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Martes, 7 de agosto de 2018

Detrás de la mesa de trabajo, que estaba situada en la parte posterior de la tienda, Kyle revisaba algunas figuras. Se trataba de un lote de soldaditos que un cliente le había llevado para que los limpiara y restaurara. Siete eran de plomo, los otros dos estaban fabricados en peltre. Antes de empezar, los separó según el material del que estaban hechos, ya que debía utilizar productos diferentes en cada caso: aguarrás para los de plomo y un baño de parafina para los de peltre, que tenían bastante suciedad incrustada. Kyle esperaba poder conservar la pátina natural que el tiempo había dejado en los objetos y que les daba un valor agregado.

Mientras frotaba una de las figuras de plomo con un paño empapado en aguarrás, empezó a pensar en Emily. Desde que habían hablado, no había dejado de pensar en ella, aunque todavía no la había llamado. Tenía ganas de hacerlo desde el mismo día de la presentación. Sin embargo, el miedo a agobiarla, aún más de lo que ya lo había hecho, lo había frenado. Ya bastante que desear había dejado su comportamiento, Kyle lo sabía y se lo reprochaba todo el rato. No paraba de darle vueltas y cada vez se convencía un poco más de que se había comportado como un idiota. «¡Lo último que me falta es que se piense que soy un acosador!», pensó molesto.

Después de un ir y venir de pros y contras, Kyle miró el calendario que tenía colgado en la pared: martes 7 de agosto. Había visto a Milly el sábado. «¡Tampoco quiero que piense que he perdido el interés!», se dijo, en un intento de darse ánimos para llamarla. Sonrió y negó con la cabeza cuando cayó en la cuenta de que hacía años que no se sentía de ese modo… vivo. Simplemente vivo. Convencido de que estaba haciendo lo correcto, estaba a punto de dejarlo todo para coger el móvil y llamarla cuando Bethany entró en la tienda desde la puerta trasera que comunicaba con la cocina de su casa.

La propiedad de los Cameron, una casa de tres pisos, estaba situada en Notting Hill, sobre Portobello Road, y, para no desentonar con la estética del barrio, tenía la fachada pintada con colores brillantes: verde para la tienda de antigüedades y un par de tonos más claros para las dos plantas superiores. El estrecho edificio contaba con un anticuario en la planta baja, una modesta cocina de estilo abierto con vistas al jardín trasero, un baño y un pequeño recibidor. Los dormitorios se encontraban en el primer piso, los dos con un discreto baño en suite, y en el último había un ático que solían usar para guardar los trastos y como sala de juegos o de baile cuando Bethany ensayaba sus coreografías. En la casa adyacente, de distribución similar, residían los padres de Kyle.

Bethany se sentó delante de su padre e inclinó la cabeza para ver mejor. Cruzó las manos sobre el regazo. Desde pequeña había aprendido que no debía tocar nada del anticuario a no ser que le dieran permiso, a fin de evitar romper algo de valor incalculable. El valor de esos objetos no solo tenía que ver con su composición; sino que estaban llenos de historia; y aunque no siempre podía descubrir quién había sido su fabricante y el recorrido que había hecho la pieza, pasando de mano en mano hasta llegar a las suyas, ese pasado estaba allí, marcado en cada plano, en cada curva, en cada rasguño. Nombres y apellidos, ciudades, cientos de años algunas veces; miles, otras. La magia radicaba en desentrañar esos misterios, y a Bethany, igual que a su padre y a su abuelo paterno, le apasionaba hacerlo.

—¿Qué haces? —preguntó esperando que su padre le explicase todo el procedimiento.

—Ahora mismo estoy limpiando las reliquias —respondió mientras levantaba el paño para que su hija pudiera ver mejor los detalles de las piezas y los grabados que tenían en el pie. Después, porque sabía que le gustaba, añadió—: Estos siete soldaditos datan de 1893, y son de los primeros que fabricó W. Britain, la empresa británica que inventó la técnica de vaciado de plomo y que, desde entonces, lanzó al mercado este tipo de figuras huecas y tridimensionales.

—Pero antes ya había gente que coleccionaba soldaditos, ¿no es así, papá? Creo recordar que hace un tiempo vendiste un juego más antiguo que representaba el ejército egipcio, aunque las figuras eran diferentes…

—¡Claro que sí! Este tipo de juguetes empezó a fabricarse alrededor del año 1700. Hubo quienes los tallaban en madera, otros los moldeaban utilizando distintas pastas, y los que los realizaban con fundición, ya fuera plomo, peltre u otras aleaciones. Sin embargo, las figuras de W. Britain revolucionaron el mercado y, por supuesto, tuvieron un éxito abrumador.

—¿Qué las hacía tan especiales? —quiso saber la joven; aparte de que la charla la tenía completamente ensimismada, estaba ávida de información.

—Al ser tridimensionales, estas figuras se diferencian de las que se fabricaban en Alemania, donde las hacían planas o semiplanas, así que no tenían demasiado atractivo; y el hecho de ser huecas las difiere de las francesas, que eran macizas y, por ende, más caras.

—¿Puedo ayudarte a limpiarlas? —le pidió. Ahora que estaba de vacaciones, Bethany se aburría porque las clases de danza, leer, salir con sus amigas o con su padre cuando este no trabajaba, visitar a sus abuelos, distraerse en las redes sociales o jugar a cualquier cosa no era suficiente para llenar todo su tiempo libre… Y, la verdad sea dicha, prefería matar las horas en el anticuario. Además, necesitaba hablar con su padre de un tema serio que hacía tiempo que le rondaba por la cabeza y que había cogido más fuerza los últimos días.

—Puedes hacerlo siempre que vayas con cuidado de no hacer mucha fuerza. El plomo es un metal blando, así que podrías deformar la pieza.

—Tendré cuidado, papá —le prometió. Dicho esto, Kyle empapó otro trapo con aguarrás y, junto a uno de los soldaditos, se lo entregó a su hija. Ella empezó a trabajar con sumo cuidado bajo la atenta mirada de su padre.

—Sigue así, que vas muy bien —la alentó al ver que había entendido la técnica; entonces, se puso manos a la obra.

Pasaron algunos minutos sin hablar hasta que Bethany, con voz titubeante, rompió el silencio.

—Papá… he estado pensando…

Kyle la miró.

—¿Sí? ¿En qué? —se interesó. La forma cariñosa en que lo había preguntado le dejaba entrever a la joven que podía contarle cualquier cosa que la inquietase.

—Es acerca de mi madre, o, mejor dicho —esbozó una mueca—, de la ausencia de mi madre.

Kyle lo dejó todo sobre la mesa. Esa conversación requería toda su atención y no quería decir algo que pudiera herirla por estar distraído.

—Bueno, hija, ya sabes que tu madre no vive en Inglaterra. Además, con su carrera…

—Papá… —lo interrumpió ella con dulzura mientras le acariciaba una mano por encima de la mesa—. Aunque nunca has hablado mal de ella y siempre has justificado sus acciones para no hacerme daño con la verdad, sé que no existo en el mundo de Pauline.

—Bethany… —murmuró Kyle con el corazón hecho pedazos. Su hija era tan buena que, sin lugar a dudas, no se merecía el abandono en el que la había sumido su madre. Además, Kyle no sabía qué más hacer para revertirlo.

—No voy a mentir y decir que no me afecta.

—Ojalá pudiera hacer algo para que no tuvieras que pasar por esto, Beth; pero ya no sé qué más intentar —expuso él, sintiéndose impotente. Había perdido la cuenta de las veces que había intentado ponerse en contacto con Pauline para que visitara a su hija, a lo que Peter y Margaret Foster, los padres de esta, siempre habían respondido que no era posible.

—Lo sé, papá. No te preocupes, porque fue ella quien decidió sacarme de su vida. Y, aunque duela, no tengo más remedio que aceptarlo —continuó Bethany con voz adulta. Entonces Kyle cayó en la cuenta de que su hija estaba creciendo; madurando a pasos agigantados. No supo explicar muy bien qué sensaciones le producía ese descubrimiento. Solo estaba seguro de que eran fuertes y extrañas—. Sin embargo, sigue siendo mi madre.

Kyle la escuchó con atención y, a cada palabra que decía, su admiración crecía sin parar.

—Claro que sí. El ADN de los Foster también está en tu genética, su historia también es parte de tu historia.

—Por eso quiero ponerme en contacto con ellos. Ya hace tiempo que le doy vueltas… Aquí —señaló a su alrededor—, aprendí que todos los objetos tienen una historia que contar, raíces, pasado… ¿Cuánto crees que tendrá una persona?

Kyle sonrió ante la reflexión de su hija.

—Te apoyaré en todo lo que hagas, cariño. No lo dudes.

—Lo sé, papá, y te lo agradezco. Como te decía: hace ya mucho tiempo que le doy vueltas a esta idea y ayer, al leer una entrevista que le hicieron a Miranda Darcy, tomé la determinación de hacerlo.

—¿Miranda Darcy? —inquirió Kyle con los ojos como platos. No comprendía cómo encajaba Milly en todo esto.

—Miranda, la autora del relato que te leí el otro día… ese tan bonito —expresó con voz soñadora—. ¿La recuerdas?

—Sí… sí, claro que la recuerdo —asintió, evadiendo el contacto visual para que no viera las emociones que lo atravesaban al oír su nombre, o seudónimo, en este caso.

—Sus palabras me han inspirado —aseveró—. Miranda está escribiendo una novela basada en la historia de sus abuelos maternos, sobre todo en la de su abuela, que era marroquí. En la entrevista dijo que, en la investigación que está haciendo al respecto, está reencontrándose con sus raíces.

—Claro, tiene sentido —manifestó él, por acotar algo y no ponerse en evidencia.

—Es lo que quiero hacer yo. En mi caso no sería «reencontrarme», sino «encontrarme» con esa mitad de mis raíces. Es decir, sería como encontrar las piezas que le faltan al rompecabezas de mi historia… rastrearla.

En ese punto, Kyle se limitó a permanecer en silencio unos segundos, en los que simplemente miró a su hija. Se mordió el labio inferior y sonrió para ocultar la emoción que lo embargaba. No era capaz de creerse lo bien que la había criado. El orgullo que sentía le demostraba que no se había equivocado.

—¿Qué? —le preguntó Bethany, también sonriendo.

—¿Cuándo has crecido tanto? No te imaginas lo orgulloso que estoy de ti…

—¡Pero si no he dicho nada extraordinario! —clamó con modestia.

—Para mí, todo lo que has dicho ha sido extraordinario —refutó él. Bethany sonrió.

—¿Conservas algún número al que podamos llamar?

—La verdad es que no, Beth. Solo tengo el número de tus abuelos, pero hace años que no está operativo.

—¡Humm! —bufó—. Cualquiera diría que no quieren que los llamemos —ironizó mientras ponía los ojos en blanco.

Cuando Pauline decidió abandonar a su hija de meses y a Kyle, a quien nunca consideró su pareja, de hecho ni siquiera intimaron mientras vivieron juntos, se fue para no volver. Sus padres, Peter y Margaret Foster, habían visitado a la niña durante los primeros meses. Después, con la excusa de que residían en Brighton, habían limitado las visitas al cumpleaños de la pequeña. Cuando Beth cumplió seis años, sus abuelos maternos ya no fueron a verla, y esa ausencia se hizo costumbre. Una llamada de vez en cuando, hasta que esos contactos esporádicos también desaparecieron. Finalmente, la línea telefónica de los Foster aparecía desde hacía varios años como fuera de servicio. Respecto a Pauline, siempre habían dicho lo mismo: «Está bien. Vive en el extranjero». Nada más.

—Tengo su dirección, por si quieres escribirles una carta —sugirió Kyle, aunque sabía que, si los Foster no querían que se pusieran en contacto, cabía la posibilidad de que nunca les contestaran. Bethany también lo intuía.

—¿Y si nos presentamos ahí por sorpresa? —sugirió ella mientras levantaba las cejas.

—No sabemos con qué nos encontraremos —admitió él—. No quiero que sufras, Beth.

—No te preocupes por mí, papá. Estoy dispuesta a asumir los riesgos. Esto también forma parte de crecer.

—Lo sé, cariño. ¿Será que me cuesta admitir que mi niñita se está haciendo mayor y que ya no puedo protegerla de los males que hay en el mundo?

Beth se encogió de hombros.

—¿Me acompañarías? ¡Porque soy valiente, pero no tanto! Te necesito a mi lado —confesó.

—¡Claro que iré contigo, hija! ¡En ningún momento se me ha pasado por la cabeza la posibilidad de que fueras sola!

—Podríamos ir el viernes. ¿Qué te parece?

—Será mejor que vayas preparando la maleta —la incentivó él—. Yo me encargo de comprar los billetes de autobús y reservar habitación.

Bethany saltó de la silla y abrazó a su padre.

—¿Sabías que eres el mejor padre del mundo? —aseveró. Después salió disparada por la puerta.

Kyle confirmó una vez más que, solo por ella, los errores del pasado habían valido la pena.

Nuestra asignatura pendiente

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