Читать книгу El escalón - Carmen Suero - Страница 10
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Оглавление—Buenos días. ¿Lucía Torres?
—Sí, soy yo, dígame.
—Bueno, no me conoce, pero yo la escuché en una conferencia y me gustaría que me diera una cita para explicarle mi caso y que valorara si me puede atender.
—Entiendo. Verá, yo llevo muy pocos casos, me dedico más a la investigación y divulgación, pero estaré encantada de facilitarle los datos de alguno de mis colegas para que usted pueda decidir a quién consultar.
—Es muy amable, pero yo quisiera que me atendiera usted, si es posible. ¿Podríamos quedar para una primera cita y que usted lo valorara? Se lo agradecería mucho, por favor.
—Bien, buscaremos entonces un día para esa primera cita, déjeme consultar la agenda. Le podría atender en un par de semanas. Jueves 21 a las 17h, ¿le va bien?
—Lo arreglaré para poder estar, sí, muchísimas gracias.
—¿Me dice su nombre, por favor?
—Ah, sí, disculpe, soy Nir, Nir Cavacar.
—Muy bien, Nir, le espero entonces ese día, jueves 21 a las 17h —le repetí para asegurarme de que se lo agendaba.
—Sí, allí estaré, muchas gracias.
—A usted.
Sentada en el escalón se mezclaban las palabras de aquel primer contacto con la tristeza de su alejamiento posterior y la incertidumbre y la soledad de esa noche de sábado en la que nadie sabía de mi situación. Pero seguí ahí, permití que los recuerdos se desmadraran y salieran y entraran cuando quisieran, en el orden que decidieran. Hasta los más tristes recuerdos saltaron de alegría al sentir su libertad.
El 21 de abril, muy puntual, ni un minuto antes ni uno después, Nir llamó a la puerta de mi despacho; así me lo notificó la recepcionista en una breve llamada. Era el modo de funcionamiento en aquel edificio donde tenía alquilada mi consulta. Yo aún no había acabado con la visita anterior, y le dije que lo hiciera pasar a la sala de espera, y que yo misma saldría a llamarlo.
—¿Señor Cavacar? —lancé en voz alta, sin saber quién de los tres hombres que había respondería a mi llamado. Aposté por el de la corbata, pero perdí, me contestó quizá el que menos hubiera esperado, el único que no miró al oír mis pasos. Tenía los codos clavados en las rodillas, la cabeza sostenida en las manos y la mirada fijada en el suelo.
—Sí, soy yo —dijo levantándose rápidamente, como sobresaltado. Me estrechó mi mano tendida, un poco encorvado y sin atreverse a mirarme del todo. La retiró en seguida, su calidez y firmeza me pareció poco acorde con su actitud general de apocamiento—. Entre, por favor. —Le hice un gesto para que me siguiera.
Apenas me retrasé diez minutos, pero me pareció impaciente, desesperado, como si hubiera estado allí durante horas. Le invité a sentarse, y lo hizo sin perderme de vista hasta que yo me acomodé en mi silla, enfrente de él. Se extrañó de que no me sentara en el sillón del otro lado de la mesa, como es lo habitual; yo solo le sonreí y le pedí que me dijera el motivo de su demanda.
—Bien, pues dígame, señor Cavacar.
—Nir, llámeme Nir, por favor.
—Muy bien, dígame, Nir.
—Estoy un poco nervioso, es que me inspira usted mucho respeto.
—Gracias, pero el respeto no implica que uno tenga que estar nervioso, ¿por qué tendría que estarlo? Dígame, le escucho, no se preocupe.
Parecía que no le salía el hilo por el que tirar, balbuceó un par de sílabas que no continuó. Se removía inquieto en su silla, apoyaba el brazo izquierdo sobre la mesa para acto seguido quitarlo, repetidamente, y se tocaba el pelo, la oreja, la nariz, la comisura de los labios, miraba a un lado y otro, y de vez en cuando a mí, pero nada salía por su boca.
Yo le miraba expectante pero paciente. Aunque la paciencia no era precisamente mi punto fuerte, había aprendido a utilizarla en momentos así.
—Tranquilo, tenemos tiempo, cuando pueda. —De pronto, se quedó muy quieto, me miró fijamente y rompió a llorar. Se puso la mano en la frente intentando que yo no lo viera—. Tranquilo —le dije de nuevo, en un tono aún más benevolente que segundos atrás—. ¿Qué ocurre?
—He ido a muchos profesionales y ninguno me ha ayudado a estar mejor, y cuando la escuché en la conferencia, pensé que tal vez usted podría —dijo con la voz entrecortada, con el llanto ya calmado.
—¿En qué conferencia me escuchó?
—Una que dio en febrero en Barcelona, el tema era «La responsabilidad propia» —contestó con los ojos enrojecidos volviendo a la normalidad.
—Ah, sí, y ¿qué es lo que le llamó la atención?, ¿por qué pensó que yo podría ayudarle?
—Pues en general todo lo que habló, desde el título hasta la última palabra, pero en concreto, y seguramente le va a parecer una tontería, una frase que dijo en un momento dado.
—¿Qué frase?, en las tonterías, precisamente, se suele concentrar lo importante —le comenté con aire distendido para animarlo a hablar. Dejé de lado mi curiosidad de investigadora para centrarme en conseguir averiguar el motivo de su demanda y, pacientemente, esperé a que hablara.