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—Bueno, en un momento dado usted dijo. «No hay que esperar, hay que hacer». —Me miró expectante.

—Ajá, sí, lo digo mucho, es muy probable que también en esa conferencia lo dijera, claro. ¿Y bien?

—No, no es eso exactamente, sino lo que dijo después. —Volvió a mirarme como a la espera, pero esta vez no dije nada, fui yo la que esperé, y dio resultado, siguió—. «Lo que uno hace definirá su camino; lo que no hace, también».

—Bien… —asentí, aún a la espera, mientras pensaba que no lo recordaba, aunque se ajustaba del todo a lo que podría decir. Me solía pasar en las conferencias: expresar las inspiraciones del momento más allá del texto preparado, y ese debió de ser el caso.

—Bueno, ya le he dicho que todo en general, pero concretamente ese comentario me afectó.

—¿De qué modo?

—Me dio esperanza. Me siento fracasado y sin salida, y lo que dijo me hizo pensar que, aunque tardara, aún podía encontrar el sendero que me lleve hacia donde quiero ir.

—El sendero se va haciendo —le señalé con suavidad calculada.

—Sí, eso, hacerlo.

—¿A dónde quiere ir?

—Ese es el problema, hay dos lugares a los que quiero ir, y creo que son opuestos, incompatibles.

—¿Hum? —Hice una especie de sonido animándolo a continuar.

—Mi pasión es la música, soy cantautor, compongo mis canciones y las canto. Quiero llegar a la gente, que el mundo las escuche y me valore.

—¿Hacerse famoso?

—Sí —dijo, sin añadir nada, con una expresión apocada pero retadora.

—Ajá, ¿y con qué le parece que eso es incompatible?

—Con tener una familia.

—¿Hum? —Volví a hacer un sonido alentando la continuación de su discurso, al mismo tiempo que mi expresión facial se tornaba interrogadora.

—Todas mis parejas me han dejado por dedicarme a la música.

—¿Ah, sí?

—Y luego, ¿cómo voy a tener hijos y dejarlos ahí mientras yo me voy de gira?

—¿Ajá? —Seguí animando a que continuara, acompañando mi breve expresión verbal con gestos interrogantes.

—La música es mi vida, pero no soporto la soledad.

—Pero hay músicos famosos y con familia… —señalé, interrogando sobre su dilema. Me miró como atrapado, se frotó las manos en el pantalón, recorriendo sus muslos de arriba abajo.

—No, claro, sí, no sé —fue toda su respuesta, esbozando una mirada de incomprensión.

Quedamos para una segunda visita a la semana siguiente, le dije que entonces le cobraría.

El escalón

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