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Capítulo 4

Había pocas cosas más tediosas en el mundo, reflexionó Nila sentada en el suelo de la cocina mientras observaba las llamas retorcerse en la base de la enorme olla de hierro que colgaba sobre el fuego, que esperar que el agua hirviera.

La mayoría de las mansiones estarían en silencio a esa hora. Ella siempre había disfrutado la quietud; el aire nocturno inmóvil que la aislaba del caos que era la vida de los sirvientes cuando el amo y la ama se encontraban en el hogar y la casa rebosaba de actividad. Hubo un tiempo, no hacía más que unos pocos meses (aunque parecía que fueran años), en el que Nila no conocía otra vida más que hervir agua y lavar la ropa para la familia y el personal del duque Eldaminse.

Pero ahora, lord Eldaminse estaba muerto, sus sirvientes dispersados y su hogar incendiado. Todo lo que había conocido en la vida había desaparecido.

Allí, en la mansión que lord Vetas tenía en una calle lateral, en el centro de Adopest, el personal nunca dormía.

En algún lado de la enorme casa había un hombre gritando. Nila no llegaba a entender las palabras, pero las decía con rabia. Probablemente fuera Dourford, el Privilegiado. Él era uno de los tenientes de lord Vetas, y tenía un mal carácter como Nila nunca había visto. Tenía la costumbre de golpear a los cocineros. Todos los habitantes de la casa le temían, incluso los descomunales guardaespaldas que acompañaban a lord Vetas cuando salía a hacer algún recado.

Todos le temían a Dourford excepto Vetas, por supuesto.

Hasta donde ella sabía, lord Vetas no le temía a nada.

—Jakob —le dijo Nila al niño de seis años sentado junto a ella en el suelo de la cocina—, alcánzame la lejía.

Jakob se puso de pie y se detuvo haciendo un gesto.

—¿Dónde está? —preguntó.

—Debajo del lavabo —le indicó—. En el frasco de cristal.

Jakob hurgó entre los objetos que había debajo del lavabo hasta que lo encontró. Lo tomó de la tapa y jaló.

—¡Cuidado! —gritó Nila. Se puso de pie y estuvo junto a él en un momento; lo tomó de los hombros justo cuando el frasco se soltaba y él se tropezaba hacia atrás. Colocó una mano debajo del frasco—. Te tengo —dijo. El frasco no era muy pesado, pero Jakob nunca había sido un niño muy fuerte.

Desenroscó la tapa y, con una cuchara, sacó un poco de lejía para lavar la ropa.

—No —dijo cuando Jakob extendió una mano hacia el frasco abierto—. No toques eso. Es muy venenoso. Te comerá esos deditos rosados. —Le tomó la mano y, jugando, hizo que le mordía los dedos—. ¡Como un perro furioso!

Jakob lanzó una risita y se escapó por la sala. Nila guardó la lejía en un estante alto. No deberían mantener ese tipo de productos al alcance de los niños. Incluso si Jakob era el único niño de la casa.

Nila se preguntó cómo sería su vida si aún estuviera en la mansión Eldaminse. Dos semanas antes, habría habido una fiesta por el sexto cumpleaños de Jakob. Al personal de la casa le habrían dado un estipendio y una tarde libre adicional. El duque Eldaminse probablemente habría vuelto a intentar propasarse una vez más (o dos, o tres) y lady Eldaminse habría considerado dejarla en la calle.

Nila extrañaba la quietud de las noches de lavandería en el hogar Eldaminse. No extrañaba las habladurías y los celos entre los sirvientes, o los manoseos de lord Eldaminse. Pero lo había cambiado todo por algo peor.

La mansión de lord Vetas.

Hubo un grito en algún lugar del sótano, donde lord Vetas tenía su... sala.

—Diablos —dijo Nila suavemente para sí, con la vista fija en las llamas de la cocina.

—Una dama no debe maldecir.

Nila sintió que la columna se le ponía rígida. La voz era silenciosa, tranquila. Como la superficie del océano: engañosamente plácida, a pesar de los tiburones que nadan debajo.

—Lord Vetas. —Se volvió y le hizo una reverencia al hombre que se encontraba en la puerta de la cocina.

Vetas era un rosveliano de piel amarillenta grisácea. Tenía la espalda recta, una mano metida en el bolsillo del chaleco y la otra sosteniendo su copa nocturna de vino tinto con una familiaridad informal. Si alguien lo viera en la calle, podría confundirlo con un empleado o comerciante bien vestido, con su camisa blanca, su chaleco azul oscuro y los pantalones negros que ella misma había planchado.

Nila sabía que suponer cualquier cosa sobre Vetas era un error fatal. Se trataba de un asesino. Ella había sentido sus manos en la garganta. Había mirado esos ojos, unos ojos que parecían verlo todo a la vez, y había visto el desapego con el que contemplaba a los seres vivos.

—No soy una dama, milord —dijo Nila.

Los ojos de Vetas la estudiaron con frialdad. Ella se sintió desnuda ante esa mirada. Se sintió como un trozo de carne en la mesa del carnicero. La asustaba.

Y la enfurecía. Se preguntó por un momento si él se vería tan calmado y sosegado en su ataúd.

—¿Sabes para qué estás aquí? —preguntó Vetas.

—Para cuidar a Jakob —dijo ella y le lanzó una mirada al niño. Jakob miraba a Vetas con curiosidad.

—Así es. —De pronto, una sonrisa apareció en el rostro de Vetas, y su expresión adquirió una afabilidad que no le llegó a los ojos—. Ven aquí, muchacho —dijo arrodillándose—. No te preocupes, Jakob. No tengas miedo.

El entrenamiento de Jakob como hijo de noble no le dejó otra opción más que obedecer. Comenzó a caminar hacia Vetas mirando a Nila en busca de alguna indicación.

Ella sintió que se le enfriaba el pecho. Quería arrojarse entre ellos, tomar un hierro caliente del fuego y hacer retroceder a Vetas a golpes. La sonrisa falsa de su rostro le resultaba más terrorífica que su habitual mirada estoica.

—Adelante —dijo con una vocecita leve.

—Te he traído un dulce. —Vetas le entregó una golosina envuelta en papel coloreado.

—Jakob, no... —comenzó a decir Nila.

Vetas le clavó la mirada. No había amenaza en ella, ni emoción alguna. Solo frialdad.

—Puedes aceptarlo —dijo Nila—, pero deberías guardarlo para mañana, después del desayuno.

Vetas le dio el dulce a Jakob y le alborotó el cabello.

“¡No lo toques!”, gritó Nila por dentro. Se obligó a sonreírle a Vetas.

—¿Por qué está Jakob aquí, milord? —preguntó, dejando de lado su miedo.

Vetas se puso de pie.

—Eso no te concierne. ¿Sabes cómo comportarte como una dama, Nila?

—Su... supongo. Solo soy una lavandera.

—Yo creo que eres más que eso —dijo Vetas—. Todos tienen la capacidad de ascender más allá de su posición. Tú sobreviviste a las barricadas realistas, luego te infiltraste en el cuartel del mariscal de campo Tamas con el objetivo de rescatar al joven Jakob. Y eres bonita. Nadie mira más allá de la belleza si está vestida correctamente.

Nila se preguntó cómo podía haber sabido Vetas lo de las barricadas realistas. Ella le había contado lo del cuartel de Tamas, pero... ¿qué quería decir exactamente con eso de la belleza?

—Podría darte otras tareas además de —hizo un gesto hacia Jakob y la ropa sucia— esta.

El niño estaba demasiado ocupado intentando mordisquear su dulce tan discretamente como podía para notar el desdén de la voz de Vetas. Pero Nila no. Y le daba miedo lo que él querría decir con “otras tareas”.

—Milord. —Ella hizo otra reverencia y trató de que no se le notara el odio en el rostro.

Quizá pudiera matarlo mientras se bañaba. Como había leído en esas novelas de misterio que le había prestado el hijo del mayordomo en la casa de los Eldaminse.

—Mientras tanto... —dijo Vetas. Salió al pasillo al que daba la cocina, manteniendo la puerta abierta con el pie—. Tráiganla aquí —ordenó.

Alguien maldijo. Una mujer gritó de ira; era el alarido furioso de un gato salvaje. Hubo un forcejeo en el pasillo y dos de los guardaespaldas de Vetas arrastraron a una mujer hasta la cocina. Tenía unos cuarenta y tantos, y su cuerpo estaba hundido en lugares donde no debía por haber tenido demasiados niños; tenía la piel arrugada a fuerza de trabajar, pero no marcada por el sol. Tenía el cabello negro ondulado atado en un moño en la nuca, y sus ojeras delataban su falta de sueño.

La mujer se detuvo cuando vio a Nila y a Jakob.

—¿Dónde está mi hijo? —le preguntó a Vetas.

—En el sótano —dijo él—, y no se le hará daño siempre y cuando tú cooperes.

—¡Mentiroso!

En los labios de Vetas apareció una sonrisa arrogante.

—Nila, Jakob. Esta es Faye. No se encuentra bien, por lo que debe ser observada en todo momento, o quizá se lastime a sí misma. Ella compartirá tu habitación, Jakob. ¿Podrás ayudarme a cuidarla, mi muchacho? —Jakob asintió solemnemente con la cabeza—. Buen chico.

—Te mataré —le dijo Faye a Vetas.

Vetas se acercó a la mujer y le susurró algo al oído. Ella se puso rígida y su rostro perdió todo color.

—Ahora bien —dijo Vetas—, Faye se hará cargo de todas tus responsabilidades, Nila. Ella lavará la ropa y ayudará con Jakob.

Nila intercambió una mirada con la mujer. Sintió un nudo de miedo en el estómago, que reflejaba el que Faye tenía en el rostro.

—¿Y yo? —Sabía lo que haría Vetas con alguien que no tenía una tarea asignada. Aún recordaba a la niñera muerta de Jakob, la que se había negado a seguirle el juego a Vetas.

De pronto, Vetas cruzó la sala. Tomó a Nila del mentón, le giró el rostro hacia un lado y luego hacia el otro. Le metió el pulgar en la boca por la fuerza y ella tuvo que resistirse a mordérselo mientras él le examinaba los dientes. De pronto, él se alejó y se limpió las manos con una toalla de cocina, como si acabara de manipular un animal.

—Tus manos tienen muy poco desgaste de lavar la ropa. Llamativamente poco, para ser sincero. Por la mañana te daré una crema y te la aplicarás cada hora. Esas manos parecerán tan suaves como las de una noble en muy poco tiempo. —Le dio una palmada en la mejilla.

Nila resistió el impulso de escupirle en un ojo.

Vetas se inclinó hacia delante y habló en voz baja para que Jakob no pudiera oírlo.

—Esta mujer —dijo señalando a Faye— es tu responsabilidad, Nila. Si hace algo que me desagrade, tú sufrirás por ello. Jakob sufrirá por ello. Y, créeme, sé cómo hacer sufrir a la gente. —Se alejó lanzándole una sonrisa a Jakob. En voz más alta dijo—: Creo que necesitas ropa nueva, Jakob. ¿Te gustaría que fuéramos de compras?

—Muchísimo, señor —dijo Jakob.

—Mañana iremos. También compraremos algunos juguetes.

Vetas miró a Nila, y sus ojos cargaban con una advertencia silenciosa. Luego abandonó la sala con sus guardaespaldas.

Faye se acomodó el vestido y tomó una bocanada de aire. Pasó la vista por toda la sala. Una mezcla de emociones le fue pasando por el rostro: furia, pánico y miedo. Por un momento, Nila pensó que la mujer tomaría una sartén y la atacaría.

Nila se preguntó quién era. ¿Por qué estaba allí? Obviamente, se trataba de otra prisionera. Otro peón en los planes de Vetas. ¿Podría confiar en ella?

—Soy Nila —le dijo—. Y este es Jakob.

Faye posó la vista sobre Nila y asintió con la cabeza con un gesto de ira.

—Soy Faye. Y voy a matar a ese desgraciado.

La campaña escarlata (versión latinoamericana)

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