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Lunes, 6 de agosto de 2018

De pie al lado de la mesa de la cocina, Emily dejó el cuaderno que le había dado su abuela Malak, en el cual había escrito a lo largo de su vida.

Contenía una buena cantidad de recetas de postres de la gastronomía marroquí, además de platos salados, masas y panes. Se trataba de un cuaderno antiguo forrado con piel de camello cuyas hojas se habían vuelto de color amarillo.

El forro la impresionaba bastante. Estaba en contra de la matanza de animales, razón por la cual hacía años que era vegetariana. Tampoco usaba ropa de cuero o piel. Sin embargo, conservaba el ejemplar en sus condiciones originales por su valor histórico y personal. Y también porque formaba parte de las costumbres y cultura de su abuela.

Cuando estaba viva, su abuela Malak se había encargado de transmitirle los pormenores de su vida con la intención de que su historia no se perdiera en el tiempo. Le había enseñado canciones, contado anécdotas… ¡tantas cosas! Milly esperaba poder utilizarlas en la trama de su novela. Era su forma de honrar a esa mujer que había sido tan importante para ella: perpetuar su nombre y su recuerdo. Además, el proceso de investigación que debía llevar a cabo para reforzar todos esos conocimientos le permitiría reencontrarse con sus raíces maternas y conocer más cosas sobre esa parte de su árbol genealógico.

Por lo que sabía, junto con la documentación y bibliografía con la que había estado trabajando hasta el momento, Emily intuía que, en ese camino de exploración, sus valores podrían chocar con las tradiciones y el modo de vida marroquí. Sin embargo, para poder cumplir con su trabajo, se había propuesto adentrarse en ese mundo, convivir con su cultura y descubrir sus costumbres sin juzgarlas; era el único modo de lograr sus objetivos.

Allí, en la cocina de su casa, Emily se encontró ante la primera prueba. Respiró hondo antes de alargar la mano y tocar el borde superior de la cubierta del cuaderno con la punta de los dedos. Después cerró los ojos durante unos segundos, lo justo y necesario para apoyar la palma sobre la superficie. No era la primera vez que la tocaba, por supuesto, aunque ahora lo hacía con una connotación diferente.

Cuando buscaba conectar con algo, lo que fuera, en este caso los recuerdos de su abuela, Milly solía utilizar todos los sentidos. Necesitaba estar ahí, y en su mente, gracias a su táctica, lo estaba. Abrió los ojos al mismo tiempo que deslizaba la mano sobre la piel de camello, que se sentía suave y ligera al tacto. Levantó el cuaderno y se lo llevó a la nariz para inhalar el aroma a papel antiguo y piel. Aún le parecía poder escuchar las palabras de Malak…

—En mi tierra, todo se fabrica a mano. ¿Ves este cuaderno, querida? —Emily recordaba que ese día, sentada en el suelo frente a su abuela, lo había tocado por primera vez. Era capaz de recordarlo perfectamente y recrear los diálogos con una facilidad asombrosa—. Está forrado con piel de camello.

—¿¡Piel de camello!? —preguntó Emily asombrada.

—Sí, cariño; piel de camello. Este noble animal es muy preciado en Marruecos. Verás, no solo proporciona transporte, sino también carne y leche y, por supuesto, piel.

Tras las palabras de su abuela, Emily se había centrado en el libro de recetas que tenía entre las manos, del cual acarició la cubierta.

—Es muy suave… ¿Siempre es así?

—En realidad, no. Lo cierto es que, para que queden tan suaves, deben trabajarse mucho. Para eso existen lugares especiales llamados curtidurías. El proceso para tratar las pieles es ancestral… ¿Sabes qué significa esa palabra?

—¿Qué se hace lo mismo desde hace muuucho tiempo?

—Algo así… —respondió Malak con una sonrisa, entonces prosiguió con su relato—. Hace novecientos años, una dinastía bereber marroquí muy importante, la de los almohades, enseñó a la gente cómo trabajar las pieles con este proceso, ¿y sabes qué es lo más curioso?

—¿Qué?

—¡Que en Marruecos, las pieles todavía se tratan de esta forma! Y te voy a decir aún más: dos de mis hermanos, que se mudaron a Fez cuando aún eran muy jóvenes, trabajaron durante toda su vida en las curtidurías de Chouwara, que son de las más importantes. Además, cuando ellos ya no pudieron hacerlo, sus hijos y nietos tomaron el relevo —señaló Malak con orgullo.

No resultaba extraño que toda la familia se dedicara al mismo oficio. Una costumbre bastante arraigada entre los curtidores marroquíes es que este pase de generación en generación. A Emily le asombraba que así fuera teniendo en cuenta las condiciones insalubres que implicaba el trabajo. Desde luego, cuando su abuela le había relatado la técnica, no había sido consciente de ello.

—Los curtidores trabajan al aire libre, soportando temperaturas muy altas, de esas a las que no estamos acostumbrados en Londres, y utilizan sustancias como cal, orina de vaca y excrementos de paloma.

—¡Puaj! ¡Qué asco! —exclamó Emily mientras arrugaba la nariz.

—No te lo negaré, el olor es repugnante. Solo visité las curtidurías una vez y te juro que era insoportable. Sin embargo, es esa mezcla la que otorga a las pieles la textura suave y flexible. Se dejan varios días en remojo y después se retiran, se limpian y se revisan antes de sumergirlas en grandes cubas con agua y pigmentos naturales para darles color.

—Esta parte de tu cuento me gusta más, abuelita —afirmó Emily—. ¡Me encantan los colores!

—Lo sé, mi pequeña. ¡Y ojalá pudieras ver qué colores más bonitos hay en esos talleres! ¡Es como tu paleta de acuarelas, pero gigante!

—¿Como mis acuarelas? ¡Qué bonito!

—Iguales, pero conseguidas a partir de flores y plantas. Por ejemplo, las flores de la mimosa, el azafrán o la cúrcuma se usan para darles un color amarillo; las de las amapolas, para el color rojo; la menta para el verde; el índigo para el azul… Cuando ya están teñidos y se han secado, los artesanos marroquineros utilizan los cueros para confeccionar bolsos, abrigos, zapatos, instrumentos musicales… tantas cosas como puedas imaginar.

—¿Como la cubierta de tu cuaderno? —razonó Emily.

—¡Claro, cariño! Uno de mis hermanos me lo regaló cuando cumplí catorce años y la utilicé para forrar las cubiertas de mi libro de cocina.

Con los recuerdos de esa conversación con su abuela haciéndole cosquillas en el corazón, Emily fue pasando las páginas hasta encontrar la receta que buscaba. Como era de sus preferidas, la había marcado con un Post-it. Leyó el título con entusiasmo: Chabbakia. Y, aún con mayor entusiasmo, empezó a buscar los ingredientes y utensilios necesarios para cocinar el postre.

Puso una sartén de hierro sobre los fogones encendidos. Al cabo de unos minutos, acercó la mano a la superficie, con cuidado de no tocarla directamente para no quemarse. Percibió el calor en la palma, así que dedujo que el objeto había alcanzado la temperatura deseada. Abrió el armario y sacó el pequeño tarro de cristal en el que guardaba las semillas de sésamo. Antes de destaparlo, disfrutó del sonido que hacían dentro del recipiente cuando lo movía, le recordaba a las gotas de lluvia. Sonrió ante los recuerdos, esos que le devolvían sus propias palabras y la fascinación experimentada en su infancia delante de cada descubrimiento u ocurrencia: «¡Abuelita, con estas semillas se puede hacer música!». Cogió un puñado abundante y lo dejó caer sobre la sartén, volviendo a emular el sonido de millares de gotas de lluvia. La cocina enseguida se llenó del particular aroma de las semillas de sésamo al tostarse. Pronto se le unieron otros igual de deliciosos: aquellos que la transportaban a la infancia, que le entraban por la nariz y le hacían cosquillas en el alma, como el de las almendras y el anís, que trituró con un mortero y un entusiasmo casi infantil. Reservó esos ingredientes y batió un huevo con dos cucharadas de vinagre en un bol. Sin dejar de batir, incorporó mantequilla derretida con aceite de oliva y agua de azahar. Un nuevo perfume se apoderó de la cocina y le invadió los sentidos cuando destapó el recipiente de canela para espolvorear un poco sobre la mezcla. La especia flotó volátil en el aire, infundiéndole una dosis extra de buen humor. Añadió levadura, azafrán y goma arábiga triturada, entonces batió un poco más antes de añadir la harina y, por fin, hundir las manos en la mezcla. Amasó con energía y amor, tal como Malak le había enseñado, hasta obtener una masa firme y homogénea.

Después de dejarla reposar durante quince minutos, los que su abuela había indicado en el cuaderno y que dejaba siempre que lo habían preparado juntas, estiró la masa con el rodillo y la cortó. Mientras dejaba que un poco de aceite se calentara en una cacerola pequeña, dio forma a las chebbakiya. Soltó una dentro de la cacerola, incorporó las demás, y las vio chisporrotear mientras nadaban en el aceite hirviendo y cogían su característico color tostado. Cerró los ojos e inhaló hondo. Toda la casa olía a su abuela Malak, a su propia infancia, a inocencia y juegos… Para Emily, fue como sentir que la anciana la envolvía en su cálido abrazo para reconfortarla y, entre mimos, le decía que nada malo dura para siempre.

Eso era lo que pretendía la escritora: mantener el recuerdo de su abuela vivo, latente, cercano. El problema era que los recuerdos de su infancia y adolescencia estaban ligados a la presencia de Kyle, ya que la habían vivido juntos. La soledad dejó de ser un vacío y se llenó de toda clase de sensaciones.

Emily suspiró.

Cuando las chebbakiya ya estaban a punto, las sumergió en miel, las escurrió y espolvoreó el resto de las semillas de sésamo por encima. Cogió una con los dedos porque su abuela siempre solía decirle que el sabor residía en los dedos. Sonrió y la degustó despacio, en medio de ese juego peligroso creado por su mente en el que, sobre una delgada cornisa, el pasado y el presente hacían equilibrios, estiraban la mano y jugaban a tocarse, se fusionaban, se confundían…

Emily recordó las escenas y las vio pasar como si se tratara de una película: Kyle y ella debían tener ocho años. Estaban sentados en la mesa de la cocina, asaltando la fuente de dulces que Malak les había dejado, mientras se reían... En una fracción de segundo, justo lo que se tarda en parpadear, los niños se convirtieron en adolescentes. Se miraban disimuladamente y se sonreían con cierto pudor, porque ahora sentían cosas muy distintas… Y, en otro parpadeo, el tiempo había vuelto a pasar, pero la rutina se repetía: la mesa de la cocina, Malak y las chebbakiya, las miradas… se rozaron las manos intencionadamente cuando fueron a coger otro dulce. Esperaron a que Malak se fuera, se acercaron y se besaron en los labios. Sabían a almendras y miel, sabían a sueños e ilusiones. Un nuevo parpadeo, y en ese recuerdo Kyle ya no estaba sentado a la mesa de la cocina, ahora solo estaba Emily, llorando mientras abrazaba a su querida abuela, quien le acariciaba la cabeza y le aseguraba que todo iba a ir bien, que nada malo dura para siempre. Con el último parpadeo, Emily y Kyle se habían convertido en adultos; habían pasado dieciséis años. Malak ya no estaba, solo nuevos interrogantes y la promesa de su abuela de que el tiempo lo cura todo.

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