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JESSICA

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Nunca había llegado sin avisar. Nunca a plena luz del día. Jessica pulsó el discreto timbre dorado que había junto a la ornamentada vidriera de la puerta de aquella casa de la arbolada calle de Beverly Hills y esperó a la sombra. Le dolían los brazos y las piernas por la tensión y la sensación de desprecio. Estaba acelerada. Oyó el zumbido del timbre, abrió la puerta y entró, cruzó el pequeño recibidor de la casa y subió las escaleras.

La casa dormía a su alrededor, callada y en silencio frente a sus estruendosos pensamientos. Siempre iba allí cuando tenía demasiadas cosas en la cabeza y siempre la recibía el silencio. En aquel momento, por dentro, no dejaba de gritar a sus compañeros. Realmente, aquella no era la primera vez que se sentía abandonada por otros agentes de policía.

Los Sanchez siempre habían sido una familia dedicada a los coches. Era así desde hacía décadas y, ya desde pequeños, su abuela les había advertido tanto a Jessica como a sus hermanos que no había necesidad de cambiar las cosas. Había que trabajar en lo que estaba claro que se te daba bien, y a los Sanchez se les daban bien los coches. Los hombres reparaban, mantenían y tapizaban coches, ya fuera en sus talleres llenos de aceite o en los de sus primos o amigos; y las mujeres se encargaban de las ventas, con tacones por el cemento agrietado, con portapapeles de aquí para allá, regateando el precio con los clientes. Jessica había aprendido técnicas de negociación desde que era una cría, a la sombra de las caravanas viejas que tenían en la tienda al aire libre de Vernon, escuchando a su madre hablar de pruebas de emisión de gases con hombres que calzaban botas grandes y sucias.

Fue allí, en aquella tienda al aire libre, con cinco años, donde había visto de cerca por primera vez a unos agentes de policía: dos patrulleros de raza blanca que habían llegado para que les cambiaran la rueda de un coche patrulla. Jessica se había quedado boquiabierta cuando los vio salir del vehículo y mientras se acercaban a su madre, y por detrás de las piernas de esta había observado el interior del coche, la escopeta que se apoyaba en el salpicadero. Jessica había oído al más alto decirle a su compañero: «Hermano, tenemos que hacer esto cuanto antes».

—¡Son hermanos! —le había dicho Jessica a su primo Hernan, que también observaba a los policías desde la puerta de la sala del personal del taller, pero fingiendo el desinterés típico de un chico de doce años.

—No, no lo son —le había respondido este.

—¡Sí que lo son! ¡Se lo he oído decir a uno de ellos!

—Lo que tú digas. —Su primo había puesto los ojos en blanco—. Son hermanos. Todos los polis son hermanos. Son una gran familia feliz.

Jessica había creído al chico a pies juntillas, y a partir de ese día había pensado que los agentes de policía tenían relación de parentesco, que las fuerzas del orden uniformadas de la ciudad eran una gran familia compuesta por miles de personas de diferentes razas. A los doce años había descubierto la realidad, cuando había leído en un artículo del periódico que los agentes de policía iban a celebrar un pícnic con sus madres para conmemorar el día de la Madre. Aunque se había sentido estúpida por haber creído durante tanto tiempo que los policías eran hermanos, también la había embargado la emoción, porque acababa de abrírsele de par en par una puerta que, hasta entonces, había considerado que siempre estaría cerrada para ella. Ya no tenía por qué pasar la vida rodeada de bujías y alineaciones de ruedas, sino que podía pasarla entre los uniformes, las armas y las luces brillantes que había admirado desde que aquella patrulla había llegado al taller, desde que había visto policías por televisión. No era necesario que Jessica hubiera nacido siendo policía, podía estudiar para serlo.

Se había alistado en el cuerpo a los diecinueve años, en el centro de reclutamiento, mientras admiraba pósteres de cadetes en formación con el uniforme de gala. Los hombres y las mujeres que aparecían en las imágenes tenían todos el mismo aspecto: hebillas resplandecientes, gorras altas y picudas, cara seria. Jessica había dado por hecho que llevar el uniforme serviría para que encajara de inmediato entre sus compañeros. Ansiaba formar parte de algo tan grande, tan cordial. El sitio perfecto. El sitio acogedor y cálido al que siempre había pertenecido.

Había sido ya en la academia donde se había dado cuenta de que su nueva familia iba a obligarla a que se ganara un sitio en ella. Cuando había ido en busca de su habitación el primer día —el alojamiento que le ofrecían en aquel serio edificio de ladrillo—, enseguida se había dado cuenta de que toda la planta estaba llena de reclutas hispanos. Los segregaban del resto de la promoción. Pero, claro, es que ellos no eran policías de pura sangre. La sangre pura era blanca. Había policías y policías hispanos. En su día, alguien había clavado un sombrero mexicano en la puerta del baño de la zona de dormitorios y, al parecer, nunca nadie había tenido el valor suficiente para quitarlo.

Tuvo que ser detective para que dejaran de contarle chistes sobre espaldas mojadas, food trucks de tacos y siestas. Para que dejaran de hacer comentarios sarcásticos sobre la cuota étnica y preguntas acerca de su fiesta de los quince años. ¿Había llevado un vestido con mucho vuelo y mangas globo? ¿Tenía fotos? Cuando la habían ascendido a detective, por fin le habían permitido entrar en la familia, y toda la mierda racista había acabado.

Pero ahora volvía a estar fuera, así, sin más, y todo por una estúpida casa. Había que tener en cuenta que Wallert y Vizchen eran blancos. Eran hombres. Eran mayores que ella. Eran miembros con derechos del club que todos ellos integraban. Eran hermanos. Cómo no iban a ponerse de su parte sus colegas con lo de la herencia de Beauvoir. Tendría que haber sabido que siempre sería la hermana adoptada, que, en realidad, nunca formaría parte de la familia.

Goren se encontró con ella en la puerta del dormitorio del primer piso. El hombre ocupaba casi todo el umbral con su musculoso cuerpo. Vestía una camiseta negra y unos vaqueros. Jessica nunca lo había visto así. Lo normal era que llevara traje —Hugo Boss hechos a medida—; a veces, con el pecho desnudo, si es que tenía dos clientes seguidos. De pronto, a Jessica se le ocurrió que quizá lo hubiera pillado en su día libre.

—Hola, Jessica. —El hombre esbozó una sonrisa cálida. La comisura de sus labios se crispó un poco cuando se fijó en los vendajes y en los moratones. Goren, no obstante, nunca hacía preguntas. Era parte de su política. Eras tú la que le traía lo que quisieras que viera de ti y él no necesitaba más—. Ya sabes que tienes que concertar una cita.

—Esperaba que hicieras una excepción, por esta vez. —Suspiró—. Las cosas están... están tan...

—Entra.

El hombre la dejó pasar. Jessica se sentó en la mullida otomana que había a los pies de la cama y él se quedó detrás de ella, de pie. El follaje de los árboles no dejaba ver nada a través de la ventana, pero la cálida luz del atardecer iluminaba parte de los utensilios de trabajo de él. En una esquina había una mesa de masajes rodeada de velas, aceites y envases con ingredientes de aromaterapia. En la pared en la que estaba la puerta colgaban artilugios para todo tipo de experiencias: una serie de cadenas, cintas, cinturones y hebillas. En otra colgaban látigos, palas, cuchillos. Había un pequeño armario de cristal lleno de máscaras, tanto de tela como de cuero, mordazas de bolas, vendas. Apoyado en una de las paredes había un baúl alargado que estaba lleno de objetos que Jessica había explorado con Goren en más de una ocasión, herramientas de placer de todos los tipos y colores imaginados. Goren le puso una de sus grandes manos en la nuca y Jessica dejó que el peso de su cabeza descansara en ella mientras él, con cuidado, le quitaba la goma de pelo. El hombre le pasó los dedos por la melena con ambas manos y le masajeó los tensos músculos y los doloridos huesos del cuello.

Jessica conocía a Goren Donnovich desde hacía más de quince años. Ella todavía era policía de uniforme y acababa de tomar parte en una infructuosa redada por drogas en esa misma casa. Jessica había bajado las escaleras que daban al vestíbulo y Goren y ella se habían mirado a los ojos mientras un detective lo interrogaba. Apenas habían mantenido la mirada durante unos segundos, pero, un mes después, cuando ella había vuelto para pedir hora, a él no le había sorprendido verla.

—Estás herida.

Ella le explicó lo sucedido de la manera más vaga que pudo.

—¿Te has hecho la prueba? —le preguntó él.

—He recibido el mensaje esta misma tarde. Estoy bien.

—El mensaje —repitió él entre risas—. ¿Ahora envían mensajes? Bueno, por lo menos, eso me ahorrará algo de tiempo.

—Humm.

—¿Qué tipo de experiencia quieres hoy, Jessica?

—Algo suave, que estoy herida.

Goren le quitó la camiseta, se la pasó por encima de la cabeza, la dobló con esmero y la dejó en la otomana, junto a la detective.

—Mi mundo se está desmoronando —dijo ella.

—Pues vamos a hacer que te olvides de todo. —Goren empezó a pasarle las manos por la espalda, pero evitó el mordisco que tenía en el hombro—. Comenzaremos en la mesa, y después te bañaré. Nos desharemos de ello juntos, del dolor, de la tensión. Luego, te llevaré a la cama y te abrazaré un rato, y si decides que quieres tener una experiencia íntima, me parecerá bien.

—¿De cuánto tiempo dispones?

—De tres horas.

Jessica suspiró de nuevo. Su cuerpo empezó a relajarse, aunque el agotamiento hizo que se estremeciera.

—Genial.

Goren la levantó con cuidado, la atrajo hacia sí y la besó en los labios con fuerza, durante un buen rato, como sabía que le gustaba. Jessica sentía el pene de él, erecto, a través de los vaqueros.

—Pero cambiemos el orden —propuso la detective.

Él sonrió y la cogió en brazos.

La poli, la convicta, la gánster y la ladrona

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