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Oí las campanadas del reloj de la iglesia, cuatro. Debían de ser las cuatro de la tarde, pura lógica, pero no había oído las de las horas anteriores, no sé si por la profundidad de mi trance en los recuerdos o por la amplitud de mi desesperación acomodada. Eran las cuatro y empecé a sentir el infinito en mi piel, infinito el tiempo, las horas no serían horas, sería puro infinito, me sentí caer en una especie de pozo infinito. Creo que me desmayé, así sentada, con la cabeza apoyada en la pared, sujeta entre el muro de la terraza y el sobresaliente de la puerta. De tanto en tanto, me venía la realidad, pero se volvía a ir enseguida, como si no pudiera vencer un sopor irresistible que me hacía permanecer como dormida.

Cuando abrí los ojos, ya oscurecía. El cuerpo es sabio, me ofreció esas horas de semidesvanecimiento para aliviar mi sufrimiento. Sentía frío y una leve sensación de mareo en el estómago. Fui al cajón de la mesita y cogí unos caramelos, uno de limón, otro de piñones, y de postre uno de café. También bebí unos sorbos de agua. Esa fue mi merienda-cena.

Como en un ritual, volví a llamar al vecino, obviando que ya había resuelto que ahí no vivía nadie, y volví a intentar abrir la puerta, intentos fallidos los dos, o quizá los doscientos. No sé exactamente cuántas veces insistí antes de derrumbarme en la cama, ya resignada, aunque sin perder la esperanza, ese tesoro de quien siente que no hay nada que pueda hacer, aunque siempre se puede hacer algo.

Cerré la puerta de la terraza, pero la sensación de encierro y aislamiento aumentó; no podía soportarlo. Cogí una manta del armario, un cojín y la almohada, y salí a acomodarme en el escalón. Tenía el trasero algo dolorido de haber pasado toda la tarde allí. Ya era noche cerrada, al poco rato el campanario tocó las once.

Sentía el estómago vacío, pero no tenía hambre, me encontraba bastante cómoda. Me acurruqué bien tapadita, cerré los ojos, y dejé que el suave viento acariciara mi trocito de cara al descubierto. Había luna llena y sentí que me acompañaba. Se diría que pasé a una calma extraña en la que lentamente fui cayendo en una especie de sueño despierto, como si pensara dormida, o como si soñara despierta, un estado que nunca había sentido, como si me hubiera dormido con conciencia plena. Creo que era lo más sano que me podía pasar, porque mi cuerpo necesitaba descansar y mi mente quería mantenerse despierta, así que supongo que llegaron a ese acuerdo.

El escalón

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