Читать книгу La poli, la convicta, la gánster y la ladrona - Candice Fox - Страница 7
BLAIR
ОглавлениеEmpecé a echar de menos a los niños a la mañana siguiente de que me arrestaran. Nueve años de cirujana, cuatro de ellos como especialista pediátrica, habían hecho que pasaran por mis manos miles de niños: adolescentes deprimidos y enfermos, recién nacidos llorones o chicos de ocho años que no dejaban de vitorear a medida que los llevaban en camilla por los pasillos del hospital con sus padres, aterrados, detrás de ellos. En un instante, mi mundo se había llenado de adultos enfadados. Durante nueve años, los únicos niños que vi fue los que había al otro lado de los cristales rayados y empañados de la sala de visitas de la prisión o los de las fotografías que mis compañeras tenían colgadas en la pared junto a su catre.
Cuando di con mi apartamento de Crenshaw, había mucho que no me gustaba de él. Hombres con cara de pocos amigos y camisetas blancas y largas subían y bajaban por la calle en bicicleta vigilándolo todo y a todos. El techo del cuarto de baño del apartamento estaba negro de moho. Las paredes interiores eran de ladrillo visto, incluido el cubículo de la ducha. Eran unas paredes impenetrables. El día en que fui a ver el sitio, una cucaracha nadaba despacio en el fregadero, cuyo grifo goteaba, y, cuando intenté que el agua se llevase a la patética criatura por el desagüe, el agente inmobiliario me aseguró que volvería, que era uno de los compañeros de piso que iba a tener. A punto estaba de darle la mano al agente inmobiliario y marcharme cuando un montón de niños salieron del apartamento de al lado, cada uno de ellos con una funda de guitarra tan grande como su estatura. Dejaron que la mosquitera verde del apartamento se cerrara de golpe y el anciano que vivía al otro lado de esta empezó a quejarse. Desde el jardín, después de que el agente inmobiliario se fuera, observé cómo los niños esperaban a que vinieran a buscarlos y vi llegar a un adolescente con una guitarra eléctrica de color rojo brillante al hombro para recibir su clase. Llamé al agente inmobiliario y me quedé con el apartamento.
Al día siguiente del robo en el Pump’n’Jump, me encontraba de pie junto a la encimera de la cocina, bebiendo café y viendo las noticias de la mañana en la tele cuando oí un golpeteo suave y familiar en mi puerta. Crucé el apartamento en cinco pasos y me encontré con mi habitual visitante mañanero de los sábados: un pequeño niño asiático que se llamaba Quincy y que traía un ukelele en la mano.
—¿Estás lista? —me preguntó tal y como hacía siempre.
Me apoyé en el vano de la puerta con un oído aún puesto en las noticias. Decían algo de una pareja de ancianos y de una policía a los que había atacado y mordido un drogadicto enloquecido. Típico de Los Ángeles.
—Para ti siempre lo estoy, Quince.
Quincy se llevó el ukelele al pecho y tocó Somewhere Over the Rainbow titubeando y saltándose la parte de los azulejos. Cuando acabó, esbozó una sonrisa que era todo dientes e hizo una reverencia. Dejé el café en un estante que había al lado de la puerta y le aplaudí.
—Chaval, cuando seas un cantautor de esos tan flipantes que dan conciertos en el centro, te invitaré a un martini —le dije mientras cogía la caja que tenía en el estante—, pero, por ahora, solo tengo chocolate.
—¿Qué es un martini?
—Es una bebida para mayores.
—Mi padre bebe cerveza y mi madre bebe vino. Mucho. —El crío puso los ojos en blanco.
—Tu madre me caería bien.
—Yo prefiero el chocolate. ¿Me lo das, por favor?
—Aquí tienes. —Le tendí la caja.
El chico revolvió el contenido unos instantes, intentando decidir qué quería de recompensa, haciendo que los envoltorios crujiesen.
—¿Qué te han puesto de deberes para esta semana? —le pregunté.
—What a Wonderful World —respondió mientras cogía una chocolatina Twix.
—¡Qué buena canción! No veo el momento de que me la interpretes.
Quincy se despidió de mí y se dirigió a la esquina a esperar a que vinieran a buscarlo. Me quedé al sol un rato, escuchando aún las noticias. Sabía que sobornar a los niños para que me dieran aquellos breves conciertos a la puerta de mi casa después de una clase de guitarra era raro y, en cierta manera, peligroso. Solo hacía falta un padre que se enterara de que era una expresidiaria violenta que pagaba sus interacciones con niños con caramelos para que un volcán de problemas hiciera erupción sobre mí. Paul, el anciano que vivía en el apartamento de al lado, el que les daba las clases, sufriría un bajón en el negocio. Mi agente de la condicional recibiría una llamada. La cuestión es que tener niños a mi alrededor me recordaba que en su momento había sido buena persona y que algún día quizá fuera una buena madre para mi propio hijo, a quien veía dos horas una vez a la semana. Aquello me recordó que, en mi yo más profundo, la cirujana jefa que había sudado y se había esforzado sobre los tiernos cuerpos de aquellos pequeños en el quirófano, que había pasado la noche en vela leyéndoles cuentos a niños de corta edad con cáncer, que había llorado con los padres durante horas en las salas de espera... seguía allí. Que seguía viva. Solo estaba enterrada. Aunque hubiera quitado una vida «de manera espantosa y terrible», tal y como habían publicado los periódicos, no estaba perdida para siempre, porque a los niños seguía gustándoles.
Las noticias captaron mi atención por completo.
«Increíble escándalo público el de esta mañana, después de que se haya anunciado que unos obreros encontraron tres millones de dólares en una propiedad de Pasadena en la que estaban trabajando el pasado septiembre», decía el presentador.
Cogí el café y miré la televisión, en la que había dos maletas sucias a los pies de unos policías que se encontraban en una abarrotada sala de conferencias. Las imágenes eran de unos meses antes.
«El portavoz del ayuntamiento ha comunicado a los periodistas que los investigadores no han encontrado pruebas físicas de que el tesoro escondido perteneciera al famoso ladrón de bancos y asesino John James Fishwick. En la actualidad, Fishwick se encuentra recluido en la prisión estatal de San Quintín y no ha hecho ninguna declaración acerca del dinero».
En la pantalla apareció la fotografía de un hombre de unos sesenta años con el mentón prominente. La misma mirada muerta de todas las fotos de fichas policiales. La camisa azul de la prisión.
«Los abogados que representan a las familias de algunas de las víctimas de Fishwick han mostrado su incredulidad ante la decisión del gobierno de retener el dinero de acuerdo con el artículo 485 del Código Penal en vez de utilizarlo para compensar a aquellos que perdieron a seres queridos durante el reinado criminal de Fishwick».
Cerré la puerta y apuré el café. Justo entonces, volvieron a llamar, más fuerte en esa ocasión. Estaba claro que Quincy no iba a ser. Cuando abrí y vi de quién se trataba, se me cayó la taza y cerré la puerta a toda prisa.
—¡Mierda!
—Siento mucho haber venido, pero que cierres la puerta no va a servir de nada —comentó Sneak—. Abre, Vecina.
Me sentí avergonzada al oír aquello. Nadie me había llamado «Vecina» en un año, desde que salí por la puerta de Happy Valley, la institución penitenciaria para mujeres de California. La cárcel está llena de apodos estúpidos como ese. Yo era Blair Harbour, la «asesina del vecindario», así que me llamaban «Vecina». Durante el tiempo que había estado en la cárcel, había conocido a ladronas de coches a las que llamaban «Ruedas», a ladronas de joyas a las que llamaban «Joyas» y a pistoleras a las que llamaban «Balas». Me fijé en mis nudillos, blancos por la fuerza con la que agarraba el pomo.
—No puedes estar aquí —dije sin abrir la puerta.
—Ya ves que sí, así que vas a tener que echarle ovarios.
Sneak le dio un golpe a la puerta y la plancha de madera me golpeó en la frente y se abrió. Las grandes zancadas de Sneak hacían que sus enormes tetas se bambolearan mientras se abría paso por mi apartamento.
—¡Por Dios! —Me asomé hacia fuera y miré a un lado y al otro—. ¿Qué coño quieres?
Sneak olía igual que en prisión: a caramelos y a fritanga. Vestía una minifalda de cuero que rechinaba sin parar al intentar contener el culo de aquella mujerona que se dirigía a mi cocina.
—Necesito tu ayuda, pero, antes, tengo que beber algo. Llevo toda la noche dando vueltas. ¿Qué hora es? ¿Tienes hielo?
Empezó a rebuscar en el frigorífico. Sneak hablaba a toda prisa, aunque no estuviera colocada. Era como una tormenta que llegaba soplando con fuerza a mi mundo, derribándolo todo, llenándolo todo de ruido y caos.
—¡Eh, eh, eh! —Cerré la puerta del frigorífico de golpe. Casi le pillo los dedos—. De eso nada. Te vas a largar ahora mismo, que estoy en libertad condicional. Como tú. Me alegro muchísimo de verte, pero tienes que irte. Como nos pillen con otras personas en libertad condicional o con criminales convictos, nos meterán de nuevo en la cárcel. Es una de las condiciones principales.
—¡Venga va! —Me apartó de un empujoncito. Arrastraba las palabras y hablaba sin respirar—. A no ser que tengas un agente de la condicional escondido en la nevera, me arriesgaré. Necesito ayuda, ¿sabes? —Se sirvió un vodka de la gran botella que guardaba en el frigorífico y se metió en el bolsillo dos botellitas de Jack Daniel’s que tenía en un armario. El movimiento fue rápido, pero no lo suficiente para que me pasase desapercibido, entre otras cosas, porque esperaba que me robara—. Anoche te atracaron en el Pump’n’Jump, ¿no es cierto? ¿Perdiste algo de pasta y el coche?
Me quedé de piedra.
—Sí... ¿Cómo sabes...?
—Fue mi hija. Dayly. —Se tomó de un trago el vasito de vodka que se había servido—. Me llamó y me dijo que había dado el golpe en el Pump’n’Jump. Sé que llevas un tiempo trabajando allí. La cuestión es que Dayly ha desaparecido y que tú eres la última que la ha visto, así que necesito tu ayuda para dar con ella.
Me presioné las sienes, miré por las ventanas de enfrente e imaginé que escapaba de aquello. Fuera, el día estaba comenzando, lleno de potencial. Ansiaba formar parte de él. Volví a pensar en Jamie. Una estupidez como esa podía separarnos de nuevo.
Cerré las cortinas. Alguien estaba tocando Hotel California casi a la perfección en la puerta de al lado. Sneak se sirvió otro vodka, muy probablemente mientras se guardaba en los bolsillos objetos de los armarios de la cocina con la mano que no alcanzaba a ver. Cogí una fotografía de Jamie que tenía en un precioso marco de plata en el estante que había junto a la puerta y la escondí detrás de uno de los cojines del sofá. Me sentía incómoda, allí, de pie en medio de mi apartamento casi vacío.
—Tenía problemas. —Sneak se volvió hacia mí—. Muchos.
—Sí, daba la sensación de que alguien la persiguiera. Estaba herida. Parecía muy asustada. Eso es todo lo que sé, ¿vale? No sé en qué andará metida, pero no puedo involucrarme. Lo perdería todo. Como me metan de nuevo en la cárcel tendré que pasar allí otros cinco años.
Sneak no me estaba prestando atención. Cogí la cartera de la encimera. Por muchos años que hubieran pasado desde que todos me consideraran una celebridad médica en Brentwood, deshacerme de los problemas con dinero era un reflejo que aún conservaba. Antes de que me encerraran tenía muchísimo dinero. Trataba a los hijos de las estrellas, conducía un Mercedes-Benz y disfrutaba de mis vacaciones en La Jolla. En una ocasión fui a casa de Oprah Winfrey en medio de la noche para tratar al hijo de una amiga que estaba pasando unos días con su familia. El niño tenía fiebre. Todo eso fue antes de que disparara a mi vecino a sangre fría y me quedara mirando cómo se desangraba en su salón sin hacer nada y mientras su novia me gritaba.
—Ni siquiera puedo dejarte dinero...
Miré la cartera. Estaba vacía. Después de poner de mi bolsillo lo que había robado la hija de Sneak me había quedado un billete de veinte dólares, pero ya no estaba. Sneak debía de habérmelo robado mientras iba a cerrar las cortinas. Dejé de golpe la cartera en la encimera.
—Bueno, ya estoy mejor. —Sneak apuró el tercer trago de vodka, resolló y respiró con fuerza—. Vamos a ello.
—Yo no voy a ningún...
—Ya hablaremos por el camino.
En el taxi me apoyé contra la ventanilla y empecé a preguntarme cómo era posible que me hubiera dejado llevar por los problemas personales de la que había sido mi compañera de celda y a pensar en cuál era la mejor manera de zafarme de ella. Sneak parloteaba a mi lado y se retorcía las manos. La confianza y la determinación que había demostrado en mi apartamento estaban empezando a desaparecer. A mí ya me tenía, así que se estaba preparando para el siguiente reto. Eso es algo que te inculca la cárcel: hace que seas capaz de organizar un frente muy potente para conseguir aquello que quieres, pero, al rato, te apagas y pasas a otra cosa, como el incendio de una enorme extensión de terreno. En ese momento me encontraba mirando la cara aterrada de una madre, algo que había visto en muchas ocasiones en los pasillos de los hospitales. En el espejo también. Sneak estaba borracha y colocada, ante el abismo del pánico más absoluto.
—No me habías dicho que tuvieras hijos.
—No te estoy mintiendo. Esta vez no.
—Tanto tiempo juntas en Happy Valley..., tantas horas que pasaste escuchándome hablar de Jamie y nunca dijiste nada.
—Acabamos de recuperar el contacto. —Sneak se revolvió inquieta en el asiento—. La tuve cuando no era más que una adolescente y la entregué. Me daba vergüenza, ¿vale?
Sneak había sido una buena amiga allí dentro. Lo bastante buena para pasar por alto que me robara cada dos por tres, que me viniera con esas historias grandilocuentes con las que se entretenía tanto y que me despertara en invierno con aquellas manos tan frías que tenía. Aún era capaz de sentir aquellas manos, frías como el hielo, palmeándome las mejillas y la frente. Aquellos ojos azules y grandes mirándome desde el borde de su catre. «¡Eh! ¡Eh, Vecina, despierta, que me aburro! Acaba de pasar ese celador tan mono de las siete. Venga, vamos, sé mi compinche».
—Me ha llamado desde una cabina telefónica esta misma mañana. No sé..., a eso de la una de la madrugada. Me ha dicho que había disparado a la tía que estaba al otro lado del mostrador. Enseguida he pensado que debía de estar refiriéndose a ti. No puede haber muchas personas tan imbéciles para hacer el turno de noche en un sitio como ese.
—Tan desesperadas, querrás decir. Ese era el único sitio en el que...
—Casi no me ha dejado hablar.
—Sé lo que se siente. —Suspiré.
—Me ha dicho que me anduviera con cuidado, que alguien venía a por mí, que iba a pasar algo realmente jodido. —Se mordió las uñas—. Luego, fue como si nos hubieran desconectado. A toda hostia. Se ha quedado callada de repente y, al instante, la llamada se ha cortado.
—¿Por qué has tardado tanto en venir a verme?
—Primero quería enterarme de lo que se decía en la calle. Ver qué podía haber de cierto en eso de que alguien andaba detrás de Dayly, pero nadie ha oído nada. Normalmente, si está pasando algo, siempre hay alguien que se entera.
—¿Adónde vamos?
—Al apartamento de Dayly. —Sneak se tapó uno de los agujeros de la nariz, respiró con fuerza e hizo un sonido parecido al de un ronquido. Tenía los senos irritados por culpa de la cocaína de mala calidad—. He estado allí en un par de ocasiones. Como te he dicho, llevamos un tiempo intentando entendernos. Fue ella la que me buscó. Me parece que está enfadada, pero no fue culpa mía..., ya sabes, lo de la infancia que tuvo. Mis padres me obligaron a que la entregara.
Algo sabía de quién había sido Sneak antes de que cayera en una espiral de drogas y prostitución. Un día que pasaba junto a su catre en Happy Valley, me fijé en que había un recorte de periódico en el suelo. Era un artículo, ya amarillento, con una fotografía de una chica esbelta vestida de gimnasta. El parecido con Sneak era mínimo, porque la muchacha mostraba un gesto agradable, sonreía de oreja a oreja, lucía un ensortijado pelo rubio recogido con una elaborada banda elástica y vestía una licra brillante que hacía que se apreciase su cuerpo musculoso, esculpido. El titular rezaba «Sueños rotos». Al parecer, mientras calentaba, justo antes de su actuación en los Juegos Olímpicos de Sídney, en el año 2000, Emily Lawlor, de dieciséis años, había caído mal en la barra después de dar un mortal hacia atrás y había sufrido una fractura en una vértebra cervical. Dejé el artículo debajo de la almohada de Sneak, que es de donde supuse que se había caído. Una reclusa me contó que Sneak se había enganchado a los medicamentos con hidrocodona después del accidente y que se había pasado a la heroína cuando se le había acabado el seguro.
—No sé quién es el padre —comentó Sneak—. Por aquel entonces me liaba con un montón de tíos malos. Algunos de ellos están en la cárcel..., ya sabes, para siempre.
Me quedé mirando a mi antigua compañera de celda. Aparentaba muchos más años de los que tenía y la preocupación le deformaba la boca. Me vino a la cabeza la idea de que tanto ella como yo habíamos renunciado a nuestros hijos sin querer; ella cuando aún era una adolescente, obligada por unos padres decepcionados, y yo en la enfermería de Happy Valley, apenas una hora después de haberlo dado a luz. Aunque Sneak y yo no habíamos estado ahí para nuestros hijos, la idea de que sufrieran, por la razón que fuera, era agobiante, al menos para mí, y me provocaba la sensación de que tenía una quemadura que nunca se curaría en la parte de atrás de la cabeza. Desde el momento en que habíamos dejado de tener a nuestros hijos en los brazos, habían caído en las manos del mundo, un mundo grande y malo, y parecía que parte de esa maldad estaba empezando a tirar de Dayly.
—¿En qué crees que anda metida tu hija?
Sneak frunció los labios y apartó la mirada.
—No lo sé. En temas de drogas no puede ser. Está tan molesta por quién es su madre que nunca tomaría ese camino.
—No te fustigues. De nada va a servir en momentos como este.
—Es una buena persona. —Pensó en lo que acababa de decir y se encogió de hombros desconcertada—. No sé cómo ha podido acabar así. No dejaba de machacarme con que me metiera en un programa de rehabilitación. Es muy inteligente. Le gustan los animales. Quiere llegar a algo con eso. Es tenaz. Lo que ha pasado no tiene el más mínimo sentido. Dayly no se parece a mí en nada. No he estado a su lado lo suficiente para que esto se le haya pegado.
El edificio de apartamentos en el que vivía Dayly tenía la fachada estucada y con baldosas de terracota, y se ubicaba cerca del aparcamiento de la Warner Bros. Me fijé en cómo cambiaban los carteles en las vallas publicitarias anunciando programas de televisión en horario de máxima audiencia, momentos en los que yo nunca estaba en casa. Los cómicos ojos de Ellen DeGeneres me miraban por encima de una «E» de poliestireno. Sneak subió las escaleras por delante de mí, pero no tardó en detenerse en seco. Había gente en el descansillo. Parecían vecinos del edificio, cuatro o cinco con cara de perplejidad. Uno de ellos vestía un albornoz azul. Sneak se dirigió directa a una joven, una pelirroja delgada con una camiseta en la que podía leerse «Sé amable con las abejas», que estaba de pie junto a la puerta abierta de uno de los apartamentos.
—¿Qué ha pasado? ¿Qué ha pasado? —le preguntó. Su voz era más aguda de lo habitual, casi como si estuviera chillando.
No esperó a que le respondiera. Entró de golpe en el apartamento. La joven me miró a mí y al resto de los presentes.
—Deberíamos llamar a la policía —dijo.
—¿Qué ha ocurrido? —le pregunté.
—Estaba comentándoselo a ellos ahora mismo —respondió la joven mientras hacía un gesto con las manos para señalar a las personas que nos rodeaban—. No he pasado la noche aquí. Ayer tuve una audición y me quedé a dormir en casa de mi novio. Hace un rato, cuando he vuelto..., la puerta estaba abierta y la casa... Hay sangre. ¡Eh! No debería entrar. Esa es la madre de Dayly, ¿verdad? Será mejor que salga. Y yo... Yo diría que ese sitio es el escenario de un crimen. Y si es el escenario de un crimen, ¿no deberíamos llamar a la policía?
La muchacha se echó a llorar. Nadie hizo el más mínimo gesto de abrazarla.
Entré en el apartamento. En la moqueta había gotas de sangre, justo al lado de la puerta. Una silla tirada de camino a la diminuta cocina, una mesita por el suelo. También había cristales rotos, papeles arrancados de la puerta de la nevera, donde los habían sujetado coloridos imanes. El hecho de ver todas las luces encendidas fue lo que hizo que me diera un vuelco el corazón. No sabía qué había pasado allí, pero lo que fuese había sucedido durante la noche.
Sneak había estado en lo cierto: su hija se lo había montado bien. El apartamento era muy pequeño, pero estaba claro que en él vivían dos jovencitas que trabajaban duro para alcanzar sus sueños, dos jovencitas con vidas muy ajetreadas. El solitario y moribundo espatifilo que había en el alféizar de la ventana de la cocina me indicó que rara vez estaban ninguna de las dos en casa. Polvo en una revista que había junto al sofá. En el pasillo vi otra mancha de sangre y una fotografía que se había caído de la pared. Encontré a Sneak en la habitación de Dayly, junto a la mesa.
—Su bolso sigue aquí.
Sneak señaló un bolso de mano tirado en el suelo, junto a una cama hecha de mala manera. El bolso estaba abierto y en él se veían los objetos típicos que una mujer lleva en su día a día: pañuelos de papel, una libreta, maquillaje. Me arrodillé y rebusqué en él. Lo moví todo con los nudillos para evitar dejar huellas.
—El móvil no está. ¿Tenía coche?
—No.
—Bueno, pues ahora sí.
En la habitación no había sangre y tampoco estaba revuelta. Me fijé en el cargador de un portátil asomando por el borde del escritorio, indicando, sin lugar a dudas, el espacio vacío en el que debía de estar habitualmente el ordenador, entre los papeles, los vasos de plástico de café y el material diverso de papelería que cubría la mesa.
—El portátil tampoco está —comenté—. A algún sitio ha ido y se ha llevado el móvil y el portátil. El bolso no. O puede que cogiera otro.
—¿Te fijaste en si llevaba bolso en el Pump’n’Jump?
—La verdad es que no.
—Dime, ¿qué es lo que hizo entonces, dejó el portátil en el suelo antes de robarte?
—Y yo qué sé.
—El que la haya atacado tiene su portátil y, muy probablemente, también su móvil.
—No sabemos si la han atacado.
Sneak no dijo nada. Permanecimos allí, en silencio, envueltas por una burbuja de miedo. Intenté cogerla de la mano, pero se alejó de mí, hacia el escritorio, y se hizo con un folleto que había en él.
—¿Paracaidismo?
Me enseñó el folleto. Era un anuncio de una escuela de vuelo que había en un sitio llamado San Chinto. Ofrecía saltos en paracaídas para dos personas —verdaderas aventuras— a doscientos dólares el salto. En el folleto, una pareja sonriente agitada por el viento acababa de tirarse de una avioneta. Sneak se guardó el folleto en el bolsillo y se acercó a una mesa que había junto a la puerta y sobre la que descansaba un acuario. Yo cogí un pedazo de plástico con una forma muy extraña que había en el escritorio. Era como un pequeño tubo compuesto por varias capas de cinta adhesiva pegajosa, cortada en pedacitos, de forma que parecía la piel de una serpiente. En la parte de atrás del escritorio había notas pegadas, recordatorios, al parecer, que se hacía la propia Dayly: «¡No pierdas la concentración!», «¡Alegra esa cara!». Dejé el tubito de plástico y cogí una notita amarilla pegada en el borde del estante que había sobre el escritorio.
«Solo las de pájaros».
Me acerqué a Sneak y me di cuenta de que el acuario no tenía agua, solo una capa de serrín y una rueda de plástico azul.
Situada en la esquina del acuario había una criatura parecida a una rata, pequeña, marrón, que se lamía sus patas rosadas y se rascaba sus diminutas orejas con ellas.
—¡Oh, vaya! ¿Qué es eso? —pregunté entre susurros para no asustar al animal—. ¿Un hámster?
—Una taltuza. —Sneak cogió aquella criatura de donde seguía acurrucada y se la puso en la mano—. Dayly la encontró en el arcén de la autopista. La habían envenenado.
—¿Y se la quedó?
Cuando vivía en Brentwood, había contratado exterminadores de plagas más de una vez para que acabaran con los bichos que me hacían agujeros en el césped, pero nunca había visto ninguno, solo la boca redonda de sus túneles y la manera en que devastaban el carísimo paisajismo que tenía contratado. La taltuza corría por las palmas de Sneak a medida que la mujer las comunicaba una y otra vez para dar forma a un camino sin final.
—Ella es así, muy sentimental. Siempre está recogiendo cosas rotas o animales callejeros. Yo era igual cuando tenía su edad. En su día, yo también recogí unos cuantos pájaros. Se me murieron todos.
Miré la notita con aquel «Solo las de pájaros» y me pregunté si habría alguna relación. Oí voces en la sala.
—Sneak, deberíamos irnos. Esto podría ser... Podría ser importante para la policía que no toquemos ni movamos nada.
—En una ocasión conocí a un tipo. —Sneak estaba concentrada en la taltuza—. A su hija la secuestraron en México. Era una niña, debía de tener unos siete años. La raptaron cuando estaba en los baños de un parque y le pidieron dinero a la familia. Los cárteles tienen unas reglas, ¿sabes? A veces dejan que se canjee a un familiar por aquel que han secuestrado, pero solo en caso de que sea, no sé, muy vulnerable o algo así. Este tipo al que conocí intentó entregarles a su esposa y a su hermana a los del cártel a cambio de la niña mientras él reunía el dinero.
En la cárcel, Sneak era conocida por la gran cantidad de historias que empezaba con un «En una ocasión conocí a un tipo». O eran todas elaboradas mentiras, o aquella mujer había coincidido a lo largo de su vida con lo peor de lo peor, con la gente más salvaje, la más excéntrica, la más desafortunada... La mayoría de las ladronas compulsivas que había conocido en prisión eran, a su vez, unas grandes mentirosas. La cuestión es que esas historias de «En una ocasión conocí a un tipo» que contaba Sneak siempre acababan en tragedia.
—¿Y qué sucedió? —pregunté, imaginándome ya el final—. ¿Le devolvieron a la niña?
—No. El cártel también se quedó con su esposa y su hermana, y pidió un rescate triple.
—No pienses en eso. Venga, que no podemos quedarnos aquí mucho rato más. Al final, van a pillarnos juntas.
—Vámonos —convino Sneak mientras asentía. Dejó la taltuza en el terrario y cogió el bolso de su hija. Se tambaleó. El vodka y lo que fuera que hubiera tomado antes la golpearon de repente—. No sé dónde estará mi pequeña, pero aquí no está.