Читать книгу La campaña escarlata (versión latinoamericana) - Brian McClellan - Страница 20

Оглавление

Capítulo 11

Unos cañonazos distantes despertaron a Taniel. Había estado dormitando con las riendas en la mano.

Unos pensamientos oscuros le rondaban la mente, densos como las nubes de humo del fumadero de mala. Aún podía ver al Guardián comiendo pólvora negra. Aún podía sentir la fuerza aumentada por la pólvora de los miembros retorcidos de aquel monstruo. ¿Cómo podían los keseños haber hecho una de esas criaturas a partir de un mago de la pólvora? Por lo que sabía de los Guardianes y de los Privilegiados, eso parecía imposible.

Al igual que apuñalar a un Guardián con su propia costilla después de arrancarla del pecho de la criatura, claro.

La sensación repentina de estar cayendo lo hizo aferrarse con pánico al cuerno de la montura, lo que asustó al caballo. El mundo pareció girar a su alrededor. Tomó varias bocanadas de aire profundas y entrecortadas. Incluso cuando notó que no se estaba cayendo de verdad, el corazón siguió latiéndole acelerado. Cinco días sin mala. Le temblaban las manos, tenía la boca seca y la cabeza le palpitaba. El calor del sol no ayudaba para nada.

De pronto, una mano fresca le tocó la mejilla. Ka-poel iba sentada detrás en la montura. Había pasado casi todo el viaje con los brazos rodeando la cintura de Taniel porque no sabía cómo montar un caballo. Debería de haber sido muy incómodo tenerla aferrada con ese calor, pero, en cierto modo, era lo único que lo aliviaba.

Claro, no se lo admitiría a ella.

Era temprano por la tarde, y las montañas se iban acercando a cada lado a medida que se adentraban en el Camino de Surkov. Habían pasado la noche en Fendale, una gran ciudad de unos cien mil habitantes que había pasado a tener el cuádruple de eso a causa de las reservas del ejército y de los refugiados de Budwiel.

El poco tiempo que Taniel había logrado dormir había sido con un sueño inquieto y plagado de pesadillas. Una vez había leído que la única manera de dormir después de hacerse adicto a la mala era con más mala.

Ka-poel le quitó la mano de la mejilla; él lo lamentó de inmediato, y eso le hizo sentirse decididamente incómodo. ¿Qué iba a hacer con aquella muchacha? Ella parecía pensar que él le pertenecía de alguna manera. Suponía que podría acostarse con ella, pero pensar en eso lo hacía tener... sentimientos encontrados. Ella era una salvaje, y su sirvienta. Una compañera y nada más. No había una sola persona en la alta sociedad adrana que no lo considerase completamente inapropiado.

Pero ¿cuándo le había importado a él lo que la sociedad consideraba apropiado?, se recordó a sí mismo. ¿Y una salvaje? Taniel había visto la hechicería de Ka-poel. Ella le había salvado la vida varias veces. Ella era cualquier cosa, menos “tan solo una muchacha salvaje”.

Parpadeó para intentar liberarse de la niebla que se le extendía en la mente, pero no tuvo éxito. Quedarse dormido de esa manera podía ser peligroso. Llegarían al frente al otro día por la noche, y allí tendría que averiguar si quedaba algún otro mago de la pólvora en el ejército, y si había noticias de su padre. Y por supuesto, tendría que presentarse ante... ¿ante quién? Taniel nunca se había presentado ante nadie más que el mariscal de campo Tamas.

¿Podía Tamas estar realmente muerto? Se sorprendió al sentir un nudo en la garganta al pensar en eso. Él amaba a su padre, y hasta lo admiraba, pero Tamas no le caía bien, y nunca habían estado demasiado cerca. Después de todo, el viejo desgraciado le había ordenado matar a su mejor amigo. Taniel ni siquiera sabía dónde estaba Bo en ese momento. Tal vez había muerto en la montaña, o había sido ejecutado por Tamas semanas atrás.

Taniel esperaba que ambos estuvieran con vida, tanto Tamas como Bo. Aún había cosas que necesitaban ser dichas.

Y en cuanto a Ka-poel... Respeto. Eso era todo lo que estaba sintiendo. Y una sensación de desesperanza, pues Tamas había sido la mejor apuesta para que Adro ganara la guerra.

Se detuvieron a descansar en uno de los tantos pueblitos que había en el Camino de Surkov entre Fendale y Budwiel. En circunstancias normales, un pueblo como aquel tendría unos pocos miles de residentes. En aquellos tiempos de guerra, estaba desbordado. Las caravanas de suministros fluían a través de la ciudad, y las reservas de infantería recorrían las calles de uniforme, disfrutando algunos días lejos del frente de batalla. Taniel observó pasar decenas de carros que llevaban soldados muertos y heridos desde el frente. Había visto cientos de esos carros desde su partida de Adopest. No era un buen presagio para la guerra.

—Capitán, si me sigue ignorando un segundo más, lo haré azotar.

Ka-poel, que estaba sentada junto a Taniel sobre una ladera con hierba mientras almorzaban, le dio un codazo en las costillas. Él levantó la mirada, genuinamente sorprendido de que alguien le estuviera hablando.

Un coronel a caballo, con sus rasgos estrechos retorcidos en una mueca. Señaló a Taniel con su fusta:

—Capitán, ¿a qué brigada pertenece? —Le dio a Taniel un momento para responder, y luego dijo—: Quítese esa expresión estúpida del rostro. ¿Es una pregunta tan difícil de responder?

—A ninguna —dijo Taniel.

—A ning... ¿es usted idiota? ¿Es capitán del ejército adrano o no? ¡Cuidado como responde, muchacho, o lo haré arrestar por hacerse pasar por un oficial!

Taniel tanteó las estrellas de capitán que tenía en la solapa. Eran de oro, pues había usado sus botones de plata para comprar mala, y aquellas eran el único reemplazo que había conseguido con tan poca anticipación. Tenía su insignia de barril de pólvora en el bolsillo. ¿Quién diablos era ese hombre? Él nunca le había dado explicaciones a nadie, más que al mariscal de campo. Supuso que, técnicamente, estaba vinculado a una brigada. ¿La Séptima, tal vez?

Se encogió de hombros.

El rostro del coronel se puso rojo.

—¡Mayor!

Una mujer de unos treinta y tantos años se acercó con su caballo hasta el coronel.

—¿Señor?

Tenía el pelo castaño y largo peinado en una trenza, y un rostro delgado con un lunar en la mejilla izquierda. Le hizo un saludo al coronel y miró a Taniel.

—Arresta a este hombre —dijo el coronel.

—¿Cargos, señor?

—Faltarle el respeto a un oficial superior. No me saludó, ni respondió mis preguntas, ni se puso de pie ante mi presencia.

La mayor descendió del caballo y le hizo un gesto a un par de soldados perfectamente uniformados para que se acercaran.

Taniel observó a los tres mientras se acercaban. Tomó un bocado de cordero y queso y masticó lentamente.

—Póngase de pie, capitán —dijo la mayor. Cuando Taniel no respondió, le hizo un gesto con la cabeza a uno de los soldados, y este se inclinó para tomar a Taniel del brazo.

Taniel levantó la pistola de su regazo, la amartilló y apuntó al soldado.

—Mala idea, soldado —dijo. Casi sonrió al ver la expresión en el rostro de la mayor y del coronel, pero dudaba que eso hubiese mejorado su situación.

—Eh, señor —dijo uno de los soldados—, ¿es usted Taniel “Dos Tiros”?

—Sí. Así es.

—Yo estuve en la séptima. Es un placer conocerlo, señor, pero parece que debemos arrestarlo.

Taniel le clavó la mirada a la mayor.

—Eso no va a suceder hoy.

La mayor retrocedió un momento y habló en voz baja con el coronel. Unos momentos después, el coronel asintió con la cabeza y la mayor y los soldados recibieron la orden de retirarse.

Taniel siguió almorzando, y se dio cuenta de que el coronel seguía sobre su caballo, a no más de tres metros de él. El hombre se acercó un poco. Taniel levantó la mirada. No estaba de humor para aquello.

La expresión del coronel seguía siendo de desaprobación.

—Mis disculpas, capitán, no lo reconocí. Ya nos hemos conocido, pero fue hace años. Su padre era un gran hombre.

Taniel tragó un bocado. ¿Cómo debía responder a eso?

—Sí, lo era.

—Capitán, debo advertirle algo. El mariscal de campo era bastante indulgente con todos sus soldados, sobre todo con sus magos. Tras su muerte, hubo un cambio de política en ese sentido. Dudo que el Estado Mayor haga una excepción por usted, aun con su reputación. Si vuelve a apuntar con su pistola a un oficial de rango, será...

—¿Fusilado? —preguntó Taniel, incapaz de evitar una sonrisa de satisfacción.

El coronel frunció el ceño.

—Colgado.

—Gracias por la advertencia. Señor.

El coronel le hizo un gesto con la cabeza.

—Me alegra oír que se recuperó, capitán. Lo necesitamos en el frente. —Se quedó allí un momento, como si esperara que Taniel se pusiera de pie y lo saludara. Si era por Taniel, el sujeto podría haber esperado todo el día. Después de casi un minuto, hizo girar a su caballo y se alejó al trote.

Taniel no pudo evitar preguntarse por qué el coronel no se encontraba en el frente con el resto del ejército.

—Pole —dijo—. No sé si sea buena idea que vengas conmigo.

Ella le puso los ojos en blanco.

—Hablo en serio, Pole. Es una zona de guerra. Sé que ya has estado en una guerra. —Diablos, ella había estado con él enfrentándose al mismo Gran Ejército keseño hacía solo un par de meses. Él la había visto masacrar a media camarilla real keseña en el Pico del Sur—. Pero me he sentido... extraño desde que me hiciste regresar. No sé qué es lo que haré. Preferiría que no murieses por culpa mía.

Volvió a recordar la sangre que ella tenía en las manos cuando él despertó del coma. Había visto soldados muertos y un hombre que él creyó que debía reconocer inconsciente en el suelo. Ka-poel había intentado explicárselo con gestos de las manos. Taniel llegó a la conclusión de que ella había intercambiado una vida por la suya. No sabía de quién, pero pensar en eso le ponía enfermo.

Ka-poel le quitó el trozo de queso de la mano y se lo echó a la boca. Esa parecía ser toda la respuesta que Taniel obtendría.

—Bueno —dijo—. Tenía que intentarlo. Será bueno tenerte a mi lado.

Ka-poel frunció los labios en una sonrisa socarrona.

—A mi lado, Ka-poel. Yo no...

Ella se llevó un dedo a los labios, y su sonrisa se ensanchó.

—No les gustará que estés conmigo —dijo él—. Hay algunas mujeres soldado, y la confraternización está estrictamente prohibida. Sucede todo el tiempo, por supuesto, pero los oficiales prefieren mantener las apariencias. Quizás intenten hacerte dormir en otra tienda.

Ka-poel extendió las manos, como en una expresión de pregunta.

—¿Qué? ¿La confraternización? Ya sabes. Hombres y mujeres... juntos. En la intimidad.

Ella señaló entre ellos y luego hizo un movimiento de corte con la mano. “Pero nosotros no estamos juntos”. Su sonrisa hizo que el movimiento pareciera una burla, como cuando un niño niega haber hecho algo malo cuando lo atraparon haciéndolo.

Eso hizo que el corazón de Taniel latiera más rápido, y sintió que se estaba ruborizando.

—Bien, niña, nos vamos ya. Después de que vaya a mear.

Cuando él regresó al caballo, la encontró ya sentada sobre la montura, pero tirada hacia delante, como si esperara que él se sentara detrás de ella.

—Muévete hacia atrás —le dijo.

No le hizo caso. Él se subió a la montura y se colocó detrás de ella, y para tomar las riendas, no le quedó otra que envolver con sus brazos la cintura de Ka-poel. Ella se acurrucó contra su pecho y él chasqueó las riendas dando un suspiro.

La cantidad de gente que circulaba por el camino fue aumentando a medida que se acercaban más y más al frente. Durante los últimos quince kilómetros había tantas tiendas que cubrían el valle completo de un lado al otro. Parecía un mar de gente; había todo tipo de profesiones, desde soldados hasta putas. Taniel vio soldados con galones de casi todas las brigadas de Adro, incluyendo todas las de las Alas de Adom, los mercenarios de lady Winceslav. Para ese entonces, ella debía de saber que Tamas estaba muerto. Taniel se preguntó si retiraría a sus mercenarios de la guerra.

El camino parecía desaparecer debajo de la multitud, y Taniel sabía que solo estaban a una tormenta de que aquello se convirtiera en un lodazal de porquería. El río Bajo Ad atravesaba el lugar; un chiquero sucio tapado con los desperdicios de cientos de miles de personas. Había barcazas amarradas aquí y allá a lo largo del río; embarcaciones de suministros que provenían de Adopest y que seguramente llevaban comida, armas y nuevos reclutas.

Las tiendas pasaron a estar un poco más ordenadas cuando Taniel llegó finalmente al ejército de verdad. Nunca pensó que desearía volver a ver líneas rectas y disciplina, pero después de tener que atravesar los últimos kilómetros, se alegraba de haber dejado atrás a las reservas y a los parásitos.

Durante todo el recorrido por el Camino de Surkov, los cañonazos habían retumbado todos juntos como truenos en la distancia. Ahora se llegaba a distinguir las explosiones individuales. Al parecer, los artilleros trabajaban a tiempo completo.

Eso no lo sorprendía; él había visto al Gran Ejército keseño.

Lo que sí lo sorprendió fueron los estruendos y chispazos de hechicería que detectó al acercarse. Había Privilegiados luchando en el frente, en ambos bandos. La mayor parte de la Camarilla de Kez había sido eliminada por Ka-poel en la batalla por el Pico del Sur o en Kresim Kurga. ¿Y dónde había conseguido Adro a sus Privilegiados?

Taniel tuvo que preguntar un poco, pero enseguida encontró el comedor de oficiales más cercano. Eran mayormente oficiales de la Tercera Brigada. Arrojó su insignia del barril de pólvora sobre la barra.

—Necesito una habitación —dijo.

El cantinero lo miró con recelo.

—No tenemos habitaciones, señor. Estamos llenos.

—Echa a alguien —repuso Taniel—. No dormiré en una tienda en este desorden. —Diablos. Él despellejaría a cualquiera que intentara hacerle eso a él. Pero, con un ejército de ese tamaño, no pensaba dejar a Ka-poel en ningún lugar que no contara con una puerta con cerradura.

—Lo lamento, señor. No puedo hacer eso.

Taniel bajó la mirada hacia su insignia de barril de pólvora.

—Ves esto, ¿verdad?

El cantinero deslizó la insignia de mago de la pólvora por la barra en dirección a Taniel.

—Mire, señor. Ya no quedan magos de la pólvora en el ejército. Fueron todos eliminados. Así que no intente hacer esa jugarreta conmigo.

Taniel se inclinó hacia atrás en su taburete. ¿Todos? ¿Muertos?

—¿A qué te refieres con “eliminados”? ¿Cómo podrían ser eliminados?

—Estaban con el mariscal de campo Tamas cuando se perdió detrás de las líneas enemigas.

—¿No hay un solo Marcado de este lado de Budwiel?

—No solo de este lado de Budwiel. Están muertos.

—¿Has visto los cadáveres? —preguntó Taniel enérgicamente—. ¿Y bien?, ¿los has visto? ¿Conoces a alguien que los haya visto? ¿Ha habido noticias recientes de Kez? Me parece que no. Ahora dame un trago y haz que alguien haga algo para conseguirme una habitación.

El cantinero cruzó los brazos encima de su delantal sucio y no se movió.

—Mira —dijo Taniel—, si soy el último mago de la pólvora con vida al norte de Budwiel, entonces, soy una maldita celebridad. Allí afuera hay Privilegiados a los que hay que matar. Necesitaré un trago y, finalmente, dormir un poco para poder hacerlo.

—¿Este hombre te está molestando, Frederik?

Una mujer se situó en la barra y miró perpleja a Taniel. Se trataba de la mayor con el lunar en la mejilla. La que había intentado arrestarlo antes.

¿Lo había seguido?

—Señora —dijo Frederik—. Dice ser un mago de la pólvora.

—Así es. Es Taniel “Dos Tiros”.

El cantinero le hizo una reverencia rápida.

—Lo lamento, señor. ¿Qué desea beber?

—Ginebra. —Taniel se aclaró la garganta—. La disculpa no es necesaria.

—¿Y para la salvaje?

Ka-poel tamborileaba con los dedos sobre la barra, con expresión aburrida.

—Se llama Ka-poel, y beberá agua.

Ella lo golpeó en el hombro.

—Vino —se corrigió Taniel—. Algo que tenga sabor suave.

La mayor observó a Taniel con cautela, midiéndolo como lo haría con un enemigo en el campo de batalla.

—¿Usted deja que sus sirvientes lo traten así? —preguntó.

—Disculpe —dijo Taniel intentando que no se notara su irritación—. No debo de haber oído su nombre.

—Soy la mayor Doravir, de la Tercera, adjunta de la general Ket.

—Mi “sirvienta” es una Ojo de Hueso, mayor. Una hechicera más poderosa que media Camarilla de Kez junta.

Doravir pareció vacilar.

—¿Es su esposa?

—No.

—¿Su prometida?

Taniel miró a Ka-poel. ¿Le había dado esa impresión a aquella mayor?

—No.

—¿Tiene rango?

—No.

—Entonces no tiene lugar en el comedor de oficiales. Puede esperarlo afuera.

—Es mi invitada, mayor.

—Con toda esta multitud, la general Ket ha decretado que solo los cónyuges pueden permanecer con los oficiales en el comedor. Había muchos hombres trayendo a sus putas para que durmieran con ellos.

Taniel sintió que sus dedos se acercaban a la pistola que llevaba en el cinturón, pero recordó el consejo que el coronel le había dado antes. No, no podía hacer eso allí. Se volvió hacia Ka-poel.

—Pole, ¿quieres casarte conmigo?

Ka-poel asintió con la cabeza, completamente seria.

Diablos. Taniel rogó que ella viera a qué estaba jugando. Volvió a mirar a Doravir.

—Es mi prometida. —Le echó una mirada al camarero—. Consígueme una habitación.

Doravir resopló por la nariz.

—Usted es gracioso, Dos Tiros. Puede quedarse conmigo en mi habitación. Frederik, dale una llave.

—¿Y mi prometida?

—Puede quedarse en el ropero. —Doravir le esbozó una sonrisa burlona a Ka-poel. Aquello no pintaba bien.

Taniel tomó el vaso de ginebra de la barra y se lo bebió de un solo trago. Casi lo tumba. ¿Cuánto hacía que no bebía licores fuertes? Parpadeó varias veces, rogando que sus ojos no estuvieran lagrimeando visiblemente.

—Me quedaré en otro sitio, gracias.

—Buena suerte —resopló Doravir—. No hay una habitación vacía a menos de ocho kilómetros del frente, y ahora que Tamas ha muerto, nadie tolerará que un mero capitán lo haga echar. Tendrá que echar a un soldado raso de su tienda.

Taniel sintió cierto placer ante el tono de enfado en su voz.

—Creo que haré eso entonces. Vamos, Ka-poel.

A Adamat lo despertaron las bofetadas de unas manos ásperas. Se lanzó hacia delante extendiendo una mano hacia un bastón que no estaba allí y, atontado, miró a su alrededor.

Estaba en el interior de un carruaje con otro hombre; el mismo carterista que lo había golpeado con una pistola antes de llevarlo a casa del Propietario. El carruaje no se movía. Afuera se oía el ajetreo general de una muchedumbre vespertina.

—Toak, ¿verdad? —preguntó Adamat.

El hombre asintió con la cabeza. Tenía una pistola en la mano derecha; amartillada y apuntando a Adamat.

—Salga.

—¿Dónde estamos?

—A cuatrocientos metros de la Plaza de las Elecciones, hacia el norte. Salga.

Adamat descendió del carruaje y mantuvo la mano en alto para cubrirse los ojos del sol de la tarde. En cuanto se bajó del estribo, el carruaje arrancó y desapareció por la calle. Adamat se restregó los ojos e intentó hacer funcionar su mente. Tenía náuseas. ¿Qué le habían dado? Ah, sí. Éter. Estaría aturdido durante varias horas más.

Se quedó en un café cercano hasta antes de que oscureciera, recuperando poco a poco sus sentidos.

¿Por qué le había ofrecido empleo el Propietario y luego lo había echado de nuevo a la calle? Era una forma muy extraña de comportarse. El Propietario era conocido por su confidencialidad y por su eficiencia. Por cumplir sus promesas y por destruir a su competencia. No era conocido por comportarse de manera extraña.

Debía de ser algo que Adamat había dicho.

Le llevó más de una hora darse cuenta de lo obvio. Le echó la culpa al éter.

El Propietario había tenido la intención de pagarle por ir tras lord Vetas. Pero ¿por qué pagarle a alguien por algo que ya piensa hacer? Adamat meneó la cabeza. Una estupidez. Por parte de él como del Propietario. Si Tamas realmente estaba muerto, él perdería los pocos soldados que le había asignado. Adamat no podía atacar a lord Vetas él solo.

Sabía dónde se escondía lord Vetas. La casa de la mujer del vestido rojo. La casa donde había visto al niño Eldaminse.

Ahora que lo sabía, sería necesario llevar a cabo un asalto frontal. Lo mismo que habían hecho para rescatar a sus hijos. Arrojar abajo las puertas, tomarlos por sorpresa. Un hombre como lord Vetas tendría guardias. ¿Qué había dicho el Propietario? Al menos sesenta hombres y un Privilegiado.

Adamat necesitaba gente. Necesitaba ayuda. La ayuda del Propietario.

Sin duda, el Propietario lo haría seguir. Pero Adamat no quería que el Propietario conociera la ubicación de su casa segura ni los recados de los que necesitaba encargarse. Se puso de pie y llamó un carruaje de alquiler.

Cambió de carruaje tres veces y cortó camino por media docena de edificios antes de sentirse lo suficientemente seguro de que ya nadie lo seguía.

Ya había anochecido hacía rato cuando llegó a la fábrica textil. Los telares seguían trabajando, a pesar de la hora tardía. Adamat persuadió a quienes fue necesario persuadir para que le permitieran entrar y subió por unas escaleras desvencijadas de hierro forjado hasta una sala desde donde se veía la planta de trabajo de la fábrica. Dentro había una mujer inclinada sobre un microscopio de latón. Tenía unos cuarenta años, y llevaba el pelo teñido de negro para ocultar las raíces grises. Las paredes de su oficina estaban cubiertas con muestras de tela de todas clases; desde lona barata hasta sedas delicadas que costaban cien kranas por metro.

Adamat golpeó la puerta.

La mujer le hizo un gesto para que entrara sin levantar la vista del microscopio.

—Hola, Margy —dijo él.

La mujer finalmente levantó la mirada.

—Adamat —dijo sorprendida—. Qué placer.

—Me alegro de verte. —Se quitó el sombrero.

—Igualmente.

Adamat le tomó la mano un momento. Margy era una de las más viejas amigas de Faye. Él consideró contarle toda la situación, pero luego descartó la idea.

—Necesito ayuda —le dijo.

—¿No es una visita social, entonces?

—Por desgracia, no.

Margy regresó a su microscopio.

—¿No sueles enviar a Faye para esta clase de tareas? Y por cierto, ¿cómo está? No he oído noticias suyas durante todo el verano.

Adamat se encogió de hombros.

—No está bien. Con todo lo que sucedió, con la revolución y todo eso. Le ha sentado pésimo.

—Lamento oírlo. —De pronto, Margy escupió en el suelo con expresión amarga—. ¡Maldito sea ese Tamas y su condenado golpe de Estado!

—¿Margy? —Adamat no pudo evitar parecer sorprendido.

Ella siempre había sido franca, pero él no la habría considerado una realista en absoluto. Margy había ascendido a capataza en jefe de la fábrica textil más grande de todo Adro por sí misma, no porque alguien la hubiera ayudado.

—Nos llevará a todos al desastre —dijo apuntando con el dedo a Adamat—. Espera y verás. Ojalá no te creas todo ese sinsentido de que está intentando mejorar el mundo. Se trata de una toma de poder, eso es todo.

Adamat levantó las manos.

—Yo no me meto en cuestiones políticas.

—Todos tenemos que tomar partido en algún momento, Adamat. —Se colocó un mechón suelto detrás de la oreja y se aclaró la garganta. Adamat se daba cuenta de que ella estaba un poco avergonzada por su arrebato—. Bueno, ¿qué necesitas?

Adamat extrajo las fibras del bolsillo, con la esperanza de estar dándole fragmentos de la alfombra del Propietario y no un hilo de su chaqueta prestada.

—Necesito encontrar esta alfombra —le dijo.

Ella tomó las fibras con delicadeza.

—Esto no es pelusa de tu bolsillo, ¿verdad? Faye me trajo pelusa de bolsillo más de una vez.

—Espero que no.

Margy colocó las fibras debajo del microscopio y ajustó las ruedas del artefacto durante algunos momentos.

—Lana vanduviana —dijo.

—¿De alta calidad?

—La más fina. La persona que tiene esta alfombra es muy muy rica.

—¿Hay alguna probabilidad de rastrear la alfombra?

Margy se alejó del microscopio.

—Diría que sí. Hay pocos vendedores de alfombras que vendan vanduvianas. Preguntaré por ahí. Regresa en un par de semanas y quizá tenga algo.

—¿Tanto tiempo?

—¿Lo necesitas antes?

—Si fuera posible. Es un asunto bastante urgente.

Margy suspiró.

—Te costará.

—No tengo demasiado dinero encima.

—No quiero dinero —dijo Margy—. Dile a Faye que me lleve a cenar a Café Palms antes de que llegue el otoño y quedaremos en paz.

Adamat tragó saliva y se obligó a esbozar una sonrisa.

—Eso haré.

Margy regresó a su microscopio.

—Vuelve en una semana, para entonces ya sabré de dónde proviene la alfombra.

La campaña escarlata (versión latinoamericana)

Подняться наверх