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BLAIR

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Levanté la mirada y me encontré con una pistola que me apuntaba. Así de silenciosa había sido aquella joven. Así de rápida. Por el rabillo del ojo me había parecido ver pasar una figura por las ventanas frontales de la gasolinera, una sombra que caminaba, difusa, recortada contra el rojo atardecer y las siluetas de las palmeras. Nada más. Me había puesto la pistola en la cara antes de que el timbre de la puerta hubiera acabado de dar esa nota única que la había anunciado, que la había hecho real. La pistola temblaba, lo que convertía aquella mala situación en algo peor, si cabe. Dejé el bolígrafo con el que estaba rellenando el crucigrama.

Profundo arrepentimiento: «remordimiento». Puede que esa fuera a ser la última palabra que escribía. Una palabra que me resultaba familiar.

Extendí las manos sobre el mostrador, entre un bol con plátanos moteados a un dólar cada uno y las Clark, barritas que vendíamos dos por una.

—No grites —me ordenó la joven.

Me permití pasar la mirada de la pistola a la muchacha y lo único que vi ante mí eran problemas. La mano que sujetaba la pistola estaba sudada y ensangrentada, igual que el dedo que tenía metido en el guardamonte y que se le resbalaba del gatillo. La pistola tenía quitado el seguro. El brazo de la mano que sujetaba la pistola era delgado, flacucho, y no me cabía duda de que pronto se cansaría de aguantarla pues, según parecía, no era suya y le resultaba muy pesada. La cara que había más allá del brazo era del enfermizo color gris púrpura de un cadáver reciente, y tenía un tajo feo en la frente, un tajo tan profundo que se le veía el hueso. La muchacha mostraba marcas sangrientas de dedos en el cuello, marcas demasiado grandes para ser de sus propias manos.

Ponerse a gritar habría sido una mala idea. Como la sobresaltara, aquel dedo que no paraba de resbalar en el guardamonte accionaría el gatillo y mis sesos quedarían estampados contra el dispensador de tabaco que había justo detrás de mí. No quería morir con aquel estúpido uniforme, con aquel sombrero en el que lucía el parche de un canguro rosa y con aquella placa que llevaba en el pecho y que decía la verdad respecto a que me llamaba Blair, pero que mentía en eso de «¡Adoro atenderte!». No sé por qué, pero me puse a pensar en qué ropa llevaría Jamie, mi querido hijo, a mi funeral. Sabía que tenía un traje; lo había llevado en la vista de mi condicional.

—¡Vaya! —exclamé sorprendida y solícita.

—Vacía la caja registradora —la joven alargó la otra mano y miró por la ventana. El aparcamiento estaba vacío—, y dame las llaves del coche.

—¿Las del mío?

Me toqué el pecho, lo que la llevó a ella a retroceder un poco y a sujetar la pistola con más fuerza.

«Será mejor que no te muevas tan rápido y que no hagas preguntas estúpidas».

Mi viejo Honda era el único coche que había a la vista, al fondo del aparcamiento, justo debajo de una valla publicitaria: Idris Elba con un reloj que costaba lo mismo que dos fondos universitarios.

—El coche y la pasta —dijo entre dientes—. Vamos, puta.

—Mira... —empecé a decir despacio. Por un momento, sentí que tenía el control. La nevera de los burritos zumbaba ligeramente. Las luces que había detrás de la cara de plástico de la máquina de los granizados hacían ruidos tintineantes—. Podría ayudarte.

Mientras pronunciaba aquello me sentí como una idiota. En su día había sido capaz de ayudar a la gente. A niños enfermos y a sus aterrorizados padres. Yo manejaba herramientas quirúrgicas y llevaba trajes quirúrgicos, nada de canguros ni placas de mierda. No obstante, entre aquello y el ahora, había llevado un uniforme de presidiaria, y mi capacidad de ayudar a los demás había desaparecido por completo.

La joven cambió el peso de un pie al otro y movió el arma para animarme a que me diera prisa.

—A la mierda tú y tu ayuda. No necesito ayuda. Lo que necesito es salir de aquí.

—Si me dejaras... —Mis palabras las cortó en seco un fogonazo de luz. El sonido llegó más tarde, un ¡bang! en mis oídos, el zumbido retumbante de la presión en mi cabeza, provocada por la bala al pasar por mi lado, demasiado cerca. La joven acababa de hacerle un agujero al dispensador de Marlboro de la pared, justo por encima de mi hombro derecho. Olor a tabaco quemado y a plástico fundido en el aire. Me pitaban los oídos. La pistola volvía a apuntarme—. ¡Vale! ¡Vale!

Me acerqué a la caja registradora y miré a la joven de soslayo. Rizos de oro. Una nariz pequeña, casi de botón. Había algo que me resultaba familiar en ella. Pero, claro, era probable que, durante el tiempo que había pasado en la cárcel, hubiera visto más de un millar de jóvenes como aquella: afligidas, nerviosas y enfadadas con el mundo; todas ellas capaces de utilizar una pistola. Cogí las llaves de la taza que había junto a la caja.

—Esta gasolinera es propiedad de un cártel. —Me di cuenta de que a mí también me temblaban las manos. Enseguida me pondría a sudar, a jadear y me castañetearían los dientes. Mi miedo llegaba poco a poco. Me había entrenado para que así fuera—. Deberías saberlo. Atracas un sitio como este y no solo van a por ti, también van a por tu familia. Llévate el coche, pero...

—Calla.

—Irán a por ti...

Abrí la caja registradora. La joven se echó a reír. La miré de reojo mientras sacaba los billetes. No se reía de lo que le había dicho; era una risa irónica. Sentí como si algo me hiciera un corte, algo frío y afilado. Miré nuestro reflejo en la ventana. Ella también miraba por las ventanas, pero parecía pendiente de la creciente oscuridad. No se veía a nadie más. De pronto, era como si estuviéramos terriblemente solas, las dos, si bien había algo aterrador que me hacía pensar que no era así. Le entregué el dinero.

—Enseguida enviarán a alguien a por ti —le solté.

La joven asintió. Una sola vez. Un gesto cortante.

Poco a poco, saqué las llaves del coche del bolsillo y las dejé caer en su mano. Cuando la joven apartó el cañón del arma de mi cara sentí como si el tornillo de banco que me tenía cogida la garganta se aflojase.

Me quedé mirando cómo daba media vuelta y salía corriendo de la tienda, cómo se metía en mi coche, cómo se largaba.

Por las ventanas, era como si la nocturna Koreatown respirara aliviada, como si recuperara el movimiento. Dos muchachos con el pelo largo se empujaban en la esquina. Un hombre que volvía de trabajar cogió un periódico del buzón, se lo puso debajo del brazo y dejó que la tapa se cerrara de golpe. La presencia maligna que había sentido cuando la joven había estado en la tienda había desaparecido.

Podría haber llamado a la policía, aunque no fuera para informar del robo, sino de que una joven huía de algo o de alguien con la furiosa desesperación de un animal al que dan caza, una joven que se había internado en la oscuridad, perseguida, y de la que era imposible saber cuánto le quedaba de vida. La cuestión es que Los Ángeles estaba lleno de gente así y siempre lo había estado. Una jungla repleta de presas escapando de sus depredadores. No, iba a darle un poco más de ventaja a la joven antes de informar de que mi coche había desaparecido. Me levanté la camisa y me sequé el sudor de la cara con el dobladillo al tiempo que intentaba regular la respiración.

Mi adicción empezó a latir en forma de un corto y agudo deseo que me llevó a coger el móvil, que tenía junto a la caja registradora. Mi dedo sobrevolaba los números. Estaba a punto de marcar, pero me obligué a dejar el teléfono. El reloj de la pared decía que aún faltaba una hora para que acabara mi turno en el Pump’n’Jump. Había pensado en llamar a Jamie, pero sabía que estaría durmiendo.

Lo que hice, por el contrario, fue ir al cajero que había en la esquina de la tienda. Metí la tarjeta en la máquina y saqué cuatrocientos dólares, más o menos la cantidad que se había llevado la joven. Volví al mostrador y guardé los billetes en la caja registradora. Aunque no conocía a los verdaderos dueños de la gasolinera, había conocido a integrantes de cárteles en la cárcel y había aprendido suficiente español a lo largo de aquellos años para entender las historias que contaban. Aquella joven, fuera quien fuese, no necesitaba a los 13s de San Marino tras ella. Y yo tampoco.

Miré por encima el recibo del cajero, lo arrugué y lo tiré a la papelera. ¡Menuda caminata me esperaba para llegar a casa!

La poli, la convicta, la gánster y la ladrona

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