Читать книгу La poli, la convicta, la gánster y la ladrona - Candice Fox - Страница 12

BLAIR

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Cuando di a luz a Jamie en la enfermería de Happy Valley tenía una de las muñecas esposada a la cama. Luché contra aquella cadena mientras las contracciones me recorrían el cuerpo como truenos... Me sentía como un cerdo en una pocilga a la espera de que lo sacrifiquen, intentando escapar. Me permitieron tener a mi hijo una hora. Entonces llegó la trabajadora social. Cuando se lo entregué, en ese instante... no sentí nada.

Cuando miraba a Jamie, sobre mi pecho, en la sala en la que lo había alumbrado, pensaba en lo bonito que era, en lo apropiado que era que aquel ser perfecto fuera a dejar aquella institución fea en unos momentos. No me sentía triste por mí, sino aliviada por él.

Aquel desapego deliberado por el presente que empecé a sentir a partir de que mi destino quedara decidido sirvió para que los meses siguientes los pasara nadando en una fantasía que yo misma había creado. Las demás reclusas poco tenían que ver conmigo. A menudo me consideraban demasiado «desconectada» para que se molestaran en hablarme siquiera. La mayoría de los días me quedaba en la cama, callada, soñando que a mis compañeras y a mí nos habían abducido unos alienígenas, y que aquella prisión era una especie de complejo para seres humanos donde los gobernantes supremos de los extraterrestres nos estudiaban. Yo había entregado a mi hijo para que volviera a la Tierra, donde viviría a salvo de todo aquello.

No vi a Jamie en persona en nueve años. Aquella había sido una decisión necesaria para mí. Una decisión que significaba que no tendría que verlo crecer al otro lado de un cristal, sino que podía imaginarlo corriendo por los campos verdes de la Tierra, despreocupado y feliz bajo un interminable cielo azul. Cuando me liberaran, a él no le habría afectado mi encarcelamiento y sería un niño perfecto, listo para darme la bienvenida como madre, como única familia. Seguiríamos con el plan que había trazado para nosotros antes del asesinato.

Había sido un buen plan. Lo había sopesado, lo había calculado todo casi con precisión quirúrgica. Mi incansable necesidad de avanzar en mi carrera nada más acabar la universidad me había llevado a seguir un patrón de flirteos constantes con diferentes hombres, casi siempre doctores, que, a su vez, sentían la misma neurosis por su carrera que yo por la mía. Nunca me había parado a pensar en que quería algo serio con un hombre cuando, de pronto, me di cuenta de que anhelaba ser madre. No me pareció raro buscar un donante de esperma. Tuve una visión para Jamie y para mí: él era el hijo al que no le iba a faltar nada, y yo, la madre de la que tan orgulloso se iba a sentir. Hasta que me pusieran en libertad, lo único que tenía que hacer yo era sobrevivir. Cuando volviera a casa con mi hijo, lo retomaríamos todo, tal y como sucede en las obras de teatro después del descanso.

Sin embargo, había pasado un año desde que había salido de la cárcel y nuestra vida no se parecía en nada al ridículo ideal que había construido. Jamie quería a sus padres de adopción, amigos míos de antes de que me encarcelaran, y el niño, como poco, se sentía raro conmigo y, como mucho..., me tenía miedo. Había permanecido fuera de su vida para protegerlo, pero, al hacerlo, ahora lo había obligado a acomodarse a la fuerza a una nueva madre a la que no conocía, pero a la que tenía que hacer espacio en su joven vida, ya de por sí confusa y tumultuosa.

Mientras levantaba la mano para llamar a la puerta de la casa de Jamie, oí al crío en algún lugar de sus espaciosos metros. Su voz era un gimoteo agudo:

—¡Quiero ir a casa de Benny! ¡No es justo! ¡Van a ir todos menos yo!

—Ya habrá otras fiestas, Jamie. Esto es más importante.

—¡No tiene nada de importante! ¡Es una estupidez!

Llamé y tragué saliva con fuerza. Sasha abrió la puerta. Llevaba un delantal estampado y el flequillo perfecto. Era ese tipo de ama de casa, de las que tienen un blog en el que le enseñan a la gente a preparar galletas con la forma de superhéroes o de personajes de dibujos animados. Estaba cocinando algo; el olor a canela y a vainilla llegaba hasta la puerta. Jamie estaba en el vestíbulo. Su cara era una máscara de miedo.

—¡Hola, colega! —lo saludé con una sonrisa.

—Hola. —Y se marchó.

—Alguien está teniendo una pataleta esta mañana. —Sasha me abrazó con un solo brazo e hizo el sonido de un beso en mi oreja. «¡Mua!»—. Ya se le pasará. Hay una fiesta al final de la calle y quiere ir, pero un niño tiene que pasar tiempo con su madre.

Yo era la «madre» y Sasha era la «mamá». No me gustaba, pero no tenía derecho a cambiarlo... ni capacidad para hacerlo. Además, Sasha había sido muy comprensiva al dejar que Jamie llevara el apellido Harbour, que era lo que yo le había pedido. Sasha había criado a Jamie desde que era un bebé. Su esposo y ella habían aceptado a mi hijo sin poner pegas para que no cayera en las manos de unos extraños, unos extraños que lo adoptarían y que harían lo imposible porque yo no volviera a verlo jamás. Aceptar que, aun siendo la madre de Jamie, el niño me llamara Blair era uno de los cien mil dolores de cabeza a los que había tenido que aprender a enfrentarme desde que había accionado el gatillo y le había arrebatado la vida a un hombre. A tu madre no le dices que la quieres, ni le confías tus secretos o le pides ayuda. Eso son cosas que le corresponden a la mamá. Seguí a Sasha por su casa de techos altos en busca de mi hijo, con el pecho a punto de explotarme por la emoción que me causaba pensar que iba a abrazarlo.

—Jamie, si quieres podemos ir a la fiesta —le dije cuando lo encontramos tirado en un sofá de cuero—. Tomamos un helado y, de vuelta, nos pasamos por allí.

—Lo que tú quieras, aunque seguro que la mejor comida se habrá acabado cuando lleguemos.

—Este es el último «Lo que tú quieras» del día, jovencito. —Sasha estaba apuntando a mi hijo con el dedo de la muerte—. Ya sabes que solo puedes decirlo una vez al día, y acabas de hacerlo. Y, ahora, levántate y dale un abrazo a Blair. Luego, ve a por tus cosas. Y como te encuentre la Nintendo Switch en el bolsillo, te prometo que la pongo a buen recaudo.

Con eso de «a buen recaudo», Sasha se refería a su cajón de la ropa interior, que es donde acababan las maquinitas y las revistas prohibidas que le confiscaba. Recibí un abrazo de lo más incómodo por parte de Jamie, que, a continuación, se puso de pie rojo como un tomate. Sasha fue a su enorme cocina para encargarse de las galletas de Iron Man que estaba horneando.

—¡Ay, Dios mío! —exclamó mientras ajustaba la temperatura de su horno de última generación—. ¡No te lo vas a creer! He estado limpiando el sótano y he encontrado unas fotos nuestras. —Con la mano, protegida con una manopla, señaló un montoncito de fotos que había en la encimera—. ¡Menudo atracón de pasado!

Me acerqué a aquella pila y las miré. Eran fotos de una fiesta en la piscina de Sasha, una extravagante reunión de gente con ganas de emborracharse. A las damas de la alta sociedad que vivíamos en Brentwood nos encantaba beber vino blanco del caro y mantener devastadoras conversaciones profundas junto a la piscina mientras los niños jugaban, y siempre encontrábamos alguna excusa para reunirnos: un ascenso, la graduación de alguno de los niños, una boda, un divorcio... En una ocasión, celebramos una fiesta por el nacimiento de un perro. Enseguida me encontré, junto a Sasha, en la cabaña que mi amiga tenía en el jardín, riéndonos, bebiendo agua con gas y limón. Por aquel entonces apenas se me notaba el embarazo. Intenté calcular cuántos días habían pasado entre la noche en la que nos sacaron aquella foto y la noche en la que asesiné a aquel hombre. Puede que unos dos meses. Dejé las fotografías.

—Mira qué pelo llevaba —comentó Sasha mientras se inclinaba hacia mí—. Qué locura, ¿eh?

—Tengo que hablar contigo.

—¿De qué?

—Hace dos noches me robaron. —Miré hacia el vestíbulo para comprobar que Jamie no estaba poniendo la oreja—. Me robaron el coche y todo el dinero. Todo. He tenido que venir en autobús.

—¡Dios mío! —Sasha se apartó de golpe, como si acabara de captar un mal olor—. ¿Cómo es posible?

—Es una larga historia

—Blair, de verdad —suspiró—, ese no es el tipo de comportamiento con el que espero que te ganes mi confianza para que pases más tiempo a solas con Jamie.

—Puede que no me hayas oído bien —dije con tiento—. Me robaron. No fui yo quien tuvo un mal comportamiento.

—Eres tú la que insiste en vivir en esa zona horrible —soltó Sasha mientras movía la mano en dirección a la zona sureste—. Ya te he dicho que seguro que alguien de por aquí te dejaría vivir en su casa de invitados, donde estarías a salvo. Si quieres, hago un par de llamadas.

—Tener casa está bien, pero también he de comer, y no hay nadie en varios kilómetros a la redonda que vaya a darme trabajo.

—Podrías trabajar en la casa. —Sasha puso los ojos en blanco—. Tendría que ser alguien que conozca bien, pero podría arreglarlo.

—Eso sería un infierno. Además..., ¿qué ibas a decirles? «Mirad, esta es mi amiga la asesina, la exconvicta, la madre de mi hijo. ¿Os la quedáis en casa para que os ayude con los niños? Podría ser un poco peligroso, pero pensad en cuánto vamos a divertirnos mirándola de refilón y hablando de ella mientras nos trae algo de beber».

—¿Y qué es lo que quieres entonces? —Se me quedó mirando—. Dinero y el coche para llevar a Jamie al muelle, ¿no? ¿Es eso?

—Te lo devolveré en un par de semanas.

—Vale, pero algo voy a tener que decirle a Henry. Creo que no voy a contarle lo del robo. Aún tenemos que sacar tiempo para hablar del acuerdo de custodia contigo y no sé qué pensaría de algo como eso... —comentó mientras iba a por el bolso, que tenía en una de las sillas de la cocina que había junto a las ventanas. Cogió la cartera y empezó a sacar billetes—. Últimamente, casi nunca está en casa. El trabajo no le deja tiempo para nada.

Un chispazo de pánico me recorrió el cerebro. Sasha ya me había venido otras veces con eso de la conversación que tenía que mantener con Henry sobre el acuerdo de custodia compartida de Jamie —un acuerdo para determinar cuánto tiempo iba a corresponderme—, conversación que habían intentado mantener en tres ocasiones, pero que se había pospuesto las tres veces. Me pregunté si lo del coche y el dinero iría a ponerlo todo en peligro. No les estaba pidiendo una custodia a medias, tan solo quería algunos días, que no horas, con mi hijo. Estaba cumpliendo todas las condiciones para seguir en libertad condicional. Las representantes de los Servicios de Protección al Menor venían a visitarme y a entrevistarme una vez al mes; dos mujeres remilgadas, y a las que parecía que les hubieran metido una escoba por el culo, que se sentaban la una junto a la otra en mi sofá y miraban de reojo los rayones de mi mesita de centro de segunda mano y la ajada moqueta industrial de mi apartamento. Estaba haciendo todo lo que podía.

Intenté olvidarme del dolor que sentía en el pecho porque el niño acababa de salir de su habitación, aunque con una sonrisa de lo más forzada y con cara de circunstancias. Sasha lo cacheó para comprobar que no llevaba la Nintendo y le dio un beso de despedida.

—¡Venga, vamos! —exclamé animada, como si fuera una aventurera de dibujos animados a punto de emprender el complicado ascenso a una montaña.

De camino a la puerta le apreté el hombro. Puede que demasiado fuerte.

Las góndolas de la noria Ferris, en el muelle de Santa Mónica, se balanceaban con suavidad mientras la maquinaria hacía ruidos sordos entre parada y parada. Jamie chocó conmigo en un momento dado, impelido por el movimiento de la góndola, tras lo cual, incómodo, se deslizó por el asiento para apartarse de mí. Siempre le costaba mucho entrar.

—Bueno, dime, ¿qué tienen de bueno el tal Benny y su fiesta?

—Me han dicho que iba a actuar un mago... o un acróbata, no sé. Mis colegas y yo estamos intentando aprender a dar volteretas hacia atrás y quería que nos enseñara.

—Me gusta cómo has dicho eso de «mis colegas y yo», como si fuerais un grupo de veinteañeros.

—Bueno, somos casi veinteañeros —musitó.

—En la cárcel conocí a una chica que sabía dar volteretas hacia atrás. También sabía hacer el pino con una sola mano.

—¿Por qué estaba en la cárcel si molaba tanto?

—Por drogas. Por robo. De hecho, ayer mismo la vi después de mucho tiempo. —Luché contra la súbita oleada de ansiedad que me golpeó al pensar en Sneak y en su hija—. Oye, ¿sabes qué?

—¿Qué?

—Que te quiero con todo mi corazón y con toda mi alma.

—Oh... —Se tapó los ojos con una mano—. Eso lo has dicho ya un millón de veces, ¿sabes?

El sol refulgía en el pelo de Jamie. Ansiaba abrazarlo con todas mis fuerzas, pero me volví para reprimirme.

—¿Por qué fue a verte tu amiga de la cárcel? ¿Se pasó solo para saludar? ¿Quedas a veces con la gente que conociste allí?

—No. De hecho, no nos permiten quedar.

—Pues qué chorrada, ¿no?

—Es la ley. Es difícil comprenderlo.

—¿Había más asesinas en la cárcel o solo estabas tú?

La pregunta hizo que me sobrecogiera.

—Había más. Había muchas más.

—No sabía que las mujeres también pudieran matar hasta que mamá me contó lo tuyo.

—Pues pueden.

—¿Daban miedo? Tus compañeras de la cárcel.

—Algunas sí, pero la mayoría de ellas eran como yo. Yo no doy miedo. —Esperé a ver qué decía. No dijo nada—. ¿Te doy miedo?

Se lo pensó un momento.

—No.

Me arriesgué y le di una palmadita en la nuca.

—¿Sabes una cosa? —me preguntó de repente—. Tenemos una vecina nueva.

—Ah, ¿sí?

—En la casa de atrás. La conocí anoche.

—¿Te cayó bien?

—Parece que mola mucho —respondió pensativo—, aunque fuma un montón. Fumar es malo para la salud. Provoca cáncer. Eso es lo que le pasó al señor Beauvoir. Tuvo cáncer. Puede que todos los que vivan en esa casa fumen mucho y mueran de cáncer...

Me quedé observando a mi hijo y me pregunté cómo era posible que convirtiera algo tan emocionante como la llegada de un nuevo vecino en algo tan oscuro. Jamie debía de pensar que a su alrededor no había más que asesinatos y muertes inesperadas, parte de las cuales tuvieron lugar en una época de la que él ni siquiera formaba parte, pero que, aun así, eran acontecimientos que daban forma a su realidad. Daba igual cuánto me esforzara, nunca conseguiría proteger a Jamie de lo que había hecho mientras él se acurrucaba, esperando a nacer, en mi interior. Jugueteé con el móvil y noté que me invadía un sentimiento muy fuerte de autocompasión, un sentimiento que me abandonaba tan pronto como había llegado. Pensé en la sangre de Dayly en la pared de su apartamento, en la silla tirada. Vi a la joven desesperada que había al otro lado de la pistola con la que me apuntaba en el Pump’n’Jump, la manera en que le temblaba el brazo, presa de un terror que irradiaba desde lo más profundo de su ser. La hija de Sneak estaba por ahí, viva o muerta.

Nuestra góndola ya casi estaba abajo del todo de la noria.

—¿Podemos tomar un helado ahora? —me preguntó Jamie.

—Lo que quieras.

Habían pasado unas tres semanas desde que Jamie había nacido, en la enfermería de la prisión. La neblinosa y densa fuga disociativa en la que había caído, llena de alienígenas y batallas para salvar la Tierra, se había hecho con el control absoluto de todo el tiempo que pasaba despierta. Cuando ella llegó, yo yacía en mi cama, mirando al vacío.

—Zorra, voy a hacerte una pregunta —soltó mientras apoyaba un codo en la cama que había al lado de la mía y se inclinaba hacia mí—. ¿Cuánto tiempo pretendes quedarte aquí tumbada, haciendo como si estuvieras muerta?

Parpadeé para volver a la realidad y la miré.

—Déjame en paz.

—Ni loca. ¿Sabes por qué? —Se volvió y señaló una cama—. Porque ese de ahí es mi catre, el de la esquina. Duermo sobre el lado izquierdo y eso significa que durante tooodas las mañanas y tooodas las noches del último mes he tenido que dormirme o me he despertado viendo esta cara tuya, con los ojos enrojecidos, babeando. Estoy cansada. Empieza a molestarme. Me ofende. Si darte una somanta de hostias va a servir para que vuelvas a este mundo, te la daré.

—Pues venga, empieza.

Se inclinó aún más hacia mí.

—Mira, tienes que entender lo siguiente: aquí todas estamos tristes. Todas estamos puteadas. ¿Crees que eres la primera que entrega a su bebé en este sitio? El verano pasado tuvimos a una loca que tenía que dormir con una muñeca. Bueno, no solo dormir, tenía que llevarla de aquí para allá, a todos lados, y hacía como que le daba de comer, hablaba con ella, le cambiaba los pañales... ¿Crees que eres la única que ha tenido que enfrentarse a diez años en este agujero de mierda? Pues estás flipando. Aquí tenemos que mantenernos unidas, y que tú estés rota va a hacer que otras empiecen a pensar que deberían abandonarse como tú. Aquí, o todas salimos de esta mierda o no sale ninguna, ¿lo entiendes? ¿No eras médico? ¿Nunca has oído eso?

—Sí —musité.

—Pues, entonces, sabrás que se supone que deberías estar ayudando a las demás. Así que despierta, zorra.

Pensé en las palabras de Sneak mientras llevaba a mi hijo a la comisaría de policía.

—¿Por qué venimos aquí? —me preguntó Jamie mientras entrábamos en el gris edificio de ladrillo—. ¿Es esta la cárcel en la que estuviste?

—Chist.

A decir verdad, aquella era la comisaría a la que me habían llevado la noche del asesinato, pero es que era la única que conocía, y tenía que hacer algo mientras contase con el coche de Sasha.

—Solo vamos a informar de un asunto. Será rápido.

El niño miraba las fotografías enmarcadas de policías, la colección de placas, los relucientes trofeos dorados de los eventos deportivos de la policía que se exponían en una vitrina. El sitio olía igual que la noche en la que me habían trasladado allí: cuero, aceite para armas, problemas, orgullo.

El delgado agente que había en la recepción tecleaba sin ganas algo en el ordenador.

—¿Sí? —nos dijo a modo de saludo.

—Hola. —Puse las manos en el mostrador. Me sudaban—. Vengo para informar del robo de un coche.

El agente suspiró y empezó a rebuscar entre las hojas de papel que guardaban en un estante que había por debajo del mostrador. Me entregó un formulario.

—Rellénelo.

Lo rellené. El agente se lo quedó, lo firmó y lo dejó detrás del mostrador, en un sitio que yo no alcanzaba a ver, probablemente en un gigantesco montón de papeles.

—Y, además..., eh... —Me miré las manos, aún sobre el mostrador, pensando, decidiendo—. Quería saber si alguien ha informado de alguna desaparición.

—¿Ha venido a denunciar la desaparición de una persona?

—No. —Tragué saliva—. Quiero saber si alguien ha denunciado alguna desaparición. Pretendo... pretendo descubrir... si han denunciado una desaparición..., porque, en el caso contrario, puede que yo quiera denunciar una, o puede que tenga que pedirle a alguien que venga a denunciarla. Si no es problema, claro. La joven... Espero que su compañera de piso haya..., eh...

El agente me miraba fijamente. En su placa ponía MCAULEY.

—¿Podría usted comprobar si alguien ha denunciado la desaparición de Dayly Lawlor? —Me corría el sudor por las costillas. Me ahuequé la camisa para apartarla de la piel—. L-A-W-L-O-R. No sé si la primera «i» es latina o griega.

McAuley se quedó mirando a Jamie y, después, volvió a mirarme a mí. La mirada del policía parecía muerta y no dejó de parecerlo mientras la pasaba al ordenador y empezaba a teclear. Luego, cogió una lista de nombres plastificada, bajó el dedo por ella, levantó el teléfono y marcó un número.

—Recepción central —dijo el agente, y colgó sin más.

Me puse tensa. No sabía a quién había llamado McAuley, pero esperaba que la cosa no tuviera nada que ver conmigo, que el agente volviera al ordenador, que buscara a Dayly, que confirmara que no era mi problema y que dejara que me fuera.

Un hombre vestido de calle apareció por una puerta que había por detrás de la recepción y me miró directamente a los ojos. Luego, miró a Jamie y me hizo una señal con la mano, rápida, seca.

—El niño puede quedarse aquí.

Pasillos, esquinas, estancias vastas y llenas de cubículos que aparecían de la nada, ojos, pósteres, percheros llenos de gorras. Estaba siguiendo el mismo camino que había seguido hacía diez años y a cada paso que daba me alejaba más y más de mi hijo. Estaba dentro. El policía me invitó a entrar en una sala de interrogatorios y la puerta se cerró poco a poco. Sonó como a vacío.

Me di cuenta de que no me había parado a mirar al policía mientras me guiaba hasta allí. Como la buena reclusa que había sido en su día, me había concentrado únicamente en sus zapatos. Botas de cuero marrón, gastadas, arañadas, por debajo de unos vaqueros. Ahora, me pareció ver que llevaba el pelo rapado y que era rubio. Mirada inquisitiva. El mentón ancho y con barba de tres días. Aparté la mirada.

—Siéntese.

Hizo un gesto para señalar una silla. En la sala no había mesa tras la que esconderse. Me senté, entrelacé las manos y él se dejó caer en la otra silla.

—Bueno, ¿qué le pasa?

—¿Cómo dice? Nada.

Se me quedó mirando.

—Nada. —Me senté más recta—. Solo he venido para comprobar si han denunciado una desaparición.

—Está usted nerviosa.

—Las comisarías de policía ponen nervioso a cualquiera.

—Se llama. —No era una pregunta, sino una afirmación.

—Blair Harbour.

El policía sacó el móvil y empezó a teclear. Acababa de caerme con todo el equipo. Intentaba regular mi respiración, evitar ahogarme. Me esforcé en silencio.

—¿Y usted? —le pregunté para romper el silencio.

—Soy el detective Al Tasik.

Un detective. Me agarré con fuerza a la silla.

—¿A qué división pertenece?

Silencio. Era él quien controlaba la situación, con un codo apoyado en el respaldo de la silla, mordisqueándose las uñas mientras navegaba por Internet, leyendo sus mensajes o lo que fuera que estuviera haciendo. La calma típica de una persona en la sala de espera de un médico. Como si nada.

—Está usted mintiendo —dijo por fin.

—¿Cómo dice? —Solté una risa tonta—. No, no estoy...

—Es usted Blair Harbour. Asesina. Expresidiaria. En libertad condicional. —Me enseñó la pantalla del móvil y vi mi propia cara durante apenas un fogonazo—. No obstante, se sienta delante de mí y lo primero que me dice es que está nerviosa porque cualquiera se pone nervioso en las comisarías. Eso es mentir por omisión. ¿Cuándo iba a decirme que era una criminal convicta?

—Mire —respiré hondo y me retiré un mechón de pelo de la cara antes de que se me quedara pegado por culpa de las gotitas de sudor que empezaban a aflorarme en las sienes—, solo he venido para ver si alguien ha denunciado la desaparición de una ami..., de una persona. Eso es todo.

—¿Su amiga es Dayly Lawlor?

El corazón me iba a mil. Me pregunté si el policía sería capaz de ver cómo me latía la yugular.

—No, no conozco a Dayly.

—Acaba de decir que es su amiga. ¿Está negando que la conoce porque ella también es una criminal? Tiene usted unas normas muy estrictas para mantener su libertad condicional, señora Harbour. Estoy convencido de que se lo han explicado. De hecho, se especifica en ellas que relacionarse con exconvictos...

—Lo sé —lo corté.

Tenía que recuperar el control de la conversación, pero no le hizo ninguna gracia que lo interrumpiera. Torció el gesto.

—¿Cuándo fue la última vez que vio a la señora Lawlor?

«En el Pump’n’Jump. Con una pistola en la mano. Con sangre en los dedos».

—Yo no la he visto nunca. Ya le he dicho que Dayly Lawlor no es amiga mía. No la conozco de nada. Sencillamente, tiene relación con una persona que conozco.

—¿Con una persona que conoce? ¿Quién?

—Una persona.

—Dígame su nombre.

—No estoy obligada a hacerlo.

—Así que ha venido usted a ver si habían denunciado la desaparición de una persona que no conoce, y, supuestamente, a la que no ha visto jamás. —El detective asintió despacio y sonrió en dirección a una esquina de la sala como si estuviera tan acostumbrado a intercambiar aquella sonrisa de medio lado con su compañero que lo hacía incluso cuando este no se encontraba allí—. Señora Harbour, le voy a hacer una pregunta: ¿está usted bajo los efectos de las drogas?

Mi cerebro pegó un brinco, chisporroteó y traqueteó por entre una serie de visiones escalofriantes. Una prueba de drogas. Un interrogatorio formal mientras esperaban los resultados. Una llamada a mi agente de la condicional. Una llamada a Sasha y a Henry por parte de McAuley, el policía de la recepción, para decirles que fueran a recoger a Jamie porque me iban a detener por un tiempo indeterminado debido a una serie de circunstancias de las que no podía hablar. Pensar en que la única que me iba a sacar de allí era yo misma hizo que me sintiera presionada. Lo conseguiría con mi labia y trazando un plan. Igual que había hecho para librarme del cañón de la pistola dos días antes. Igual que había hecho para librarme de un millar de violaciones, agresiones y pinchazos a lo largo de la década que había estado encerrada.

«Recupera el control».

—Me voy a marchar. —Me puse de pie.

—No, no se va a ir.

El detective me sujetó antes de que me diera tiempo a ver siquiera cómo se movía. Se levantó de la silla como una exhalación y me cogió del antebrazo derecho, me lo retorció y me lo puso a la espalda. Me estrelló contra la fría pared de cemento. La cabeza, las costillas, la cadera. Nos quedamos quietos. Tenía puestas las manos en mi muñeca y en mi hombro. Ambos respirábamos con dificultad. Eso era algo en lo que tenía que concentrarme. Eso era una pista. El aliento caliente. Agitado. ¿Por qué estaba él agitado? Esperé a que me leyera mis derechos, pero no dijo nada.

Porque estaba pensando.

Me di cuenta de que tenía una oportunidad.

—Quiero llamar a mi abogado.

—No, no va a llamar a...

—Abogado. Abogado. Abogado. Ahora. Ahora mismo.

—No necesita un puto abogado. —Me soltó la muñeca, pero me empujó la mano contra la pared. Luego, me levantó el otro brazo y lo apoyó también en la pared—. Voy a realizar un cacheo de rutina en busca de armas o de objetos prohibidos.

Cerré los ojos, me apoyé con fuerza en la pared y me preparé para que abusara sexualmente de mí. La cámara nos enfocaba, pero estaba segura de que haría como los guardias de Happy Valley en más ocasiones de las que era capaz de recordar: llegar demasiado arriba, demasiado adentro, quedarse demasiado tiempo. Pero no lo hizo. El hombre me pasó las manos por la ropa, me separó de la pared y me dio un golpe en el hombro para que fuera hacia la puerta.

—Lárguese.

Regresé sin detenerme por donde había venido. Al cabo de un rato, me volví y me di cuenta de que el detective no me seguía. Empecé a caminar más y más rápido, hasta el punto de que llegué a la puerta que daba a la recepción corriendo. Jamie estaba despatarrado en la silla en la que lo había dejado, con la Nintendo en el pecho y los pulgares bailando en los botones. Lo puse de pie de un tirón y caminé con él a paso ligero hasta la puerta y, después, hasta el coche.

—¿Qué ha pasado? ¿Ha pasado algo malo?

—Nada —le respondí mientras me reía a voz en cuello—. ¿De dónde coño has sacado la Nintendo? Ay, pillín, pillín. Mira que eres trasto.

—¿Estás bien? Estás roja.

—Hace calor. Llegamos tarde, eso es todo. Tengo que llevarte a casa cuanto antes o nos meteremos en un problema.

«Problema». Como quien dice, había respirado la palabra, apenas capaz de pronunciarla en alto. Mientras abría la puerta del coche me latían las sienes y me temblaban las manos. Huellas húmedas en el volante. Me llevó mucho más rato del habitual darme cuenta de qué era lo que debía hacer con las llaves que tenía en la mano, pensar de dónde las había sacado. Jamie me estaba observando. De la Nintendo salían melodías y efectos de sonido en bucle. Nos quedamos sentados en silencio mientras intentaba recordar cómo dar marcha atrás.

—¡Hala! —exclamó Jamie en un momento dado.

Miré al niño. Estaba sonriendo y señalaba a alguien por el parabrisas. Seguí su dedo y vi a la detective Jessica Sanchez pasando por delante de nosotros en dirección a su coche, con la mirada baja, concentrada en su teléfono móvil y con un archivador lleno de papeles debajo del brazo. Volver a ver a la mujer que me había arrestado por asesinato hizo que un relámpago de dolor me recorriera el pecho.

—Es ella. Es la nueva vecina —me explicó Jamie.

Miré a mi hijo, y a continuación miré de nuevo a Sanchez, que estaba abriendo la puerta de su Suzuki. El cálido viento de la tarde le movía el pelo. Apoyé las manos sobre el regazo.

—Me cago en la puta —solté.

Jamie se echó a reír.

Después de dejar a Jamie en casa, llegué caminando hasta una calle tranquila que había a cinco minutos de allí y me senté en un muro bajo de ladrillo que rodeaba una casona. Intenté marcar un número, pero me temblaban las manos. Ni siquiera miraba las teclas, solo oía el ruidito que hacían cuando las pulsaba. El teléfono sonó en tres ocasiones. Me esforcé por regular la respiración.

—¿Hola?

—Hola. —Tragué saliva. Tenía la boca más seca que el esparto—. Me llamo Blair y necesito hablar con alguien.

Se produjo la pausa habitual. Un ruido, como si estuvieran arrastrando algo.

—¿Eh? ¿Quién es?

—Tan solo quiero hablar un momento contigo —dije—. ¿Cómo te llamas? ¿Dónde estás? ¿Qué estás haciendo?

Ya tenía algunos de los detalles que necesitaba. Una voz profunda, pero no de persona mayor, aunque era complicado determinarlo porque aún no había dicho gran cosa. Di forma a la imagen de su rostro rápidamente. Cerré los ojos para verlo mejor. La voz sonaba como si el hombre estuviera en un sitio tranquilo y cerrado. No había ruido de fondo. ¿Un coche? ¿Su casa? ¿Un ascensor? Las posibilidades eran infinitas. Me lo imaginaba apartándose el teléfono del oído para mirar la pantalla. Número desconocido.

—Perdón, ¿quién eres?

—¿Y tú?

—Soy Steve.

—Steve, yo soy Blair. ¿Estás en casa?

—Perdona, no sé qué es lo que vendes, pero ya te digo que no me interesa.

—No vendo nada. —Empezaba a respirar más despacio. Veía la cara de Steve. Una cara amable. Manos grandes. Le puse una gorra de béisbol. Azul. De los Dodgers—. Tan solo quiero saber qué estás haciendo.

—¿Que qué estoy haciendo? Estoy esperando a una persona.

—¿A quién?

—A una persona. Soy conductor de Uber. ¿Eres Rebecca? —Se mostraba escéptico. Vi que entornaba los ojos.

—No, me llamo Blair. —Me sequé el sudor de la mano en los vaqueros—. ¿En qué tipo de vecindario estás? ¿Hace cuánto que conduces un Uber?

—Un año. ¿Qué...? Ay, tía... ¿Qué quieres?

—Tan solo quiero hablar.

—Esto es muy raro. —Había una sonrisa en su voz.

—Lo sé, disculpa.

—¿Eres una tía que llama a gente al azar para averiguar si da con alguien con quien hablar... de nada en concreto?

—Eso es. Lo hago a menudo.

—Joder, ¿y por qué?

—Porque hace que me sienta mejor.

—¿Así que saber que me llamo Steve y que estoy sentado en un coche, a la puerta de una casa, en medio de la nada, esperando a alguna gilipollas para que la lleve a un sitio desconocido hace que te sientas mejor? —Su tono de voz fue subiendo hasta que, cuando acabó la pregunta, se echó a reír—. Tía, menuda chorrada.

—Lo sé, pero para mí es importante. Es algo a lo que estoy acostumbrada, y te agradezco mucho que hayas respondido.

Steve, el conductor de Uber, volvió a reírse y colgó. Cerré los ojos y sentí el sol en la cara. Me concentré en Steve, sentado en su coche, mirando cómo su pasajera salía de casa. Como siempre, inserté los detalles que necesitaba para aferrarme al sueño... Las ruedas de la maleta de la pasajera del Uber retumbaban por el camino de cemento mientras la mujer dejaba atrás su hogar. El olor del coche de Steve: tabaco difuminado por un ambientador de hibisco. Un girasol de plástico danzarín en el salpicadero. Steve tenía una cicatriz en la muñeca, una cicatriz vieja que se había hecho con el alambre de espino de una valla. Poco después, mi fantasía era tan real, tan gráfica, como si hubiera ido sentada al lado del hombre en su coche. Me olvidé de Jamie, de Dayly, de Sneak, del detective de la comisaría de policía, del tacto de sus duras manos por mis muslos, por mis hombros. Me senté y me quedé mirando cómo Steve saludaba a su pasajera y arrancaba el motor, regulaba el aire acondicionado, y ponía el móvil en el soporte en el que lo sujetaba y marcaba en la pantalla que había recibido a su pasajero.

Llevaba seis años llamando a números al azar y hablando con extraños. La adicción había empezado en la cárcel, un fin de semana en que Sasha se olvidó de decirme que Henry y ella iban a ir de acampada con Jamie y en el que acabé llamando a su casa mil veces con la intención de saber qué tal estaba mi hijo. No paré de telefonearles en todo el fin de semana, desde la sala común de la cárcel, rodeada de ruido y actividad, pero lo único que conseguía era hablar con aquel calmado y autoritario contestador automático. Imaginé incendios. Que les habían entrado en casa. Accidentes repentinos. Enfermedades. Imaginé que Sasha y Henry habían huido a Australia con mi hijo. La cuestión es que, en un momento dado, marqué mal el número sin querer, mi dedo pulsó un ocho en vez de un cinco, y la voz de un anciano croó por el auricular. El terror que había sentido pensando en lo que podía haberle sucedido a mi hijo me había quemado por dentro, me había provocado dolores reales, me había conmovido..., pero la voz confundida del anciano detuvo la violencia con la que mi cerebro estaba tratando a mi cuerpo. Me dijo que nunca lo habían llamado de una cárcel. Sentía curiosidad, quería saber quién lo llamaba. Estuvimos hablando un cuarto de hora. Así empezó mi adicción.

La poli, la convicta, la gánster y la ladrona

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