Читать книгу El escalón - Carmen Suero - Страница 7
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ОглавлениеSe cerró la puerta tras de mí, la empujé sin querer con la fregona, no hice caso, seguí limpiando mi habitación. Tenía la puerta de la terraza abierta para ventilar y cuando acabé de fregar, salí a tomar el fresco mientras se secaba el suelo. Había tomado la costumbre de hacerlo así.
Al poco rato entré, y en el ademán natural de bajar la manilla, la puerta no se movió. Repetí el gesto nerviosa e insistentemente, pero la puerta no se abrió. Una especie de calor-frío me subió por todo el cuerpo, sin darme tiempo a pensar en la razón, sabiendo que la razón era que estaba absurdamente encerrada en mi dormitorio.
Era sábado por la mañana, vivía sola, el teléfono se había quedado cargando en el comedor, y mi terraza daba a un extenso campo donde todo era naturaleza sin edificar. Tenía un vecino colindante, era mi única opción. Salí a la terraza y lo llamé. No sabía su nombre, hacía pocas semanas que me había trasladado allí y no se había dado la ocasión de conocer a ninguno de los tres vecinos del pequeño edificio en las afueras de ese minúsculo pueblo de montaña.
Lo llamé. «¿Hola?», «¿Me escuchas?», «¿Hay alguien?», «Necesito ayuda», fui gritando, cada vez con mayor intensidad y desespero, sin obtener respuesta.
Entré derrotada, con el sudor frío apoderándose de mi cuerpo. Tuve un instante de lucidez y me dije: «Respira, tarde o temprano te echarán de menos y alguien vendrá a ver». Luego apareció el realismo dentro de la lucidez, y pensé que solo Luis podría hacer ese papel; era el único que tenía una copia de las llaves de mi piso. Sin embargo, Luis estaba en Londres de fin de semana; se hundió mi tabla de salvación.
Volví a la puerta e intenté, de nuevo, abrirla, una y otra vez, sin conseguirlo. ¿Qué podía hacer? En el trabajo se extrañarían de que no fuera, y algo harían al ver que no respondía al teléfono, pero eso sería a partir del lunes. Como poco, me esperaban dos o tres días sin agua, sin comida, y sin poder ir al lavabo. Miré la terraza y pensé que ahí instalaría el excusado; eso me hizo sentir un ligero alivio en mi exasperación, pero ¿cómo iba a estar todo ese tiempo sin beber ni comer?, solo de pensarlo empecé a sentir hambre y sed.
Miré con avidez hacia la mesita, solía dejar allí una botella de agua. Tenía el hábito de tomar unos tragos antes de dormir, había leído en algún sitio que hacerlo protegía de accidentes cardiovasculares, y aunque no sabía si creerlo o no, decidí que mal no me iba a hacer. Siempre había una botella de agua en mi mesita, pero no vi nada. Rodeé la cama, buscando en el suelo por si se había caído, o la hubiera dejado yo ahí; a veces lo hacía cuando me despertaba en mitad de la noche sedienta y bebía medio dormida. Al final la vi en el suelo, entre la mesita y la cabecera, junto a la pared. Por segunda vez sentí un ligero alivio. «Nada es tan terrible», pensé, «de un modo u otro saldré de aquí», me animé a mí misma, pero no pude paliar la sensación de impotencia y vulnerabilidad que me embargaba.
Me senté en la cama un momento para encontrar el aire que me faltaba, cerré los ojos y respiré con toda la profundidad de que fui capaz, tal y como me lo habían enseñado en el Taller de Meditación. Las llamaban «respiraciones profundas», se trataba de sacar el aire por la boca hasta dejar los pulmones vacíos, esperar un par de segundos sin respirar, luego, inspirar por la nariz hasta llenar los pulmones, de nuevo un par de segundos sin respirar, volver a vaciar los pulmones por la boca, y repetir el proceso tres o cuatro veces. Eso, lo crean o no, me calmó, me hizo ver la situación como si de repente estuviera en otro lugar. Solo necesitaba paciencia, un auténtico reto a la impaciencia que me caracterizaba, pero debía confiar en que alguien se daría cuenta de mi ausencia, porque lo que sentía en ese momento es que no podía hacer nada; lo que llaman impotencia, vamos.
La botella de agua, de litro y medio, estaba como a tres cuartos, me la tendría que ir racionando para que durara esos dos o tres días que había calculado. En cuanto a la comida, podría resistir ese tiempo, por mucha hambre que pasara. Miré en el cajón de la mesita, de pronto recordé que ahí guardaba los caramelos que mi padre me solía dar cada domingo cuando lo iba a visitar. Había muchos, de menta, de café con leche, de piñones, de fresa, de limón. Me ayudarían, sin duda, en mi ayuno, y también aplacarían mis ganas de fumar. Fumaba muy poco, pero pensar que el tabaco estaba también en el comedor, me hizo vivir una especie de mono momentáneo, que tuve que calmar, de nuevo, a base de respiraciones profundas. Era perfectamente capaz de no fumar en días, pero me resultó difícil pensar que no podría hacerlo en ese momento.
Solo quedaba esperar; yo, que siempre dije que no debíamos esperar nada, me vi con la única posibilidad de esperar, o casi única. Seguramente algo podría hacer, siempre algo se puede hacer, pero en ese momento no se me ocurría nada.
El vecino colindante tenía toda la pinta de haber salido también de fin de semana. Las persianas estaban abajo completamente y no se oía nada. Sin embargo, lo volví a intentar, volví a llamarlo con todas mis fuerzas. En eso, me di cuenta de que su terraza estaba demasiado sucia para estar habitada. Llegué a la triste conclusión de que debía de tener solo dos vecinos.
Me senté, desolada, en el escalón que había de la habitación a la terraza. Daba el sol y eso me hizo sentir una súbita paz. Me quedé allí no sé cuánto tiempo, tampoco tenía reloj, el único reloj de mi casa era el del móvil, y el móvil estaba en el comedor. Me quedé allí con los ojos cerrados, abrazando mis rodillas, y la cabeza levantada, recibiendo con agrado ese suave sol de abril.
Mi mente voló al pasado, a las personas que habían estado en mi vida, a situaciones que ya no recordaba, a emociones que había enterrado. Mi mente me llevó a otros tiempos, lo hizo por mí y por su salud; entretenida con todo aquello que ella me traía, no podría desesperarme por mi situación.
Con mi edad, ya son muchos los recuerdos que la mente puede traer, y me trajo de cuando era niña, y de después, de hacía muchos años, y de ayer, los mezcló todos en un remolino que me tragaba y me mareaba, hasta que se detuvo en uno y me hizo sumergirme en él. El recuerdo del fracaso de una relación muy especial. Lo llamo fracaso porque finalmente Nir no se atrevió a seguir con nuestro singular lazo, pero fue todo un éxito el tramo que hicimos juntos, porque en él pude vencer al miedo que aún resistía a mis embates y tomar el rumbo definitivo hacia mi ser.