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1 Londres, Reino Unido Lunes, 30 de julio de 2018

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Algunas rodajas de tomate, varias lonchas de beicon, cuatro salchichas y huevos revueltos chisporroteaban en una sartén. Kyle cogió dos tazas del armario y las puso sobre la bandeja en la que ya había dejado una tetera llena de English Breakfast, su té preferido. Poco después, añadió la azucarera y una jarrita con leche fría al conjunto.

Mientras vigilaba que el desayuno no se quemase, solo podía pensar en el trabajo. Acababa de adquirir un magnífico lote de piezas de plata para su tienda de antigüedades. Se había fijado particularmente en un candelero que, por las características de su marca de contraste, la cabeza de un leopardo coronado, supo que se trataba de una pieza fabricada en Londres en 1592. Se moría de ganas de estudiarlo con minuciosidad. Kyle sabía que había tenido mucha suerte: los candeleros y candelabros de materiales preciosos resultaban difíciles de encontrar porque, durante las múltiples guerras que ha padecido la humanidad, los ganadores los fundían para que resultaran más fáciles de transportar, así que la mayoría se habían perdido con el tiempo.

Aún no había acabado de emplatar cuando una risa espontánea y melodiosa, seguida de un profundo suspiro, lo distrajo. Se giró para ver de dónde provenía. Cualquier pensamiento acerca del candelero del siglo xvi o relacionado con su trabajo se disipó y se centró en la escena que tenía delante.

Su hija estaba con las piernas flexionadas, los pies sobre el taburete y un libro apoyado sobre las rodillas. Leía con absoluta concentración. Las cortinas de gasa estaban recogidas a ambos lados de la ventana que daba al jardín trasero, permitiendo que entrase la luz; no obstante, no era el sol matutino lo que le iluminaba el rostro, sino la lectura. La boca se le curvaba un poco hacia arriba en un atisbo de sonrisa y parecía dispuesta a volver a exhalar un suspiro soñador en cualquier momento. No pudo evitar contagiarse, así que sonrió.

—¿Qué lees? —le preguntó, intrigado.

—¿Mmm...? —respondió Bethany, aunque solo fue para ganar tiempo y poder leer un párrafo más. Se colocó un mechón de pelo detrás de la oreja, lo que demostraba que ya no se encontraba totalmente abstraída en la lectura como estaba minutos antes.

Kyle volvió a sonreír. La vida no había sido fácil, pero podía mirar a su hija con orgullo y decir que la había criado bien, cosa que, por increíble que pudiera parecerle, había hecho solo. Era lo mejor que tenía, la recompensa a todos los dolores del pasado.

—Te he preguntado qué lees. Parece interesante —comentó mientras llevaba la bandeja del desayuno hasta la mesa.

Bethany lo miró, aunque antes marcó el punto en el que se había quedado con el dedo.

—Es un libro de relatos románticos en el que participa mi escritora favorita, entre otros autores. Allyssa también se lo está leyendo y le está encantando.

—¿Y cómo va el libro hasta ahora? —se interesó su padre. A su hija le encantaba leer, tenía la habitación repleta de estantes con libros. Kyle le alcanzó una taza de Imagine Dragons a la quinceañera.

Bethany se la había comprado en el concierto que la banda estadounidense había dado en el O2 Arena de Londres el 28 de febrero, justamente el día que cumplía quince años. Había sigo uno de sus regalos y la adolescente había disfrutado muchísimo de la experiencia. Kyle no podía evitar emocionarse cada vez que lo recordaba. Si tuviese que hacer una lista de los días más felices que habían vivido juntos, este la encabezaría.

—Por ahora todos los relatos son geniales, pero ella es única, ¡escribe tan bien, papá, nunca defrauda! —respondió con entusiasmo. Después volvió a abrir el libro—. Este relato… no sé cómo explicarlo, tiene algo especial —dijo acariciando las letras. Volvió a alzar la vista hacia su padre. Tenía la mirada llena de luz—. ¿Quieres que te lea algunos párrafos?

—¡Claro! —exclamó Kyle mientras sonreía—. Estás tan entusiasmada con esa autora que me muero de curiosidad.

Bethany sonrió. Le encantaba sumergirse en un libro y dejar volar la imaginación, enamorarse de cada letra y de cada coma, experimentar un sinfín de sensaciones… la lectura le provocaba todo eso y mucho más. Giró la página para leer una escena desde el principio.

Paseábamos por Holland Park. Habíamos visitado los bosques de azaleas, y en ese momento recorríamos el jardín japonés del parque. El paisaje fuera de lo común, con sus colores impresionantes e inmensa tranquilidad, me tenía maravillada. Me sentía la protagonista de un cuento de hadas y, sin necesidad de esforzarme demasiado, podía llegar a imaginar que un inmenso dragón de escamas tornasoladas alzaba el vuelo desde la majestuosa cascada.

Mientras no paraba de darle vueltas a esa historia, muy parecida a las que me gustaba inventarme y compartir contigo, rodeamos un estanque en el que algunos patos nadaban indiferentes a nuestras miradas. En la orilla, un grupo de pavos reales, que se deslizaban sobre piedras grises redondeadas o paseaban entre los arbustos y las flores, contribuían a aumentar la belleza del lugar.

Al cruzar el puente que se encontraba al lado de la cascada, un banco de carpas se acercó para ver si les dábamos algo de comer.

—Lo siento, pequeños, pero no tenemos ni una miga de pan —les dijiste mientras te encogías de hombros—. A menos que… —te detuviste a media frase para dejar entrever que planeabas alguna fechoría. Me pasaste un brazo por la cintura y otro por las costillas para simular que me tirabas al agua mientras decías—: queráis comeros a esta chica.

—¡Suéltame y deja de hacer el tonto! —te regañé en broma. A decir verdad, esos juegos y roces que nos acompañaban desde niños habían empezado a generar un efecto diferente: me provocaban mariposas en el estómago y anhelos que no sabía ni qué significaban.

Me soltaste, aunque al hacerlo, nuestras miradas se cruzaron durante un segundo. Nos conocíamos los ojos de memoria, pero ese día descubrí cierto matiz que no conseguí identificar. Entonces me pregunté cómo verías tú los míos… ¿Delatarían lo que sentía últimamente? ¿Te darías cuenta de que ya no te quería de la misma manera que cuando éramos niños y que la palabra amistad se me había quedado pequeña? ¿Te revelarían que ya no quería ser solo tu amiga?

Volvimos a mirar hacia delante y seguimos caminando.

El agua se convirtió en un espejo que reflejaba la postal en la que estábamos inmersos, y se volvía más brillante en los puntos donde los rayos de sol conseguían filtrarse entre las ramas de los árboles. Más allá, sobre un claro circular, un grupo de personas con ropa holgada de color blanco practicaba taichí. Desde donde nos encontrábamos podíamos oír su música tranquila, aunque quedaba ahogada por el sonido de las risas y alguna que otra palabra suelta. El entorno desprendía paz y armonía. Era como estar sumido en una dimensión diferente, aunque solo estábamos a unas pocas manzanas del caos de la ciudad.

Y nosotros, que formábamos parte de ese entorno y, al mismo tiempo, de nuestro propio mundo, caminábamos. Caminábamos y fingíamos indiferencia cuando nuestras manos se rozaban. Entonces contenía la respiración durante un segundo, aunque después la soltaba despacito para no delatar la emoción que me provocaba sentir tu piel contra la mía.

Te miré de reojo mientras hablabas. Teníamos que hacer un cartel para el instituto, así que exponías todas las ideas que se te pasaban por la cabeza. Diseñar se te daba bien: siempre dabas con alguna ocurrencia que te hacía destacar entre los demás. De hecho, el paseo por el parque formaba parte del proyecto.

Comenté algo y volví a mirarte. Seguías concentrado en tu discurso; y yo, en tu perfil. Nunca llegarías a participar en un concurso de belleza, pero yo tampoco. Aunque, para mí, hacía años que te habías convertido en el chico más guapo de todos: con tu pelo oscuro, corto pero alborotado, y tus ojos marrones, que lo miraban todo intensamente. La nariz recta acababa de perfilar el rostro, que siempre tenía una expresión amable, y una boca que me moría por besar. Me preguntaba si conocías mis deseos.

Me obligué a apartar la mirada para no quedar en evidencia, aunque me pareció que, durante una fracción de segundo, eras tú quien me miraba. Sentí como los nervios me nacían en la boca del estómago y tuve miedo de hablar por si tartamudeaba. ¿Cuántas veces había soñado despierta, amparada por la soledad de mi habitación, imaginando que tú sentías lo mismo? ¡Ya había perdido la cuenta! El simple hecho de pensarlo mientras estabas a mi lado fue como si un terremoto desestabilizase la tierra y, con fuerza descomunal, me hiciese perder el equilibrio.

Quería mirarte otra vez, pero no me atrevía.

Después de la excursión, y ya fuera del parque, nos dirigimos a Notting Hill para acabar el trabajo en tu casa. Durante el camino, la tentación nos llevó a atravesar el mercadillo de Portobello, que hervía de actividad por el centenar de tiendas y puestos variados que lo formaban.

Se nos acercó una mujer de mediana edad, que se interpuso en nuestro camino para impedirnos seguir avanzando. Llevaba una cesta repleta de flores colgada del brazo y algunos ramos en la mano.

—¿No quiere comprarle rosas blancas a su novia, joven? —te preguntó mientras te ponía un ramo delante de la cara.

Me puse roja como un tomate ante la confusión de la señora, pero tú solo parpadeaste.

—Ella no es… —empezaste a decir, pero no acabaste la frase. Me miraste, y esta vez anticipé que algo cambiaría entre nosotros. Lo que pasó después fue extraño e increíblemente poderoso, como si una onda eléctrica nos atravesara. El nudo que tenía en la boca del estómago se intensificó; y no quiero ni imaginarme cómo debía tener las mejillas. El tiempo se detuvo, aunque solo para nosotros, y quise creer que sentías lo mismo que yo. Volviste a mirar a la mujer, tanto las rosas blancas que llevaba en la mano como las flores de la cesta—. Rosas no, fresias —dijiste.

La mujer asintió, mostrándose conforme. Cogió un ramito multicolor y te lo entregó a cambio del dinero que ya le ofrecías. Después de darte las gracias, se alejó canturreando en busca de otros clientes, aprovechando que varias personas se encontraban cerca.

Con una tranquilidad envidiable, alargaste el brazo y me diste las flores. Yo era un manojo de nervios.

—Para ti —pronunciaste con un tono casi solemne; después retomaste la marcha porque la vendedora por fin había dejado el camino libre.

—¿Cómo has sabido que me gustan las fresias? —te pregunté cuando te alcancé. Me miraste y sonreíste, dedicándome esa sonrisa que te llegaba a los ojos y que me encandilaba. Enterré la cara en las flores para que no pudieras ver que me había vuelto a poner roja. El perfume dulce me embriagó, era delicioso. ¿O me sentía embriagada por el simple hecho de estar a tu lado?

Te paraste otra vez y te giraste para quedar uno frente al otro. Te acercaste y me cogiste la cara con las manos, entonces me atravesaste el alma con la mirada.

—Lo he sabido porque al mirarte veo que eres policromática. Y no se trata de tu ropa, no. Es algo que te envuelve. ¿Tu aura? No lo sé. Solo sé que es como una luz que te rodea…

—Y esa luz tiene mil matices. Eres primavera, colores, alegría… No, rosas blancas, no. Contigo van más las fresias.

—¡Papá! —gritó Bethany—. ¿Por qué no me has dicho que ya te lo has leído?

Kyle parpadeó. No se había dado cuenta de que había hablado en voz alta. Se sentía raro. Confundido. Tanto, que se miró las manos, pero las tenía vacías. Si su hija no hubiese estado delante, se hubiese echado a llorar como un niño. Sentía un nudo en la garganta.

—Es que no lo he leído —balbuceó, todavía inmerso en la historia.

—¿Cómo qué no? ¡Si lo has dicho tal cual está en el libro! ¡Mira! —exclamó molesta, y señaló con el dedo el párrafo que acababa de recitar.

Kyle leyó en voz alta:

—Lo he sabido porque al mirarte veo que eres policromática. Y no se trata de tu ropa, no. Es algo que te envuelve. ¿Tu aura? No lo sé. Solo sé que es como una luz que te rodea y esa luz tiene mil matices. Eres primavera, colores, alegría… No, rosas blancas, no. Contigo van más las fresias.

—¿Ves? Justo cómo has dicho. ¡Te conoces el texto de memoria! ¿Cómo lo has hecho?

—No lo sé, Bethany —mintió, sintiéndose incómodo—. Por favor, come o el desayuno se enfriará —intentó cambiar de tema, pero ni siquiera cuando su hija le obedeció fue capaz de evadirse. Al cabo de varios minutos, la curiosidad lo venció, necesitaba esclarecer lo que estaba pasando—. Y… eh, ¿quién es el autor del libro?

—Es una antología, papá, ya te lo he dicho. Cada relato es de un autor diferente.

—Ah… bueno... Pero, ¿quién ha escrito ese que has leído?

—No me lo he leído entero, papá, solo una escena y ni siquiera la he podido acabar porque me has interrumpido. Estoy segura de que estaban a punto de besarse.

Kyle tragó saliva. Sí, estaban a punto de hacerlo. Lo recordaba tan claramente que el corazón le iba a mil por hora, del mismo modo que cuando lo había vivido.

—Bethany, déjate de tecnicismos. ¿Me dirás quién lo ha escrito?

—Miranda Darcy —dijo por fin.

—¿Miranda Darcy? —clamó entre confundido y ofuscado cuando su hija no pronunció el nombre que estaba seguro que diría. Le quitó el libro de las manos y buscó entre las páginas de información sobre la autora, aunque la concebía como una usurpadora de historias—. ¿Quién cojones es Miranda Darcy? —masculló.

—La autora de ese relato, papá; ¡mi escritora favorita! —indicó con una entonación que daba a entender que la respuesta era más que obvia—. ¿No recuerdas que tengo todas las novelas que ha escrito? ¡Pero si me has regalado unas cuantas! ¿Por qué te pones así? ¿Qué pasa con Miranda Darcy?

—Nada... Nada —repitió, intentando tranquilizarse. No podía quedar como un idiota delante de su hija. Sonrió y, cuando volvió a hablar, intentó que la voz le sonase indiferente—. Solo es curiosidad.

—Mmm, vale... —acotó la joven encogiéndose un poco de hombros, gesto que había heredado de Kyle. Después de mirar la hora, Bethany acabó de desayunar a toda velocidad.

—Si comes así te sentará mal —señaló él.

—Es que tengo que irme, papá. Llegaré tarde a baile, pero tampoco quería irme con el estómago vacío —se levantó con el libro en la mano, aunque enseguida volvió a dejarlo sobre la mesa. Kyle siguió con minuciosidad cada uno de sus movimientos—. No me llevaré el libro, por si quieres saber cómo acaba la historia. Y, por cierto, puedes encontrar información sobre Miranda en su página web.

Bethany no era tonta e intuía que su padre le ocultaba algo porque la curiosidad que había mostrado por conocer el nombre de la autora del relato no era normal. Y, a pesar de que se moría de ganas por saber la verdad que se escondía tras la historia de la chica policromática, lo conocía lo suficientemente bien como para saber que no le diría nada. Ya se encargaría de averiguarlo más adelante.

Se inclinó para darle un beso en la mejilla a su padre antes de alejarse tarareando Thunder y bailando al compás. Desde el concierto, se había convertido en una de sus canciones favoritas de Imagine Dragons y no podía sacársela de la cabeza.

Kyle esperó hasta oír el sonido de la puerta de entrada antes de coger el libro y buscar el relato correcto. Lo leyó entero y sintió como cada palabra lo transportaba dieciséis años atrás. Cerró el libro y se recostó en la silla, con un brazo sobre la mesa y el otro sobre la pierna. Tenía la mirada fija en la portada, como si ese simple gesto pudiera hacer que la autora cobrara vida ante sus ojos.

No había lugar a dudas: Miranda Darcy era su seudónimo… el de su chica policromática, la representación en carne y hueso de la primavera, de la felicidad misma. Reflexionó y se reprochó el hecho de que podrían haber estado juntos para siempre; sin embargo, su destino había acabado siendo uno muy diferente porque, a causa de una estupidez, ella se había alejado.

Nunca imaginó que volvería a saber algo de Milly, así que ahora no sabía qué hacer. Supuso que habría continuado con su vida, seguramente estaba casada y tenía hijos. Se le formó un nudo en el estómago.

Hacía dieciséis años, cuando todavía eran demasiado jóvenes y no sabían nada de la vida, la situación los había desbordado y no le había quedado otra opción que resignarse y dejarla ir. En cambio, ahora que, de alguna manera y casi de milagro, Milly volvía a su vida a través de su propia historia plasmada en un libro, no podía dejar de sentir que le pertenecía.

Se levantó dispuesto a investigar todo lo que pudiese. Se fue a la habitación a buscar el portátil y volvió a sentarse en la mesa de la cocina. Su intento de mantener la calma no estaba dando resultados, de hecho, los poco segundos que tardó el ordenador en encenderse le provocaron mucha ansiedad.

A Kyle siempre le había costado horrores comportarse como el típico señor inglés y, en ese momento, su parte impaciente e impulsiva estaba a punto de ganar la batalla una vez más. Sin lugar a dudas, había heredado el temperamento italiano de su madre.

Delante de la pantalla iluminada, escribió el nombre de Miranda Darcy en el buscador. Respiró hondo, preso de la adrenalina, cuando aparecieron varios resultados. Y, como si abriera pequeños cofres del tesoro, fue seleccionando los enlaces uno a uno y leyendo el contenido.

Internet no le proporcionó demasiada información personal acerca de la autora, solo su lugar de residencia, Camden Town, y sus redes sociales. En cambio, lo supo todo sobre su carrera: Miranda Darcy era una escritora de éxito con más de una docena de novelas publicadas; Bethany las tenía todas. Este relato era su publicación más reciente y actualmente se encontraba en la etapa de producción de una novela inspirada en la vida de su abuela materna, una mujer de origen marroquí. También descubrió que la antología apenas llevaba un mes en el mercado, que el dinero recaudado iba dirigido a una ONG y que los autores iban haciendo presentaciones del libro en diversas librerías de Londres. El fin de semana siguiente lo harían en Daunt Books, en el barrio de Hampstead, y estaba decidido a ir.

Kyle supo que debía verla. Esa necesidad se le había anclado en los huesos sin piedad y no se iría hasta que no la satisficiera. Se sentía eufórico. Decidido a asistir, apuntó en el calendario del móvil el sitio, la fecha y la hora del evento literario. Le inquietaba pensar que aún faltaban algunos días para el sábado y no sabía cómo lo soportaría. Por un momento, contempló la posibilidad de enviarle un mensaje por alguna red social, pero la descartó de inmediato porque le parecía más sensato hablarlo en persona.

Solo estaba seguro de una cosa: los días que quedaban hasta el sábado se le harían eternos. Entonces, siendo honesto consigo mismo, se dijo que quizá era un castigo justo por todo el daño que le había hecho en el pasado.

Nuestra asignatura pendiente

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