. Le apoyaron un trapo sobre la boca y la nariz, y lo último que llegó a recordar fue el olor penetrante del éter.

La campaña escarlata (versión latinoamericana)

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