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7 Jueves, 9 de agosto de 2018

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Sentada en el borde de la cama perfectamente hecha, sobre una colcha de mariposas, Emily volvió a repasar la documentación, el billete de avión y el itinerario de viaje. La maleta y el bolso de mano, preparados para lo que la esperaba, estaban al lado de la puerta. Aún faltaban más de doce horas, pero la ansiedad se había apoderado de su cuerpo.

A mediados de mayo tomó la decisión de escribir una novela basada en la historia de sus abuelos maternos, Malak y Ricardo, y los obstáculos que habían tenido que superar para poder estar juntos, ya que provenían de países, culturas y religiones diferentes. Desde entonces, mientras reproducía las recetas de su abuela Malak, se esforzaba en recordar todo lo que le había contado. Escarbó todo lo que pudo para delinear la trama y desarrollarla. Sin embargo, mientras avanzaba en el proceso de producción, Milly sintió que no era suficiente, que necesitaba relacionarse con la cultura marroquí de una manera más profunda, ya que la sentía lejana, ajena.

Buscaba información, miraba vídeos, fotografías de paisajes, descifraba mapas; pero nada lograba que conectase al cien por cien. Entonces se le ocurrió hacer un viaje a Marruecos. Al principio le pareció una locura, después, a medida que lo analizaba en profundidad, se transformó en una meta que prendió fuerte en su ser.

Después de tomar la decisión, Emily ideó un itinerario inicial con los sitios que sabía que habían sido importantes para sus abuelos. Había comprado el billete de ida, pero no se había atrevido a comprar el de vuelta porque no sabía cuánto tiempo le llevaría investigar.

Y ahí estaba, a punto de dar uno de los pasos más importantes de su carrera, pero sobre todo de su vida personal, y debía reconocer que la adrenalina y el miedo la recorrían a partes iguales.

En un acto sin premeditación, pero que obedecía a una necesidad interna, cogió el móvil, lo desbloqueó con la huella digital y abrió la agenda de contactos. Pulsó la letra «k» y, de inmediato, apareció el nombre que esperaba. Se lo quedó mirando, aunque no hizo nada.

No se reconocía a sí misma… o, mejor dicho, no reconocía su versión actual porque, de pronto, actuaba como la Milly adolescente: la que lo compartía todo con su mejor amigo, quien después acabó siendo su novio, y es que, en ese momento, el deseo de contarle a Kyle lo que estaba a punto de hacer la había sorprendido.

En busca de imponer su yo adulto, volvió a bloquearlo. La pantalla negra le devolvió su reflejo, se quedó con la mirada fija en sus propios ojos y el dedo pulgar listo para volver a encender el aparato mientras la cabeza se le llenaba de interrogantes.

«¿Por qué has vuelto a mi vida, Kyle?» «¿Te fuiste alguna vez?». No le había mentido al decirle que no había olvidado esa media vida compartida porque cada dos por tres pasaba algo que le recordaba a él. «¿Cómo se olvida esa persona que nos marcó? ¿Cómo se destierran del corazón, del alma, esos sentimientos que ya forman parte de ti? ¿Cómo se hace para arrancar a alguien de tu vida y que sea verdad y no una mentira que nos contamos y nos obligamos a creer para que la ausencia no duela tanto? ¿Cómo se lidia con las emociones cuando son tantas y tan dispares? ¡Se niegan, se anulan!», se respondió con energía mientras respiraba hondo y volvía a dejar el teléfono sobre la cama.

Poco después, el sonido del timbre la salvó de esos pensamientos. Le servía como una excusa para no llamar a Kyle.

Un par de días antes, sus padres, John y Cristina, le habían dicho que irían a cenar para despedirse antes de que se fuera de viaje. Al abrir la puerta, se encontró con cuatro sorpresas más.

—¡Tía Emy! —clamaron los gemelos de tres años al verla mientras se lanzaban sobre ella con los brazos abiertos, esperando que los alzara. A Emily se le iluminó la cara.

—¡Ey! ¡Pero qué sorpresa, si son mis duendecillos irlandeses! —exclamó mientras les alborotaba el pelo pelirrojo. Los niños seguían intentando treparle por los brazos—. Esperad, que ya no puedo levantaros a la vez, ¡estáis enormes! —señaló Emily. Después se acuclilló para quedar a la misma altura que los pequeños y poder responder a sus muestras de cariño—. ¿Qué hacéis aquí? —al formular la pregunta, levantó la vista hacia su hermano y su cuñada Sarah, que, como los gemelos, era pelirroja. Emily sonreía, incrédula.

—Venga, niños, que todos queremos saludar a la tía Emy —indicó Sarah, quien cogió a Liam de la mano para despegarlo de la anfitriona mientras Cristina hacía lo mismo con su nieto Noah.

—¿De verdad creías que dejaría que mi hermanita emprendiera el viaje más importante de su vida sin despedirme con un abrazo?

—¡Justin! —clamó Milly, emocionada, mientras se refugiaba entre los brazos de su hermano mayor, quien desde hacía cuatro años vivía en Dublín con su mujer y sus hijos, así que ya no se veían con tanta frecuencia.

Cuando acabaron de saludarse, entraron al salón. Como su familia había llevado la cena, enseguida se sentaron alrededor de la mesa. Se pusieron al día mientras degustaban los platos. Los gemelos y la vida en Dublín fueron el tema central durante un buen rato. Con el paso de las horas, y agotados todos los temas de conversación, llegó el turno de bombardear a Emily con preguntas acerca del viaje.

—¿Tienes todos los papeles en regla? —le preguntó su padre.

—Los tengo… Lo he revisado cinco veces —añadió. Su padre era tan obsesivo como ella. Sin modificar su rictus serio, asintió conforme, justo como Milly había supuesto que haría.

—Bien, una preocupación menos. Y ahora, hija, ten en cuenta que mañana tendríamos que salir a las dos, como mucho a las dos y cuarto, para llegar al aeropuerto con el tiempo suficiente para hacer el check in —indicó John.

Como el vuelo de Emily salía muy pronto, habían acordado que la familia dormiría en su piso. De este modo, su padre ya estaría ahí para llevarla al aeropuerto. Además, Cristina y John se quedarían las llaves para vigilar la casa, regar las plantas y limpiarla.

—Sí, papá, yo también creo que esa es la mejor hora para salir. Aunque solo dormiremos unas horas.

—Será mejor que no te vayas a dormir tarde —acotó Cristina—. Nosotros podemos recuperar el sueño perdido, pero tú no pararás quieta.

—No te preocupes, mamá, estaré bien —le aseguró mientras alargaba el brazo por encima de la mesa y le cogía la mano—. Aunque no creo que sea capaz de pegar ojo antes de las once. Es la costumbre… Soy más productiva de noche.

—Lo sé, hija, pero hoy deberías tratar de dormir un poco —insistió Cristina.

—Lo intentaré —le prometió para que se quedase tranquila.

—Entonces, hermanita, ¿dices que ya lo tienes todo planeado? ¿Has elegido bien los hoteles, verdad? Supongo que te habrás asegurado de que sean hoteles respetables y con buenas referencias —en esa ocasión, fue el turno de Justin de despacharse a gusto con una artillería de interrogantes—. La verdad es que aún no me hago a la idea de que te vayas completamente sola a un país que tiene una cultura tan diferente a la nuestra —reconoció. Desde pequeño, Justin había sido bastante sobreprotector con su única hermana, que era tres años más pequeña.

—Tranquilo, no es para tanto. No soy ni la primera ni la última mujer que viaja sola. Y estás hablando de la cultura de nuestra abuela, no lo olvides.

—Pero una cosa es que una dulce ancianita te cocine un par de platos regionales y te relate cuentos sobre el desierto con camellos y hombres con turbantes azules como protagonistas, y otra muy distinta es que, de pronto, te sumerjas en esas calles laberínticas donde todo, absolutamente todo, será una novedad. Además, los marroquís se comportan de un modo completamente distinto, no sé si me entiendes.

—¿Qué son los camellos? —preguntó Noah.

—¡Eso! ¿Qué son los camellos? —se sumó Liam.

—Son animales muy grandes que tienen una joroba en la que almacenan grasa para poder aguantar muchos días sin agua o comida en el desierto, que es donde viven —les explicó Sarah a sus hijos. Después de disculparse con el resto de los comensales y de hacerles una breve indicación a los pequeños, se levantaron de la mesa. La joven los guio hasta el sofá de la sala de estar, donde continuó respondiendo a sus preguntas mientras Emily y Justin proseguían con su conversación.

—Ay, Justin, deja ya de preocuparte, no soy una niña. De todos modos, para que no te angusties, te aseguro que he tomado todas las precauciones necesarias para evitar contratiempos o malos momentos durante el viaje.

—Sigue sin convencerme la idea… —masculló él, reacio.

Justin nunca había admitido la parte marroquí de su herencia. Adoraba a su abuela, sin embargo, había interpretado sus historias como relatos de fantasía. Y más tarde, durante su adolescencia, había dejado de mantener conversaciones profundas con ella.

—Emy, cuando vayas a Tetuán, recuerda visitar a tu tía Fadila, que te estará esperando —acotó Cristina.

—Claro, mamá, iré a verla cuando pase por allí.

—No lo entiendo, Emy. Podrías quedarte en casa de la tía Fadila y que tanto ella como su familia te enseñen el país, pero prefieres rechazar su oferta y hacerlo sola —arremetió su hermano.

Emily respiró hondo para no perder la paciencia. Los argumentos que Justin esgrimía en persona ya los había sacado a relucir en varias conversaciones telefónicas que habían tenido durante el último mes.

—Ya hemos hablado sobre esto, Justin, y espero que respetes mi decisión. No voy a hacer turismo, busco algo más. Sé que tú nunca has sentido la necesidad de conocer tus raíces, pero yo sí. Esto no quiere decir que vaya a adoptar la religión musulmana o su cultura, solo quiero conocerla mejor. Necesito vivir la experiencia, la conexión, sin influencia de nadie; necesito que sea a mi ritmo. Quedarme en casa de la tía Fadila y depender de ellos hasta para ir al zoco, que es lo que tú pretendes, me limitaría. Necesito sentir la libertad de decidir mis horarios, mis propios deseos.

—Lo siento, Emy, no quiero que te enfades; pero no puedes culparme por preocuparme por ti —terció él.

—No, no puedo culparte, aunque sí puedo pedirte que respetes mis decisiones y que confíes en mi criterio —señaló ella—. Además, me voy a Marruecos, no a Afganistán.

—¡Si fueras a Afganistán estaríamos teniendo otra conversación! —enfatizó él, poniéndose pálido solo de pensar en esa posibilidad.

—Justin, por favor... —demandó Emily.

—Lo intentaré —masculló, y esbozó una mueca, claro indicio de que no estaba convencido de que los argumentos de su hermana fueran acertados.

—¿Os apetece un té? —sugirió Cristina con la intención de distender los ánimos y que sus hijos dejaran de discutir. La vida la había acostumbrado a esos episodios en los que Justin se tomaba demasiado en serio el papel de hermano mayor y adoptaba una actitud acorde a la de un padre sobreprotector, incluso más que el mismísimo John. Y Emy nunca había sido una chica sumisa. Si había algo que valoraba, y mucho, era su libertad e independencia. Los hermanos se querían con locura, Cristina no tenía ninguna duda, aunque eso no impedía que sus intercambios de opinión se volvieran interminables.

—Creo que nos vendría bien a todos —secundó John con actitud seria. Las discusiones le disgustaban sobremanera, sobre todo si eran entre miembros de su familia. Con una ceja en alto y el resto de su rostro impertérrito, se dirigió a sus hijos con contundencia, aunque sin levantar la voz—: A ver si cambiamos de tema.

Los jóvenes adultos, que en ese instante se sintieron como adolescentes ante la reprimenda, asintieron con la cabeza.

—Es hora de que los niños se vayan a dormir —anunció Sarah. Los pequeños, tumbados en el sofá, se frotaban los ojitos con los puños y bostezaban. No solían quedarse despiertos hasta tan tarde.

Justin y John se levantaron para cargar a los niños en brazos.

—¿Los ponemos en la habitación de siempre? —le preguntó Justin a su hermana de forma calmada.

—Sí, pero tengo que preparar las camas; de haber sabido que veníais, las hubiese hecho antes —indicó Emily. La siguieron a través del pasillo y los hizo pasar a una habitación grande, con buena ventilación y bien iluminada que reservaba para las visitas. A los pequeños les encantaba ese dormitorio porque había pintado un arcoíris en una pared.

Emily volvió al comedor a recoger la mesa. Su madre ya había empezado a hacerlo, así que acabaron en pocos minutos. Mientras Cristina lavaba los platos, ella puso agua a hervir y buscó un par de tazas.

—He traído un regalo para mi hermana Fadila. No pesa mucho… —garantizó Cristina. Parecía inquieta. Se secó las manos en un paño de cocina y permaneció con la cadera apoyada en el mármol de la encimera.

—Por supuesto que se lo llevaré, mamá; no hay problema —le aseguró. La observó con detenimiento, con los párpados entornados. Su madre evitó mirarla y se pasó los dedos por el pelo, que llevaba corto y teñido de castaño claro con reflejos dorados para ocultar las canas que, a sus sesenta y ocho años, le habían arrebatado su color natural. Emily la estudió con detenimiento: la angustia resaltaba las finas arrugas que tenía alrededor de los ojos y a ambos lados de la boca—. Pero te preocupa algo más, ¿verdad?

Cristina suspiró.

—¿Tendrás cuidado? —le preguntó en vez de responder. Alzó la cabeza para mirarla—. Aunque solo lo haya dicho Justin, todos nos preocupamos por lo mismo —declaró.

—Sabes que sí, mamá —reafirmó. Después, deteniendo sus movimientos antes de colocar las hebras de té en la tetera, expuso su duda—: ¿Qué os pasa a todos con este viaje? No es la primera vez que me voy sola. ¡De hecho, llevo haciéndolo desde los veinte años! He viajado a Francia, a Canadá, a la Patagonia argentina…

—Lo sé, cariño —Cristina se sentó en la mesa de la cocina y suspiró—. Tienes que entendernos: lo desconocido asusta. He visto vídeos en internet y…

—¿¡Vídeos en internet!? —clamó Emily, incrédula. Negó con la cabeza. Su madre parecía dispuesta a no callarse ahora que se había animado a exponer sus preocupaciones.

—¡Sí, Emy, y te aseguro que es un caos! ¡Los mercadillos de Londres son un juego de niños comparados con los zocos de Marruecos! Dicen que los comerciantes son demasiado insistentes, incluso acosadores a veces. Y lo que es peor, si entras a una tienda, ¡ciertos vendedores acostumbran a bajar las persianas metálicas! ¡Dios me libre si alguno hace eso y quiere propasarse contigo, hija!

—Me sorprende que pienses así. Dices que lo desconocido asusta, pero para ti esa cultura no debería ser desconocida, ¡tu sangre es mitad marroquí! ¿O es que renegarás de tu herencia como hace Justin?

—No reniego de nada, Emy, pero tampoco me identifico con ella, ¿qué quieres que te diga? Tus abuelos sufrieron mucho para poder estar juntos… —se llevó un puño a la boca para no ceder ante la angustia que le recorría el cuerpo cada vez que recordaba el pasado de sus padres. Bajando la voz, añadió—: El Islam no permite que una mujer musulmana se case con un hombre de otra religión, y ya sabes que tu abuelo Ricardo era católico…

Emily la cogió de la mano para infundirle fortaleza, entonces Cristina continuó con su relato:

—A los hombres sí se les permite casarse con mujeres cristianas o judías porque, para el islam, la transmisión de la fe, la herencia, todo, se da por vía paterna. Para que su matrimonio fuera legal en Marruecos, mi padre debía convertirse al islam, pero si lo hacía, la crianza y educación de sus hijos hubiese estado regida por este, y él no quería que fuese así. Por su parte, mi madre no podía renunciar a su fe; la apostasía era vista como un delito… ¡Hasta hace poco, Marruecos aplicaba la pena de muerte en esos casos! ¿Entiendes? Mis padres lo tenían todo en contra.

—Lo sé. Y ahora entiendo por qué nunca hablábamos libremente de este tema; sé que has sufrido y que ese dolor todavía te corroe por dentro. Espero que este camino que estoy a punto de emprender ayude a sanar las heridas de toda la familia.

—Y que no provoque heridas nuevas, cariño —rogó Cristina, después abrazó a su hija en un intento de transmitirle el amor que sentía por ella. La cogió por los hombros y la apartó un poco, lo mínimo y necesario para poder mirarla a los ojos—. Emily Evans, prométeme que no te enamorarás de ningún marroquí.

La joven sonrió y negó con la cabeza.

—No te preocupes, mamá, no me enamoraré de nadie, ni marroquí ni de ninguna otra nacionalidad. La fantasía solo tiene cabida en mis novelas. En la vida real, prefiero guiarme por la razón.

—¡Ay, cielo, eso también me preocupa! Tú no eras así. De hecho, lo que reflejas en tus historias es tu verdadera esencia, hija, esa Emily que creía en el amor romántico, en las ilusiones.

—Puede que al crear esté plasmando el espíritu de esa joven adolescente. Al fin y al cabo, es algo que puedo permitirme al escribir fantasía —insistió.

—Cariño, el amor no es una fantasía, es real, muy real —Cristina negó con la cabeza, aunque a los pocos segundos entornó los ojos al meditar en una idea. Suspiró antes de decir—: Tienes razón, Emily, necesitas reconstruir la historia de tus abuelos. Te demostrarán que el amor existe y que es muy poderoso.

La escritora se limitó a asentir.

—Deberíamos volver al comedor, que el té se está enfriando —no quería ahondar en un tema que le resultaba espinoso. Cogió la bandeja y salió de la cocina.

Cuando atravesaban el pasillo, Emily oyó el tono de llamada de su teléfono y, sin poder evitarlo, se le aceleró el corazón. Dejó la bandeja sobre la mesa a toda prisa y lo cogió para ocultar el nombre del contacto. Prefería que su familia no supiera que ella y Kyle habían vuelto a verse.

—Mamá, ¿puedes servir el té mientras contesto? —le preguntó, aunque se fue antes de que contestara.

—Claro, hija.

Emily arrimó la puerta y se retiró hacia la parte más alejada, frente a una pequeña ventana y de espaldas a la puerta; entonces descolgó.

—Kyle… —dijo en voz baja para que su familia no la oyera.

—Hola, Emily, ¿cómo estás? —le preguntó él, experimentando una vez más esa extraña satisfacción que le provocaba oír, después de tantos años, su nombre en labios de Milly. ¡Cuánto había añorado su voz y su dulzura!

—Estoy bien, aunque no puedo hablar mucho porque tengo a la familia en casa —se excusó. Apoyó la frente en el cristal de la ventana. Él no fue capaz de decir nada porque Emily le confesó de manera compulsiva—: Me voy, Kyle.

—¿Te vas? ¿Cómo que te vas, Milly? —preguntó preso del pánico, ya que ella no había dicho nada más. Respiró hondo e, impostando la voz para sonar tranquilo, formuló un nuevo interrogante—: ¿Puedo preguntar adónde?

—Me voy a Marruecos. Mi vuelo sale en unas horas, a las seis y veinte —le explicó sin saber a ciencia cierta la razón por la que le estaba dando tantos detalles. No estaba segura de si esa necesidad obedecía a la costumbre de compartirlo todo con él o a otro motivo en el que prefería no pensar… ¿es que de forma inconsciente esperaba verlo antes de partir?

Kyle se esforzó para no mostrar lo mucho que le había afectado la noticia.

—Pero… volverás a Londres, ¿verdad? ¿O te vas para siempre?

—Claro que volveré, pero no sé cuándo. En principio solo tengo visado para tres meses, pero puedo alargarlo hasta seis. Todo depende de cuánto tarde en escribir la novela; planeo acabarla durante el viaje.

—Entiendo —murmuró Kyle.

Se oyeron pasos en el pasillo. La puerta de la cocina se abrió. Milly se giró para ver como Justin asomaba la cabeza.

—Dice mamá que te vas a beber el té frío —indicó su hermano.

—Ahora voy —aseguró ella. Justin la observó durante unos segundos antes de asentir con la cabeza e irse, aunque no cerró la puerta.

Milly suspiró.

—Tengo que colgar.

—Sí, lo sé. Ese era Justin, ¿verdad?

—Sí. Han venido todos para despedirse.

Kyle se guardó para sí que a él también le hubiese gustado verla antes de que se marchase. Descartó enseguida ir a su casa, ya que los Evans no querían saber nada de él, sobre todo Justin.

Se lo había dejado muy claro hacía dieciséis años: «Si vuelves a acercarte a mi hermana, te romperé hasta el alma». No es que Kyle le tuviera miedo, solo que no quería causarle un disgusto y mucho menos estresarla cuando estaba a punto de coger un avión. Pedirle que se vieran fuera tampoco era una opción inteligente; ella se negaría a dejar a su familia cuando se habían tomado la molestia de ir a verla.

—¿Puedo seguir llamándote aunque estés de viaje? —le preguntó.

—Me encantaría que lo hicieras —confesó Emily—. Así podré compartir contigo todo lo que descubra.

—¡Te llamaré todos los días! —la voz de Kyle sonó con tanta pasión que la hizo vibrar—. Y cuando no quieras hablar conmigo, no hace falta que descuelgues el teléfono. Te prometo que no insistiré.

—No te preocupes, te contestaré todos los días. Aunque deberías dejar que te llame yo de vez en cuando, si no, te gastarás una fortuna —bromeó, a lo que ambos rieron.

—Pero ¿en qué planeta vives? ¿Es que no sabes que, con una buena conexión a internet, podemos hablar sin tener que pagar nada? Seguro que en el hotel tienen wifi.

—¡Tienes razón! Aunque te prometo que seré yo quien llame —le aseguró Emily. Deseaba seguir hablando con Kyle como lo habían hecho días atrás, sin embargo, su familia la esperaba en el comedor. Además, debía irse a dormir ya si quería levantarse con energías renovadas; anticipaba que sería un día duro—. Tengo que dejarte—le dijo en contra de su voluntad.

Después de un suspiro, él le pidió:

—Por favor, avísame cuando llegues a Marruecos.

—Te avisaré cuando me instale en el hotel de Tánger, cuando ya haya pasado por todo el trajín del viaje.

—Está bien. Lo estaré esperando —guardó silencio antes de desearle buen viaje.

Emily tragó saliva para aliviar el nudo que se le había formado en la garganta.

—Adiós, Kyle.

Nuestra asignatura pendiente

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