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JESSICA

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La calle estaba llena de coches patrulla porque, en aquel momento del día en el que la temperatura no paraba de subir, los agentes no dejaban de buscar excusas para volver a la comisaría oeste del Departamento de Policía de Los Ángeles, un edificio con un magnífico aire acondicionado. Jessica había pasado la noche en su abarrotado apartamento de Alameda, pensando en lo de la casa que había heredado y en el niño que tenía de vecino: el hijo de Harbour. Se había duchado de una manera muy extraña para no mojarse los vendajes y había soñado que la perseguían unos zombis. A medianoche se había despertado, había cogido las llaves de la casa de Bluestone Lane de la mesita de centro y las había tirado al cubo de la basura. Por la mañana las había recuperado.

En la comisaría, dos agentes con cara de aburrimiento a los que no conocía de nada se encargaban de la recepción con las enormes fotografías enmarcadas de los anteriores jefes que colgaban por encima de sus cabezas. Jessica no llamó su atención, cruzó tan deprisa como pudo la puerta trasera de los despachos con la tarjeta de banda magnética. Que la ignoraran en esa misión que tenía entre manos sería de lo mejor que le podía pasar.

En la zona abierta de despachos del primer piso, no obstante, no tuvo tanta suerte. Enseguida le llegó aquel olor familiar, olor a humanidad, a café y a tabaco. Sintió que todos los de la estancia se volvían para mirarla. Algunos de ellos estaban hablando por teléfono y otros se encontraban inclinados sobre sus desordenados escritorios, examinando fotografías, repasando imágenes de cámaras de vigilancia, releyendo notas. Sin embargo, la llegada de Jessica fue como si empezara a sonar una sirena que cada vez aullaba con más fuerza, molestando a todos y cada uno de los detectives. Jessica se aclaró la garganta y se dirigió a los ascensores.

No llevaba más que unos segundos delante de las puertas de los ascensores, pulsando el botón una y otra vez, cuando empezó a oír aquellas palabras susurradas por detrás de ella: «Brentwood», «mansión», «millones».

Nada sobre sus heridas. Nada sobre Wallert y Vizchen. En el tercer piso no se detuvo a valorar qué impacto causaba en la estancia. Encontró a Wallert en la sala del café, vaciando azucarillos en una taza de papel. Esperó hasta que su compañero se hubo alejado de la encimera, y entonces golpeó con fuerza el culo de la taza con la palma de la mano y le tiró el café por la cara, aunque el líquido también acabó en la máquina, en la encimera y en la pared. Antes de que a su compañero le diera tiempo de limpiarse los ojos, Jessica tomó impulso y le pegó un fortísimo puñetazo en la boca.

—¡Pedazo de mierda! —le gruñó.

—¡Por Dios! Pero ¿qué coño...?

—¡Puto gordo traidor de mierda!

No es que Jessica hubiera pensado en qué decir, no es que hubiera estado planeando qué palabras harían más daño a su compañero o qué comentarios recordaría la gente durante un período más largo. Aquellos improperios escaparon por su boca sin más, como ladridos. Los compañeros se le echaron encima antes de que soltara un segundo puñetazo. Romley, de Narcóticos, y una mujer a la que no conocía la cogieron de los brazos y la apartaron de Wallert. Enseguida se reunió allí una multitud, en un principio con intención de detener la pelea, pero, en realidad, era para coger asiento de primera fila y disfrutar del espectáculo del mes en Homicidios.

—¡Debería matarte, hijo de puta! —aulló—. Ese cabrón me levantó por los aires y me tiró al suelo como si fuera una cría. Si hubieras acudido a mi petición de ayuda, no habría tenido que matarlo. He matado a una persona por tu culpa.

—Lo superarás. —Wallert tenía la pechera de la camisa manchada de café, lo que hacía que se le transparentaran los pelos de sus gordas tetas. Se limpió la sangre del mentón—. Tienes todo el dinero del mundo para gastártelo en terapia, ¿no?

—¿Lo estáis oyendo? —gritó Jessica mientras se zafaba de los policías que la sujetaban y miraba a su alrededor—. ¿Lo estáis oyendo? Este cabrón dejó tirada a su compañera. —Lo señaló—. No es así como nos comportamos aquí. Eso no es propio de nosotros.

La detective examinó los rostros de los que conformaban el círculo a la espera de ver reflejada en ellos la misma furia que ella sentía, pero eran muchos los que miraban al suelo o los que se miraban los unos a los otros, manteniendo conversaciones silenciosas, juzgándola, sopesando la situación. Jessica estaba rodeada por los suyos y, aun así, la palabra «nosotros» había sonado débil, aguda como un chirrido. De pronto, Wallert pasó a formar parte de ellos, del «verdadero nosotros», y Jessica empezó a preguntarse qué habría sucedido en las veinticuatro horas que había estado fuera de la oficina, qué conversaciones habrían mantenido, para que estuvieran marcando esa línea en la arena entre ellos y ella.

—Es increíble. —De repente, se había quedado sin aire—. Esto es...

—Oye, Sanchez, cálmate —le soltó uno de Personal mientras le ponía una mano en el hombro. Jessica sintió una punzada de dolor en la herida—. Montar una escenita no va a servir de ayuda en tu caso.

—¿Mi caso? —Se sacudió la mano del de Personal.

—Lo que hizo Wallert no estuvo bien —dijo Romley, el de Narcóticos, al tiempo que se encogía de hombros—, pero algunos compañeros hemos hablado del asunto. Bueno, todos hemos estado hablando de ello y... parece que, según los informes iniciales, fuiste tú la que decidió ir sola. Vale, sí, Wally y Vizchen tendrían que haberte apoyado, pero la decisión la tomaste tú, Sanchez. Además, lo de la casa esa de Brentwood... Es que, si te soy franco, eso es una mierda descomunal.

—Sí, a mí también me tendría puteado —comentó uno.

—No vas a aceptar la casa, ¿verdad? —La que hablaba era Veronica, de Homicidios—. Alguien va comentando por ahí que vas a aceptarla, pero no deberías.

—He oído que vale nueve millones.

—Eso sí que es traicionar a tu compañero.

Romley le pasó unos cuantos pañuelos de papel a Wallert, que sonrió por detrás de ellos mientras se limpiaba las encías ensangrentadas. Jessica se volvió y vio a Vizchen en la parte de atrás de los allí congregados, inexpresivo, observando. De pronto, a la detective le dio la sensación de que los que la rodeaban irradiaban tal calor que empezó a sentir que le quemaban las heridas. Jessica pensó que quizá tuviera fiebre, una infección, el sida. Se llevó las manos a la cabeza e intentó pensar en que aquello era una representación, una broma que le habían querido gastar y que había salido mal..., que, en cualquier momento, alguien se abriría paso por entre la muchedumbre y la abrazaría y le diría que todo iba a ir bien, que aún formaba parte del equipo, que no la consideraban el enemigo en la trinchera. No obstante, el que se abrió camino entre los policías fue el capitán Whitton, y, desde luego, no había nada amistoso en su expresión.

—Sanchez, a mi despacho. Ahora.

Jessica se sentó en el despacho del capitán pensando en que Andrew Whitton era quien mejor personificaba el liderazgo en el Departamento de Policía de Los Ángeles. El hombre era alto, serio, circunspecto. Sus ojos eran de color gris oscuro, como la pizarra, y siempre parecían inexpresivos. Tenía los hombros anchos —estupendos para cargar con el peso de la responsabilidad—, unos hombros que parecían solemnemente encorvados en los funerales de policías, y viejos pero potentes cuando se machacaba en el gimnasio de la comisaría junto con los jóvenes. En el escritorio tenía una fotografía de Karen, su esposa, una mujer con el pelo rizado y una mirada entusiasta enmarcada por unas gafas de colores, acompañada de sus tres hijos, todos ellos policías. En las demás fotografías aparecía él en su velero.

—Es hora de tomar una decisión —le dijo el capitán mientras se sentaba. Era muy probable que en la vida del capitán Whitton siempre fuera hora de tomar una decisión. De tomar una decisión, de escribir una recomendación, de hacer una petición, de encontrar una solución. Asuntos que requerían papeleo y firmas—. ¿Vas a quedarte con la casa, sí o no?

—Hace cuarenta y ocho horas que sé lo de la casa —empezó a decir Jessica con un tono plano— y en ese tiempo me han herido en el ejercicio de mi deber y he matado a una persona.

—Sí, y no quiero que pienses que todo eso me da lo mismo. —El capitán levantó una mano para aplacar los ánimos—. Tengo entendido que hasta el hospital se acercaron un representante del sindicato y uno de nuestros encargados de salud. Tienes preparado el permiso por lesiones, ¿no?

—Sí, se acercaron y, sí, dispongo de él.

—Bien. En ese caso, los de Asuntos Internos determinarán en qué fecha tendrás que reunirte con ellos por lo del disparo, así que el proceso de cuidar de tus heridas y de que se resuelva todo lo relacionado con el tiroteo ha comenzado. Utilizaste tu arma reglamentaria, pero ellos tienen que comprobarlo. Aparte de decirte que siento mucho lo que sucedió y de trasladarte todo mi apoyo como capitán, mentor y amigo, nada de eso tiene que ver conmigo. De lo que nadie se está encargando es de la posible lluvia de mierda que va a caer con lo de la herencia de Beauvoir.

Jessica se presionó el puente de la nariz. Empezaba a dolerle la cara, era un dolor que le ascendía hacia la frente y tiraba hacia la parte de atrás de la cabeza. Volvió a pensar en si habría contraído algún virus. Si hubiera sido más cuidadosa..., más discreta..., pero la llamada de teléfono de Rachel Beauvoir que había recibido en el gimnasio hacía dos días la había dejado tan sorprendida que le había repetido la conversación que había mantenido con la anciana a una mujer que tenía al lado, envuelta en una toalla, y a la que apenas conocía, Fiona Hardy, de la sección de Entrenamiento con Armas de Fuego. A partir de ahí, la noticia había corrido como la pólvora.

—Un par de patrulleros han ido contando que estuviste ayer en la casa.

—Sí, fui a verla. —Jessica se revolvió en la silla—. Fui directa desde el hospital. ¿Es eso lo que va a suceder a partir de ahora, van a estar circulando las patrullas para comprobar si voy o si no voy?

—Sienten curiosidad. ¿No la sentirías tú?

—No. Lo que los demás policías hagan en su tiempo libre no es asunto mío, joder.

—Que vayas a la casa les hace pensar que seguramente te vas a quedar con ella.

—Y es que la última voluntad del señor Beauvoir fue que me la quedara. Fue lo que deseó en su lecho de muerte. Lo menos que podía hacer era ir a ver la casa, como gesto personal.

—Sí, pero ya estuviste en ella un millón de veces mientras...

—¿Me has hecho venir para tocarme las pelotas?

El capitán se recostó en la silla y miró a Jessica. La detective se dio cuenta de que su superior se recordaba a sí mismo que todo aquello no era culpa de ella, que ella no era sino la víctima, cuando menos, de los efectos colaterales de la herencia.

—Seguro que te sientes tentada de aceptarla. ¡Son doce millones de dólares!

—Cada vez que oigo hablar de la casa, su valor ha subido. Debe de haber un pozo de petróleo del que nadie me había hablado justo debajo.

—Mira, Sanchez, así son las cosas. Esa es la realidad. —El capitán miró la puerta como si quisiera asegurarse de que estaba cerrada—. Soy consciente de que eres tú quien merece todo el reconocimiento por haber resuelto el caso de Silver Lake. Ya sé que Wallert apenas participó en la investigación.

Jessica permaneció en silencio.

—Cuando ascendimos a Wallert a detective sobrevaloramos su carácter. Fue una decisión que se tomó antes de que yo fuese capitán —explicó Whitton con cautela—, y espero que no repitas fuera lo que acabo de decir ahora mismo en este despacho.

La detective siguió en silencio.

—Tengo la sensación de que debería dejar bien claro qué es lo que está en juego en este asunto. —El capitán abrió uno de los cajones del escritorio.

—Sé lo que está en juego, capitán —dijo Jessica entre suspiros.

—Y es mi responsabilidad confirmar que así es, oficialmente.

Jessica se desplomó en la silla. Tal y como habían hecho en numerosas ocasiones durante el tiempo que llevaban siendo detective y capitán, Jessica se quedó allí sentada, en el despacho de Whitton, observando cómo él pasaba el dedo por alguna de las páginas de su vieja copia de Políticas del Departamento de Personal perteneciente al Departamento de Policía de Los Ángeles.

—Si aceptaras la casa de Brentwood como recompensa por parte del señor Beauvoir a cambio del trabajo que realizaste en el caso de su hija —empezó a decir Whitton, que enseguida encontró la parte del texto a la que se estaba refiriendo—, podrían sancionarte de acuerdo con el artículo 33.2. —Leyó—: «Falta de ética profesional dentro o fuera del trabajo por parte de empleados públicos», que reza: «Los empleados públicos deben realizar sus tareas de manera que nunca pierdan la confianza y el respeto de sus supervisores, de sus compañeros y de la ciudad a la que sirven». Tu ofensa consistiría en: «Aceptar favores o gratificaciones por realizar servicios propios de su trabajo».

—Ajá.

—También podrían sancionarte por: «Fraude, deshonestidad, robo o falsificación de informes», dado que: «Los empleados públicos tienen que demostrar su integridad personal y su honestidad a la hora de desempeñar su trabajo». —Sin levantar el dedo de la página, el capitán hizo una pausa para añadir dramatismo al momento—. Mira, Jessica, la cuestión es que se consideraría que has solicitado, aceptado u ofrecido un soborno, lo que supone el despido inmediato.

—En ningún momento el señor Beauvoir dijo que fuera a dejarme su casa en herencia por trabajar en el caso de su hija. No es un soborno. La primera vez que oí hablar del tema fue cuando me llamó su hermana, que es la legataria de su última voluntad.

—Estabas obsesionada con el caso. Aquí, la gente empezó a preocuparse.

—Esa es la cuestión. —Jessica levantó las manos—. Aquí, te vuelcas con un caso y resulta que los compañeros empiezan a preocuparse.

—Perdiste peso. No dormías. No pasabas por casa. A punto estuviste de presentarte a una reunión del departamento recién salida del vestuario... ¡sin camisa!

—Estaba cansada.

—¿Solo cansada?

—Lo sentía, es verdad. —La detective hizo una pausa, como si estuviera buscando las palabras—. Sentía el... el calor.

—¿El calor?

—¿Sabes cuando estás a oscuras... —Jessica se esforzaba por elegir con cuidado las palabras— pero tienes certeza de que hay alguien más? Ni lo ves, ni lo oyes, pero lo sientes... como... como una especie de calor. Como el calor corporal.

El capitán la miraba con atención.

—Yo lo sentía a él. Sentía lo cerca que estaba de atraparlo.

—Hazme un favor. Cuando salgas de aquí, no le digas a nadie más que atrapaste al asesino de Silver Lake porque sentiste su calor corporal en la oscuridad. Parece que estés loca.

—Sí, ya, pero el tipo está en la cárcel, ¿no? ¿Quieres que hablemos de locuras? ¿Por qué no hablamos, entonces, de cómo es posible que esté aquí sentada porque hago mi trabajo demasiado bien?

—Mira, chorradas aparte, dudo mucho que los de Asuntos Internos fueran a tragarse eso de que lo único que te pasaba en ese caso era que estabas ansiosa por atrapar al asesino. Los investigadores dirán que no te movía únicamente la pasión. Hay gente que va contando por ahí que el señor Beauvoir y tú teníais una relación, y ya sabes que eso también iría en contra del reglamento del Departamento de Policía de Los Ángeles.

—No, capitán, no me follé al padre de setenta y cinco años de una de las víctimas de un caso.

—Yo tan solo repito lo que dice la gente y a qué podrían agarrarse los de Asuntos Internos.

Jessica se encogió de hombros.

—Hace mucho tiempo que dejó de importarme lo que piensen de mí los de Asuntos Internos.

—Sea como fuere, Sanchez, si aceptas la casa, te despedirán de la policía. De una u otra forma, harán que salgas por la puerta principal y que nunca vuelvas a ser bienvenida aquí. Creo que eso sería una pena. Este es tu hogar, detective. Esta es tu familia.

Jessica abandonó el despacho del capitán en silencio, con la pulsante ira que sentía cuando había entrado un poco más calmada. Los miembros de su familia del Departamento de Policía de Los Ángeles la observaron mientras se dirigía a los ascensores. La observaron mientras esperaba a que alguno de ellos llegara. En aquel punzante silencio, Jessica miró hacia la sala de documentación que había a la derecha de los ascensores.

Sintió que una oleada de desafío la golpeaba. Una oleada de ira, una oleada grande y silenciosa. Al mismo tiempo, por detrás de ella empezó a sentir la presión de esas personas en las que había confiado hasta hacía poco, compañeros que ahora querían verla de patitas en la calle. Intentó aferrarse a lo que fuera para permanecer en el que era su lugar, allí donde se sentía a salvo.

«La policía cometió un error», había dicho el niño.

«Yo no cometo errores. Estaba en lo cierto entonces y lo estoy ahora».

La detective decidió ir a la sala de documentación. Allí encontró el informe en el que se hablaba del asesinato cometido por Harbour, un archivador de color azul lleno de papeles. Se lo puso debajo del brazo y bajó por la escalera de incendios.

La poli, la convicta, la gánster y la ladrona

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