Читать книгу A esta hora de la noche - Cecilia Fanti - Страница 10

Diagnóstico: embarazo

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Tengo miedo de lo que no puedo ver y crece. La ginecóloga me dice vos no estás embarazada, tenés apenas un test positivo; para que estés embarazada debería haber saco gestacional, embrión y latido. Nos extiende la orden de una ecografía y nos dice que volvamos con esos resultados. Pocos días después escuchamos el latido, vemos la transmisión en vivo de mi útero, una pelotita de 7 mm a flote, un hematoma justo abajo del embrión, un ritmo constante. El ecografista nos señala la presencia de todos los elementos que esperábamos y es cauteloso. Desde la camilla sigo el recorrido de su dedo por el monitor mientras escucho un tucutucutucutucutucu acelerado e hipnótico. Él guarda silencio hasta que nuestro entusiasmo de lágrimas, apretones de manos y caricias lo anima a felicitarnos.

A la semana siguiente, volvemos triunfantes a la ginecóloga. Ahora sí, le digo con la ecografía en alto, estoy embarazada y, sin pensarlo, mi mano se extiende directo para que ella la agarre y me felicite. La médica duda pero extiende también la suya, que está bronceada y luce una alianza de oro en el dedo anular. Después, enumera y escribe una lista en un recetario: crema para evitar marcas en la piel, óvulos de progesterona para que desaparezca el hematoma, ácido fólico para el desarrollo del embrión, fibra para no constiparme, buen descanso, poco esfuerzo. Dice que hemos de tener preguntas pero nosotros no sabemos todavía cuáles hacer; siento paciencia e incertidumbre.

Sin embargo estoy feliz y me invade la confianza: el embarazo colma a mi cuerpo doliente, lo acompaña, lo transforma. La muerte de mamá está apenas unos meses atrás, meses lentos y agobiantes. Su casa quedó desarmada a medias, su ropa en bolsas de consorcio esperando ser donada, los placares con zapatos que no encontraron par, las plantas casi secas, la heladera vacía, el polvo sobre el juego de comedor, sus llaves colgadas a un costado de la puerta de entrada. Todo quedó quieto salvo mi cuerpo.

La médica nos recuerda, con cautela, que perder un embarazo en el primer trimestre es normal, sobre todo en primerizas. Completamente normal, agrega. Lo tranquilizador, sonríe, es que siempre pueden volver a intentarlo. Agustín se mueve en la silla cuando ella termina de hablar y yo le comento el deseo de hacerme un análisis genético. La incomodidad invade el consultorio y la ginecóloga nos aclara que en Argentina el aborto es ilegal: y, cualquier cosa que pase, yo no puedo ni voy a ayudarlos. Insiste en que ella no le ve demasiado sentido. No acostumbra a pedírselo a pacientes jóvenes y sin ningún antecedente relevante, como yo. La médica lo mira a Agustín. Como nosotros, dice, y nos pregunta por qué queremos hacerlo. Después, busca en los cajones de su escritorio unos volantes promocionales y nos dice que todos los laboratorios ofrecen más o menos lo mismo. No nos recomienda ninguno en particular, no conoce el tema en profundidad.

Reacciono con algo de desconcierto y la necesidad de darle una respuesta que me libere de la consulta pronto. Prefiero saber a no saber, respondo.

A pesar de que todavía no sé nada, quiero llegar al misterio en términos prácticos lo más pronto posible. Y también incómodos. Si sé qué pasa puedo decidir mejor, pero esto no se lo digo. El análisis genético no está en protocolos y ninguna prepaga ni obra social cubre su costo, que es de alrededor de 1000 dólares. El testeo se realiza a partir de la décima semana de embarazo. Con una muestra de sangre de la madre –que licúan hasta identificar el ADN del feto– corren una serie de exámenes. Los resultados descartan o confirman anomalías cromosómicas y anuncian el sexo del bebé. Es asertivo y no estadístico como el scan fetal y los estudios de rutina y protocolo.

Sus manos están cruzadas sobre el escritorio y una de las solapas del cuello de su guardapolvo, apenas levantada. Mis manos abrazan mi mochila sobre mi panza, tengo el cuerpo inclinado hacia adelante. Trato de encontrar, mientras la miro atolondrada, eso que no vi durante seis años de consultas: una tendencia, una postura profesional, una frase que resonara, una pista. Estudio su prolijidad pero estoy en blanco, no hay nada a la vista, nada que me previniera de que mi ginecóloga no entiende de derechos reproductivos y de decisiones. No como yo lo entiendo. No como necesito que lo entienda quien acompañe mi gestación. El debate por la IVE está muy fresco todavía en nuestras cabezas. Incluso en nuestros cuerpos que marcharon, vigilaron, escucharon debates eternos, soportaron los argumentos más salvajes y brutales hace pocos meses.

La miro, le agradezco y apuro la despedida. Nos cita a una nueva consulta el mes siguiente. Salimos sin pedir el turno. En el ascensor le dibujo a Agustín un gancho con los dedos. Él levanta las cejas y le beso el cuello antes de llegar a la planta baja. Sé que va a decirme que no me preocupe y me va a preguntar, incluso conociendo la respuesta, qué quiero hacer. Lo espero, mientras me sostiene la puerta del edificio y salimos por última vez de ese consultorio, a que empiece a caminar, ordene sus ideas, me estire la mano y suspire. Me adelanto y le digo que no se preocupe, vamos a encontrar otro médico, vamos a saber cómo iniciar la conversación. El enojo cede y el miedo también. Me guardo la sorpresa; me guardo el golpe seco que sentí en la consulta. Hay que despejar para anidar.

A esta hora de la noche

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