Читать книгу La poli, la convicta, la gánster y la ladrona - Candice Fox - Страница 8
JESSICA
ОглавлениеLa casa de Bluestone Lane, iluminada por el amarillo resplandor de la mañana, estaba en calma. En una extraña calma, de hecho, porque en todos los demás jardines de la calle había jardineros con sombrero de ala ancha recogiendo ramitas que llevaban después a sus viejas camionetas o moviendo a uno y otro lado mangueras sobre coloridos arriates. La casa que estaba observando Jessica estaba vacía, casi como si estuviera posando, como si se tratase de la fotografía de una inmobiliaria.
«Imagina cómo sería entretener aquí a tus amigos ricos y famosos».
Cócteles junto a la piscina, cenas de gala íntimas en la parte de atrás, Bentleys aparcados en el largo y ancho camino de piedra diseñado por Exotiq Impressions. Jessica se fijó en un grupo de mujeres extremadamente bronceadas que caminaban a paso ligero. Manicura francesa y pómulos carísimos. Un perrito que costaba más que el Suzuki en el que Jessica estaba sentada se volvió loco detrás de una valla cubierta de hiedra.
Brentwood los sábados.
La llegada de Rachel Beauvoir interrumpió el deambular del coche de los de la empresa de seguridad privada que por tercera vez pasaban por allí, nerviosos porque una latina estuviera sentada en aquel lugar, en su Suzuki de mierda, sin hacer nada. Jessica salió del coche y enseguida le llegó el olor de las plantas del desierto. Había algo que hacía que le latieran las sienes, un animalito atrapado bajo la piel, asfixiado de calor. Rachel se detuvo frente a la gran puerta doble de la casa con la llave en la mano.
—¡Dios mío! —Rachel se llevó la mano derecha aleteando a la altura del pecho—. ¿Qué te ha pasado?
Ya se conocían, aunque su encuentro había sido breve, un rápido interrogatorio al principio de la investigación del caso de Bernice Beauvoir, la sobrina de Rachel. Esta se había mostrado distante y escéptica, pero a Jessica le parecía que todos los blancos ricos eran así. Hacía un mes, Jessica y la anciana se habían saludado con un leve asentimiento de cabeza en el funeral de Stan Beauvoir; pero, ahora, la mujer detuvo sus grandes ojos en los vendajes que la detective llevaba en el cuello y en los brazos, en el moretón que tenía en la cara.
—Tuve un encuentro con un zombi —soltó Jessica.
—¿Eras tú? —Rachel, boquiabierta, la señaló como quien acusa a alguien en un juzgado—. Vi la noticia en el telediario. Te mordió un hombre, ¿no?
—Bueno, ya es agua pasada. Estoy bien —mintió la detective. Al menos tendrían que pasar cuarenta y ocho horas para que recibiera los resultados de las pruebas del VIH y de la hepatitis—. Venga, pongámonos con esto.
La anciana, esbelta, con la elegancia de un pájaro, abrió la puerta de la enorme mansión.
—Bueno, pues esta es —dijo Rachel, como si Jessica no hubiera visto jamás la casa.
En realidad, ambas sabían que Jessica había pasado mucho tiempo allí, sentada con Stan Beauvoir, mirando fotografías de su hija asesinada, escuchando las historias que el hombre le contaba de ella, inspeccionando la habitación de la joven una y otra vez. No era el primer asesinato ocurrido por aquella zona en el que Jessica había trabajado. Recordaba uno a tres manzanas de allí, una disputa por ruidos en el vecindario que se torció terriblemente y acabó en un disparo. Vecino contra vecino. Gente rica muy nerviosa y con armas.
Las dos mujeres se quedaron frente a las escaleras del descomunal vestíbulo. La casa estaba desamueblada y la habían adecentado hacía poco; era evidente por lo limpia y esponjosa que estaba la alfombra y por el aroma a limón.
Jessica metió las manos en los bolsillos.
—No he venido a ver la casa. He venido a decirle que esto es una pérdida de tiempo. Eso no va a pasar.
—Eso ya me lo has dicho por teléfono. —Rachel recorrió el enorme vestíbulo hasta el vasto salón—. «Eso no va a pasar». La cuestión, detective, es que ya ha pasado. Tú eres la beneficiaria. Está en los papeles. Eso es innegable. Stan está muerto, así que no hay marcha atrás, porque él no puede cambiar su última voluntad y yo no voy a llevar el testamento a juicio. ¡Bien sabe Dios que no quiero otra mansión en mi carpeta de propiedades!
A Jessica no le quedó más alternativa que seguir a la anciana por el salón, en dirección al porche trasero, mientras hablaba.
—Ahora, eres tú la que tiene que decidir qué hacer con la propiedad. Siempre puedes venderla. Divídela con... —Rachel hizo un gesto despectivo con la mano— con tu compañero. Tira las llaves y lárgate. A mí me da igual. Ahora bien, hasta que no tomes una decisión, esto es problema tuyo, Jessica, y no va a desaparecer sin más.
Las dos mujeres permanecieron un rato en el gigantesco porche, ahora vacío, que daba a la resplandeciente piscina. Los otros dos pisos de la casa se alzaban tras ellas; grandes láminas de cristal y mampostería artística. Jessica suspiró en alto, aunque no había sido su intención hacerlo. Se dirigió al borde del porche, se sentó en él con las piernas colgando sobre el césped recién cortado y se frotó las sienes, que aún le palpitaban.
—El jueves le pedí a un tasador que viniera. —Con dificultad, Rachel Beauvoir se sentó junto a la detective. Se bajó la falda por debajo de las rodillas y se la alisó. Una mujer de su estatus no hacía aquellas cosas—. Dijo que se vendería por algo menos de siete millones.
—No quiero conocer esos detalles.
—Pero tengo que contártelos, detective Sanchez. La verdad es que me sorprende un poco tu reacción. Trabajas en el Departamento de Policía de Los Ángeles. ¿Cuánto ganas al año después de dos décadas de carrera? ¿Ochenta mil? Ese coche ridículo que conduces me hace pensar que nunca habías imaginado siquiera que pudiera caerte del cielo un dinero como este.
«Que aceptara un dinero caído del cielo como este haría que todo el departamento de policía se volviera contra mí. Destrozaría mi relación con mi uniformada familia de azul».
—¿Cuánto tiempo llevas conduciendo ese coche viejo y abollado? ¡Da hasta cosa mirarlo!
—Deje en paz mi coche. Tiene casi doscientos setenta y cinco mil kilómetros y aún va como la seda.
—Lo único que te digo es que esta casa podría cambiarte la vida.
—Ya me la ha cambiado. —Jessica se señaló los vendajes—. ¿Ve esto?, pues ha sucedido por culpa de esta casa.
—No te entiendo.
—Anoche, mi compañero decidió no responder a mi petición de ayuda porque estaba muy cabreado conmigo por lo de la herencia. Él también estaba asignado al caso de su sobrina y considera que se merece la mitad.
—Veo que dices «asignado al caso», no que trabajara en él. —Rachel esbozó una sonrisa irónica—. Si no te apoyó cuando lo necesitabas, me parece que no debe de ser una persona a la que le guste mucho su trabajo.
—Usted no estaba ahí. No puede hablar.
—Yo solo sé lo que Stan me contaba. —Se encogió de hombros—. «Jessica va a venir para enseñarme unas fotografías». «Jessica me ha llamado otra vez». «Creo que Jessica tiene una hipótesis nueva».
Jessica no dijo nada.
—Esto es lo que Stanley quería. —Rachel se volvió hacia la detective—. Al final, de hecho, era lo único que quería.
Jessica se fijó en cómo parpadeaba la luz de la mañana en la superficie de la piscina.
—Cuando el asesino de Silver Lake... —La anciana se quedó callada. Se aclaró la garganta. Tragó con fuerza—. Me niego a pronunciar su nombre. Para mí siempre será «el asesino». Cuando ese hombre acabó con la vida de mi sobrina, Stan me dijo que jamás iba a poder volver a pensar en sí mismo. Se consideraba un padre que había sido incapaz de proteger a su hija. Bernice había muerto y él... él se sentía impotente. No podía vengarse, así que no podía pasar página. Se sentía desamparado. Entonces tú llegaste a su vida y te dejaste la piel en el caso, tanto que en ciertos momentos Stanley sintió que estabas obsesionada con él.
Jessica esbozó una sonrisa de medio lado.
—Aparecías aquí en busca de una prenda de vestir, aunque hubiera caído la noche. Levantabas las tablas del suelo. Ponías patas arriba el ático. Buscabas en su habitación por enésima vez. Stan me lo contaba todo. En efecto, parecía que estuvieras obsesionada con el caso.
—Es lo normal.
—Yo diría que no todo el mundo piensa así. Como, por ejemplo, los detectives en cuyas manos estuvo el caso antes de que te llegara a ti. ¡Habían pasado diez años, por el amor de Dios!
—Solo cumplí con mi deber.
—Stanley no creía que fuera así. Estaba convencido de que habías ido más allá de lo que requería tu deber. La cosa es que, si bien sabía que ya no podía hacer nada por Bernie, pensó que sí podía compensarte a ti por lo que habías hecho.
Jessica no dijo nada.
—Si te niegas a aceptar la casa, estarás impidiendo que mi hermano cumpla su última...
—Pare. —La detective levantó una mano—. No me venga con esa mierda.
La anciana frunció los labios, dolida. Sacó un juego de llaves del bolsillo, lo sostuvo en el aire y le explicó para qué era cada una.
—La de la puerta principal, la de la trasera, la del porche, la de la piscina y la de la casita de la piscina. —Le señaló el garaje—. La del garaje.
Jessica sintió un pinchazo en el pecho. No quería entrar en otro garaje en su puñetera vida. De solo pensarlo, se le revolvía el estómago.
—Ya tienes mi número de teléfono —le dijo Rachel.
La anciana dejó las llaves en el suelo del porche, entre ambas, se puso de pie y se marchó sin decir nada más. Jessica se quedó largo rato observando las llaves, pero no las tocó.
Había un niño mirándola.
El niño estaba en el patio trasero de una casa que quedaba en la parte de atrás de Bluestone Lane. Lo vio mientras encendía un cigarrillo y se preguntó si estaría prohibido fumar en Brentwood, si aparecería un guardia de seguridad y la empaparía con una manguera en caso de que el viento se llevase muy lejos el humo. Le había llamado la atención que algo se movía detrás de una puerta de celosía que había en la parte de atrás, una puerta que estaba en una valla cubierta de parras. Ignoró al niño. Cuando acabó el cigarrillo y resultó que seguía allí, mirándola, Jessica se acercó a la puerta. Tuvo que rodear la enorme piscina, que emitía un ligero zumbido al otro lado de su valla de cristal.
—¿Eres la nueva vecina? —le preguntó el niño a bocajarro, antes de que a la detective le diera tiempo a saludarlo.
Jessica se quedó parada.
—No.
—Oh, qué pena.
—Soy la que... la que va a encargarse de este sitio. Por ahora.
Jessica sintió la extraña necesidad de confortar a aquel niño al que apenas veía por entre las hojas. Su pelo era rubio y sus ojos, grandes y azules.
—El señor Beauvoir era muy majo —comentó el chiquillo al tiempo que metía los dedos entre la celosía. A Jessica, aquellos dedos le parecieron gusanos curiosos—. No sé, me da pena que se haya muerto. Porque se ha muerto, ¿sabes?
—Sí, lo sé.
—A veces me dejaba que lo ayudara con el jardín. ¿Ves esas flores púrpuras de allí, las más grandes? Tienen espinas. No las toques, ¿eh? Tienes que ponerte guantes y manga larga para hacerlo o te pincharás.
—Entendido. —Jessica encendió otro cigarrillo mientras asentía—. Buen consejo.
—Si necesitas a alguien que te ayude con el jardín, yo puedo hacerlo.
—No creo que vaya a ser necesario.
—El señor Beauvoir me daba cinco dólares cada vez que lo ayudaba.
—Ya veo por qué lo echas en falta.
—Has estado sentada ahí mucho tiempo. ¿Pensabas en algo?
La detective Sanchez miró hacia la casa; las enormes ventanas, el porche trasero.
—Habitualmente, la gente siempre está pensando en algo. ¿Haces a menudo esto de espiar a las personas?
—Solo a veces.
—¿Y lo de plantearles un millón de preguntas nada más conocerlas? ¿Eso lo haces mucho?
—Eso sí.
La detective y el niño se quedaron mirándose por entre las hojas. Una ardilla escaló un árbol cercano a toda prisa.
—¿A la hija del señor Beauvoir la mataron? —El niño asió la celosía con más fuerza.
Jessica no pudo evitar soltar una carcajada, sorprendida por lo seria que se había vuelto de pronto la conversación. Era imposible que aquel niño supiera todo lo que entrañaba aquella pregunta, la de años que había pasado trabajando en el caso.
—Sí. —Jessica estiró el cuello para ver cómo era la casa del niño, en busca de unos padres que interrumpieran aquel interrogatorio vecinal—. La mataron.
—¿La asesinaron?
—Sí.
—Stan me dijo que había muerto, pero no me dijo cómo.
—Estas no son cosas de las que debas preocuparte.
—No estoy preocupado.
—Muy bien. Mejor. —Jessica, perpleja, volvió a reírse.
—A veces, la gente que mata a otra gente... Es como..., como un accidente, ¿verdad? A veces pasa. No es a propósito y, después, se sienten fatal.
«No es el caso».
—Sí, claro.
—Mi madre mató a una persona.
Jessica se quedó petrificada. Se llevó una mano a la frente para cubrirse los ojos del sol y vio que el chico la observaba con atención para comprobar cuál era su reacción.
—Dios. Qué... qué triste. ¿Esto se lo cuentas a todo el mundo?
—No, a todo el mundo no.
—Ya.
—Fue un accidente, pero la metieron en la cárcel de todos modos.
—¿Qué quieres decir?
—Que no tendría que haber ido a la cárcel. Fue un error. La policía cometió un error.
Jessica sintió que se le hacía un nudo en el estómago. De repente, el cigarrillo sabía como a bilis. Lo tiró al césped húmedo y lo pisó con cuidado de apagarlo bien. Pensó en el asesinato que había habido tres calles más arriba. En la mujer embarazada con mala cara, triste, con los ojos desorbitados, unos ojos en los que se reflejaban las luces de los coches patrulla. Había sido Jessica la que la había esposado. Nunca te olvidas de gente así, de esa gente a la que acompañas en su día a día normal y corriente al infierno en que acaba de convertirse su vida. Le daba miedo hacer la pregunta que tenía en la cabeza, pero, aun así, la hizo.
—Chaval, ¿cómo te llamas?
—Jamie Harbour. —Y sonrió.
—Ay..., no me jodas, por favor.