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El cretinismo: construcción de un objeto discursivo

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Todo este trasfondo de ideas que hegemonizan las décadas del setenta y posteriores, pero que ya habían tenido un marco generador en los debates de la pre-guerra, encuentran en Cecilio Báez al vocero que logra canalizarlas en un discurso representativo, y en el Novecentismo el contexto que permite aflorar, ya de forma diferenciada, este discurso.

Para la Generación del 900, Báez ya era un intelectual destacado y un cabal representante de la élite de su época, pero –como expliqué en el capítulo anterior– es entonces cuando articula el relato base de la historia liberal, la que logra delinearse mejor –como contrapeso– ante el surgimiento de una primera versión del relato nacionalista. De hecho, La tiranía en el Paraguay, uno de los libros más importantes de Báez y en el que me centraré aquí, no es otra cosa que la compilación de los artículos que le dedicara a la polémica con O’Leary y que fueran publicados en El Cívico.

Liliana Brezzo afirma que Cecilio Báez “fue el intelectual más destacado del novecientos y el primero que articuló una lectura del pasado nacional concentrada en un juicio severo sobre la guerra de la Triple Alianza y la larga tiranía que le precediera y que a su entender oprimiera al pueblo y acabara con la ruina y el aniquilamiento de su nacionalidad” (2001a, pág. 167). Esta apreciación de Brezzo tiene que ver no tanto con la originalidad inaugural de las tesis de Báez, sino con la efectividad de su discurso para hacer de tópicos que ya tenían historia para el 70, conceptos u objetos discursivos característicos de una matriz discursiva particular, la liberal. Por ejemplo, Báez amalgama bajo el concepto de cretinismo los factores de “atraso” que los intelectuales de la post-guerra encontraban en los sectores populares, y lo utiliza como marco explicativo de las condiciones sociales e históricas que posibilitaron la guerra.

Los objetos discursivos, lo conceptos y sus reglas de formación, son algunos de los componentes de las formaciones discursivas. Foucault, cuando explica la formación de los conceptos, aclara que no se interesa tanto por “la arquitectura conceptual de un texto aislado” (1970, pág. 97), sino por las relaciones que se dan entre los enunciados. Las reglas de formación de conceptos tienen su lugar no en la “mentalidad” o la conciencia de los individuos, sino en el discurso mismo (Id., pág. 102). Del mismo modo, los objetos discursivos son justamente construcciones del discurso, que no se preexisten a sí mismos, sino que son los discursos los que forman “sistemáticamente” los objetos de los que hablan (Id., pág. 81).

Por su parte, Jean-Blaise Grize (1991), desde una perspectiva más anclada en la materialidad del discurso, también define, al modo foucaultiano, al objeto discursivo como “haz de rasgos” pero distingue, además, algunos procedimientos que contribuyen a la formación del objeto: 1) la puesta en evidencia de los ingredientes o componentes del objeto, lo cual está atado a la intención del autor de resaltar algunos componentes por sobre otros; 2) la especificación del objeto dentro de un domino de pensamiento; 3) la determinación de los objetos, ya sea a partir de características propias del objeto o en relación con otros. Estas operaciones buscan cierto acomodamiento del léxico en función de los objetivos del discurso: “Las operaciones de los objetos permiten a las actividades discursivas establecer el léxico en función de su objetivo” (Grize, 1993, pág. 5). En este sentido, la importancia de distinguir los objetos discursivos, para Grize, tiene que ver con que “es sobre el agenciamiento de los objetos en donde reposan, en definitiva, los razonamientos y las argumentaciones que desarrolla el texto” (Grize, 1991, pág. 108).

Grize también relaciona los objetos discursivos con representaciones sociales, que suelen quedar depositadas en la lengua y constituyen así preconstruidos culturales (1993, pág. 3). Cada enunciado se inscribiría, entonces, en tres lugares de determinación: el de la práctica cotidiana del sujeto, el de la ideología y el de la matriz cultural que es la que le da profundidad histórica a las representaciones (Id., pág. 7).

Me interesa tener en cuenta estas definiciones porque la noción de cretinismo (así como la de regeneración) no le pertenece a Báez, pero es él quien la ubica en un espacio estratégico para su argumentación, y hace así del cretinismo un concepto aglutinador que amalgama vastas posibilidades explicativas acordes a los intereses políticos e intelectuales que motivan su discurso. Esto le permite ordenar, además, muchas de las tesis previas (la explicación por el jesuitismo, la comparación oriental, la dicotomía civilización-barbarie), de forma tal que será su idea de cretinismo la que se convierta en una referencia en el interdiscurso. A ello contribuye su polémica con O’Leary.

En un artículo de 1902 anterior a esta polémica, “Optimismo y pobreza. La ganancia de los bancos. Males y remedios”, publicado en El Paraguay, Báez discute la publicidad del balance positivo del Banco Territorial que había realizado el diario La Patria, lo que considera como parte de una “mistificación” de la realidad. Pero además es en este artículo en donde introduce, casi al final y como parte de la conclusión, el concepto de cretinismo:

El Paraguay es un pueblo cretinizado por secular despotismo y desmoralizado por treinta años de mal gobierno.

Cinco años de titánica lucha pudieron retemplar sus adormecidas fibras por el opio del despotismo. Por eso el pueblo paraguayo desplegó cualidades cívicas en los comicios, a raíz de la conclusión de la guerra; pero la disolución de las cámaras vino de nuevo a matar el naciente espíritu público y he aquí que el pueblo sigue siendo semejante a un cretino, a un ser sin voluntad ni discernimiento. (Báez-O´Leary, 2011, pág. 106)

Esto provocó una respuesta sin firma en el diario La Patria que se centró en defender el balance del banco; para lo cual el texto utilizó un recurso que se repetiría posteriormente en los artículos de O’Leary, la apelación al archivo:

Cuando tuvimos ocasión de censurar al Banco Mercantil que todo lo monopolizaba y que no hacía circular en plaza los fondos que sus amigos le entregaban, y los giros que sus allegados acaparaban, dijo el doctor Báez (El Cívico, 19 de Julio) que no perjudicaban al país los que alzaban el oro, porque sólo advertían con la alza al gobierno que debe poner fin a sus demasías o despilfarros; y ahora, ¡véase la consecuencia!, reprochaba el doctor Báez al Banco Territorial por haber realizado –así lo suponía erróneamente– grandes ganancias en los cambios. (Id., pág. 109)

Pero el autor anónimo también destacó lo que sería luego el eje fundamental de la polémica al titular su respuesta: “Habla el doctor Báez. El cretinismo paraguayo”, es decir, al situar el término “cretinismo” en el lugar destacado del título, el autor direccionó la lectura de la respuesta, pero también la misma relectura de su antecedente, hacia un elemento que no había sido el central en el texto de Báez. Según Liliana Brezzo, este cruce es un antecedente directo de las polémicas entre Báez y O’Leary, pero ella también llama la atención sobre una conferencia de Báez de 1896, que no habría generado controversia y en la que aquél ya hablaba de gobiernos tiránicos y esclavitud del pueblo, pero sin conceptualizarlos como cretinismo y situándolos en el pasado puesto que la sociedad paraguaya ya habría logrado –para 1896– su “regeneración” (Id., págs. 29-32). Aunque Brezzo destaca que este artículo ya adelantaba las tesis centrales de Báez, considero, sin embargo, que el “diagnóstico” de cretinismo al que llega Báez no es un simple agregado, sino el gesto fundamental de toma de posición y, junto con ello, un ladrillo principal de su estructura argumentativa. Ya que, por un lado, el concepto alinea el discurso de Báez con el trasfondo higienista spenceriano de la época, y por otro, éste actúa como causa y consecuencia de los fenómenos sociales e históricos que Báez analizaría en sus posteriores artículos. Todo esto contribuye a dar cuerpo a un concepto que logra atar esa red de significados con la que se había caracterizado al pueblo paraguayo. Se constituye, en definitiva, como objeto discursivo. De todos modos, el primer cruce en torno a las finanzas de los bancos demuestra que el surgimiento de la polémica tiene que ver con un enfrentamiento, por intereses económicos, entre distintos sectores de la burguesía que intentaban constituirse como élite dirigente.

Pero además, Cecilio Báez no esgrime el concepto de cretinismo ex nihilo, sino que lo toma de una conferencia pronunciada por Juan Crisóstomo Centurión (personaje, en sí mismo, complejo y problemático) y que Báez cita en uno de los primeros artículos de La tiranía del Paraguay. Centurión fue un Coronel del ejército de López, formado en Europa durante el gobierno de Carlos Antonio y que, después de la guerra, escribe sus Memorias o Reminiscencias Históricas sobre la Guerra del Paraguay, texto devenido clásico y fuente recurrente del debate histórico sobre el episodio bélico. En la conferencia citada por Báez, Centurión, al describir el régimen de Francia, explica que la base de su gobierno fue el terror, el personalismo y el control de todo ámbito público o privado por parte del dictador, lo cual necesariamente va a conducir a la conformación de un pueblo de “autómatas”, que Centurión denomina –sin desarrollarlo mucho más– como “cretinismo” (cit. por Báez, 1903, pág. 15).

A partir de allí, el cretinismo como anomia del pueblo sirve para explicar una serie de fenómenos que, para Báez, están interconectados: la influencia colonial (española y jesuítica), los regímenes del siglo XIX y su popularidad, la falta de rebeldía del pueblo ante la tiranía, su entrega suicida en la guerra y (lo que es importante destacar) la coyuntura política contemporánea bajo los gobiernos colorados de Carvallo y Escurra. Lo cual puede observarse en las siguientes citas:

La sociedad jesuítica, lejos de haber favorecido la obra de la civilización –que debe consistir en el perfeccionamiento moral del hombre y en el desarrollo moral de la sociedad– mantuvo á los indios en la ignorancia y la torpeza, en el cretinismo y la inercia: razón por la cual prosperó y duró la tiranía embrutecedora del Paraguay. (Báez, 1903, pág. 113)

¿Que [sic] nos dice la historia? ‒Ella nos enseña que una secular tiranía había barbarizado é idiotizado al pueblo paraguayo, que no ha tenido antes de ahora, ni sentido moral, ni sentido político.

Carecía de sentido moral, porque en su profunda ignorancia, y por efecto del terror, lloró la muerte del dictador Francia, amó la tiranía, consideró buena la delación y practicó el amor libre como cosa muy conforme á las leyes del pudor.

En cuanto á sentido político, nunca lo ha tenido, ni lo tiene. La incapacidad del pueblo para el gobierno libre proviene de la tiranía y de la ignorancia.

Tan grande ha sido la incapacidad moral y política de este pueblo, que hasta el presente se halla maneado por los antiguos soldados de López, que son una verdadera calamidad. (Id., pág. 156)

Aquí, los valores del cretinismo están expresados por una serie de términos que funcionan de manera sinónima: “ignorancia”, “barbarizado”, “idiotizado”, “incapacidad moral y política”; todos términos cuyo sujeto es el pueblo, y a los que se puede agregar el “maneado”, adjetivo cuya animalización se traslada al mismo sujeto. Estas características son consecuencia de la Colonia y del experimento jesuita, y explicarían la historia paraguaya (incluso la situación del presente de la enunciación, lo cual se distancia del optimismo del artículo de 1896).

Como vimos, el jesuitismo como piedra fundacional del atraso paraguayo estaba presente en la elaboración sarmientina ya desde su famosa introducción al Facundo y se transfigura en vicio atávico en Conflictos y armonías. Cecilio Báez retoma esta hipótesis, esta vez, sin citar fuente, por lo que probablemente ya era considerada un axioma entre la élite letrada, aunque sí menciona (Báez, 1903, pág. 113) las investigaciones pioneras de Blas Garay que unos años antes había caracterizado a la Compañía, en El comunismo de las Misiones de la Compañía de Jesús, de acuerdo con las corrientes antirreligiosas de la época (Telesca, 2014). De todos modos, Báez no se explaya ni cita a Garay, sino que solo lo menciona como autoridad en la materia. La argumentación de Báez se centra en establecer relaciones entre el pasado colonial y el Paraguay independiente, tesis –la de la continuidad– que en realidad es contrapuesta a lo que sostenía Garay. Para Báez, entonces, el sometimiento a los jesuitas, así como el régimen de encomienda, habrían educado al pueblo paraguayo para la tiranía (1903, pág. 83), y en consecuencia:

Segregado del mundo civilizado por la triple barrera de los grandes desiertos territoriales, de la ignorancia de la lengua castellana y del sistema teocrático-político, implantado por las misiones católicas y por los gobiernos dictatoriales, el pueblo paraguayo ha llegado á ser el más pobre, el más ignorante y el más incapaz para la vida democrática.

Recién después de 1870 puede decirse que el Paraguay ha llegado á incorporarse al movimiento de los pueblos civilizados, y tiene escuelas de verdad, donde el individuo ilustra su espíritu y adquiere conciencia de su personalidad, que antes no la tenía. (Id., pág. 13)

Báez también realiza una caracterización negativa sobre la colonización española, en tanto cultura inferior respecto de las otras potencias colonizadoras, y que también dejaría su influjo en la “tiranía paraguaya”, sintagma a través del cual Báez considera a los gobiernos de Francia y los López como un mismo objeto. La herencia que lega la Colonia al Paraguay independiente es el establecimiento de relaciones feudales de poder a partir de las costumbres arraigadas por instituciones como el adelantazgo y la encomienda (Id., pág. 79 y ss.).

La continuidad entre la Colonia y los regímenes del siglo XIX paraguayo, habilitada por la pervivencia de algunas estructuras jurídicas y burocráticas, niega a la independencia como inauguradora de un nuevo régimen soberano y, en consecuencia, como un avance progresivo para la historia paraguaya; con ello, Báez pervive en una polémica todavía actual respecto del valor emancipatorio que tuvo, fundamentalmente, el gobierno de Francia. Si bien la evaluación que hizo Báez de Francia es más compleja y ocupó un volumen específico, su Ensayo sobre Francia y la dictadura en Sudamérica, esta complejidad fue posteriormente simplificada a los fines polémicos por el mismo Báez. Luego, a lo largo del siglo XX, el trayecto de la “tiranía” como objeto de discurso hizo prevalecer la hipótesis de la continuidad entre la Colonia y el Paraguay francista. Los efectos de esta construcción son importantes para el discurso post-bélico, puesto que considerar a Francia una continuación de la cultura política de las misiones y la Colonia, desestima su carácter revolucionario y niega la posibilidad de que el apoyo que recibió en los congresos que lo votaron, haya sido una manifestación de voluntad popular.

Esta negación se relaciona con la otra hipótesis que presenta Báez, según la cual la tiranía paraguaya corresponde a un modelo oriental de gobierno (Báez, 1903, págs. 36 y ss.). A lo largo de sus artículos, proliferan comparaciones con distintos ejemplos o modelos que remiten a una construcción de lo oriental como sinónimo de barbarie. A través de este esquema opositivo logra que incluso la orden jesuita, una de las instituciones más influyentes de la modernidad occidental3, sea un elemento más en su caracterización del “orientalismo” paraguayo; “la obra de los jesuitas” es, así, “la vuelta al comunismo primitivo, la vuelta á aquel estado social, en que viven aun los despotizados pueblos del Oriente” (Id., pág. 113).

La analogía oriental es uno de los tópicos que caracterizan al Facundo y a la que se le debe un artículo clásico de Ricardo Piglia, “Notas sobre Facundo” (Piglia, 1982). Pero además Liliana Brezzo explica esta analogía dentro del horizonte de conocimiento del siglo XIX, en que la construcción del orientalismo –como la denominó posteriormente Edward Said (1990 [1977])– aportaba los esquemas explicativos de la barbarie:

[…] el Paraguay suscitaba entre los intelectuales y extranjeros del siglo XIX una figura alegórica que recuerda lo que hoy se conoce como “formaciones asiáticas”, dominadas por el despotismo oriental. El aislamiento del mundo exterior, el control de una parte de su producción y explotación de recursos económicos por una parte, y del comercio exterior por otra, ejercida por el Estado; la existencia de un poder centralizado, autoritario y vitalicio en la práctica; la veneración cuasi religiosa de este supremo gobierno por una población masivamente campesina, proporcionaban elementos a estas sumarias definiciones que hacían de Paraguay la “China”, el “Japón de América”; su sociedad era vista, asimismo, como sinónimo de barbarie, entendida como algo inferior, cultural o mentalmente, y equivalente a atraso. (Brezzo, 2010, págs. 202-203)

Es así como, para esta argumentación, los condicionamientos impuestos por la encomienda y el jesuitismo repercutieron en la formación de vicios atávicos de la población paraguaya de principios de siglo XX, indolente respecto de las libertades individuales pregonadas por el liberalismo. Pero, en el discurso de Báez, se puede observar un hiato que se abre entre su programa liberal, que brega por la instauración de la democracia representativa y las libertades individuales, y su diagnóstico positivista, que describe una sociedad animalizada y completamente ajena a la imagen del sujeto racional del liberalismo. Para salvar esta brecha, Báez esgrime su propuesta basada en la educación, o más precisamente, la instrucción.

En la intelectualidad argentina de fines de siglo XIX, la vinculación entre el discurso positivista y la élite dirigente vino a reparar ciertas fisuras en el modelo liberal que, en la práctica, tuvo resultados muy decepcionantes respecto de las esperanzas que en él habían sembrado los intelectuales del exilio rosista. En el discurso de la élite liberal paraguaya, esta combinación entre un paradigma positivista y un programa liberal puede servir para posicionar un modelo de “civilización” que chocaba fuertemente con los rasgos más estructurantes y diferenciales de la sociedad paraguaya, entre ellos la lengua guaraní. También para Báez (1903, pág. 46) uno de los factores que habían contribuido a cretinizar al paraguayo fue justamente el monolingüismo guaraní, fenómeno que –en su momento– había sido parte de la política jesuítica en las reducciones. De modo que, una vez destronado el tirano, lo bárbaro adquirió los límites específicos de lo popular, cristalizado en sus aspectos más significativos, el idioma guaraní y la sociabilidad rural, negados así –desde la óptica dominante– como cultura.

En contraposición, los valores bregados por Báez son, desde ya, los que adaptan un mismo paradigma civilizatorio como normativo para todas las sociedades. Representativas de este modo de pensamiento, propio de su época y de su clase, desde luego, suelen ser sus propuestas para direccionar la educación en Paraguay tendientes a dar cuerpo a una disciplina que trascienda los saberes específicos, la instrucción cívica. Propone, entre otras cosas, que, en tanto: “El gobierno libre, ó sea, el régimen de la libertad organizada, es una creación anglo-sajona”; en consecuencia: “un curso de historia de los Estados Unidos, que es la historia de los progresos de la libertad– se lijitimaría [sic] en nuestros colegios, con preferencia á la historia de los judíos, ó á la de los indios americanos” (Id., págs. 76-77).

En este sentido, importa destacar otro concepto presente en los artículos de Báez, el concepto de “regeneración”. Éste fue recurrente en los años inmediatamente posteriores a la Guerra contra la Triple Alianza, entre miembros de la élite que se encontraban ante la situación de reconstruir el país, bajo la tutela del ejército de ocupación brasileño, y –de este modo– de habilitar discursivamente esta reconstrucción sin que esto implique depositar la culpa en los países aliados. De modo que el tópico de la regeneración habilita una serie de significados que, al mismo tiempo que suponen la construcción de un “nuevo” país, suponen también la necesaria destrucción del anterior, por lo cual la guerra resulta una necesaria purga saneadora de los factores de atraso y de cretinización, factores depositados en el mismo pueblo. Para Báez, el tópico de la regeneración está asociado al de la civilización y a la derrota de “los bárbaros del interior” (expresión que se multiplica en sus artículos para referirse al gobierno del momento). A esto debería apuntar la reforma educativa: “La regeneración de la patria hemos de buscarla y encontrarla en el trabajo y en el estudio, en el ejercicio de los deberes cívicos, en la práctica sincera de las instituciones libres, y no en el culto de las batallas sin gloria de la tiranía” (Id., pág. 191). A diferencia del ensayo finisecular argentino, el liberalismo positivista paraguayo se centró en los “bárbaros internos”, antes que en la amenaza inmigratoria; es por ello que los tópicos de la época rosista mantienen actualidad en el discurso paraguayo. Conflictos y armonías de Sarmiento, que es más tardío, ya centra el foco de la barbarie, a nivel latinoamericano, en la pervivencia de las culturas indígenas (o más bien, lo que Sarmiento caracteriza como indígena, pero que ya serían, entonces, elementos híbridos y transculturados).

En síntesis, del texto de Báez resulta el fenómeno de la “tiranía paraguaya” como objeto discursivo, y se jerarquizan los conceptos de cretinismo y regeneración, que ya poseían antecedentes en la época. De acuerdo con esto, se pueden marcar dos ejes sobre los que intenta intervenir el discurso cretinista. Si bien, por un lado, los factores de barbarización, sus causas, están individualizados en los espacios de poder (los jesuitas, Francia, los López, así como, para Sarmiento, en Rosas), por otro, el saneamiento civilizatorio no se cubre solo con el cambio de régimen, puesto que el cretinismo recae sobre el conjunto del pueblo paraguayo, objeto del así justificado proceso de regeneración. Como los que formaron parte del gobierno paraguayo tras la guerra habían contribuido a la victoria aliada, habían sido fervientes opositores de los López o –en todo caso– ex funcionarios suyos interesados en limpiar su pasado, su accionar en la contienda y su nuevo lugar de poder requerían no solo de una deslegitimación del gobierno paraguayo anterior, sino de la desvalorización del pueblo –principal protagonista del martirologio en que se convirtió la guerra–, y con ello del proceso histórico que, desde la revolución de la independencia, confluyó en la sociedad paraguaya de mediados de siglo. Las tesis cretinistas habilitan la justificación de la guerra como el derrocamiento de un gobierno tiránico cuyo poder descansaba sobre un pueblo bárbaro que, con aceptación pasiva, se aplacó bajo la tiranía. Incluso, como explica Báez, la guerra contribuyó a “des-cretinizarlo”, al menos coyunturalmente, en tanto: “Cinco años de titánica lucha pudieron retemplar sus adormecidas fibras por el opio del despotismo. Por eso el pueblo paraguayo desplegó cualidades cívicas en los comicios, a raíz de la conclusión de la guerra” (Báez-O´Leary, 2011, pág. 106). La guerra, entonces, está justificada como factor de toma de conciencia histórica y despertar cívico por parte de una comunidad que, hasta el momento, permanecía moralmente inerte y sin voluntad, puesto que la delegación de poder a regímenes autocráticos y personalistas no podría explicarse como un acto de voluntad popular desde los parámetros liberales. De modo que, además de haber traído la modernidad política y la apertura económica, la guerra realizó una labor de purgación de los factores de atraso. Se puede rastrear la concreción de este saneamiento en otro testimonio del mismo Cecilio Báez; un discurso de su breve período en la presidencia (1905-1906) considera exitosas las facultades “regenerativas” de la guerra y oblitera cualquier mención a la “cuestión social” del Paraguay de principios de siglo XX:

Como el pueblo no tenía conciencia de su propia personalidad, no podía derribar la tiranía, que cayó por causas independientes de su voluntad. El año de 1870 es para nosotros una de las más memorables etapas de la historia nacional: esa fecha señala el término de los dolores e infortunios del pueblo paraguayo, soportados durante más de cincuenta años de opresión e ignorancia, sin una sola queja ni protesta de parte de la víctima, al par que el comienzo de la era de nuestra regeneración moral y política, por el doble sentido de la instrucción y de la libertad. (Cit. por Gaona, 1967, pág. 191)

La posición de Báez como intelectual orgánico de la oligarquía no le permite otra visión de la historia que la de una línea progresiva que, en el Paraguay, va desde la superación del pasado despótico hacia la instauración de la hegemonía liberal concretada con la Revolución de 1904. Desde ese espacio de poder, Báez apunta algunos de los ejes clave de la visión de la élite respecto del pueblo paraguayo: un colectivo crístico, cuya situación no depende de su voluntad, sino que es consecuencia de la intervención exterior, primero, y del padrinazgo de la élite, después, concretado éste en políticas verticalistas de instrucción, en su sentido de anulación del pueblo como sujeto productor de cultura, considerado otro antes que individuo pleno.

Bartomeu Melià en su clásico ensayo “Una nación, dos culturas” desarrolla las falacias de los apotegmas liberales que aún administraban (y administran) discursivamente el proceso de recolonización de la campaña paraguaya de la década de 1970. La principal falacia a la que apunta el jesuita, y que observa también en los letrados de la post-guerra, es justamente la de la oposición entre civilización y barbarie, que “es el producto del neocolonialismo económico al que a la vez justifica y fortifica” (Melià, 1997 [1975], pág. 75). Este paradigma enajena al pueblo de sus propios instrumentos simbólicos al mismo tiempo que extranjeriza la base material –económica– sobre la que se sustenta su cultura; en consecuencia, “a un pueblo explotado económicamente se le puede dar instrucción y ‘civilización’, pero no una cultura nacional”, porque “si se mantiene la dicotomía civilización-barbarie, o su versión moderna desarrollo-subdesarrollo, la cultura nacional no es posible, ya que no se puede identificar ninguna de las dos culturas como la nacional” (Id., págs. 77 y 76). La instrucción como principal política cultural, la aplicación en ella de pautas foráneas y la desvalorización de la cultura propia –considerada barbarie, no cultura– tienen como objeto la imposición de los valores culturales ajenos en el mismo proceso de imposición de un modelo económico dependiente y predatorio, justamente el modelo extractivista del Paraguay post-bélico. La alternativa, para Melià, es el desarrollo de esa cultura nacional, entendiendo lo nacional como continuación de una comunidad, cuyos ejes centrales estarían justamente en la lengua guaraní y la cultura rural.

De modo que el positivismo, como dispositivo teórico de la élite, no funciona solo como una continuación de las modas intelectuales porteñas, sino que ofrece la posibilidad de desarticular los rasgos diferenciales de la cultura popular paraguaya, los más característicos y tradicionales, pero que además no pueden ser fácilmente sectorizados. Por el contrario, la lengua guaraní, así como la cosmovisión rural y la economía campesina que acarrea, tiene extensión nacional, por lo que los furibundos ataques “regenerativos” de la élite hacia ella tienen que ver con que ponía en interdicción directa los paradigmas de constitución de un Estado moderno con pretensiones de integrarse al mercado capitalista.

La

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