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Deseo

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En el norte de Brasil las palmeras te miran de costado. El viento que empieza a soplar al mediodía las deja ladeadas y parejas. Todas saludan en una única dirección: la del mar. Vinimos hasta acá para sacarme la tristeza. Una semana en un paraíso al que llegamos después de dos aviones y un transfer desde un aeropuerto montado en una carpa. El paisaje hasta llegar a nuestro hotel me llena de fracaso. Bordeamos pueblos pobres, pobrísimos. Perros flacos, viejos a la sombra, construcciones sin ventanas, nenas descalzas y con el pelo enredado. Viajamos montados en el asiento de atrás de una cuatro por cuatro que, después de una hora de viaje, tracciona finalmente en la arena, e ingresamos en el terreno diseñado para los ojos del turista. Pareciera no haber nada, solo paisaje. A lo lejos el cielo parece lleno de farolitos chinos que planean contra el horizonte. De un lado, empezamos a distinguir las siluetas de las personas montadas en barriletes gigantes que tocan el agua y vuelven a levantarse. Enfrentada, se impone la línea de hoteles caprichosamente rústicos con sus reposeras y sus huéspedes brillantes y salados.

En la puerta de nuestra habitación, una choza de imitación con cama king size, minibar, baño con cortina y productos naturales de belleza, hay un cartel con un corazón dibujado: “Sejam bem vindos, Cecilia y Agustín”. Los pies me pesan en la arena, me saco la ropa y busco mi traje de baño. El primer chapuzón se lleva el cansancio del viaje y la tristeza empieza, lenta, a ceder. Sonrío apenas a esos ojos bien negros que nos miran y nos preguntan en un portugués cerrado pero cautelosamente amable cómo viajamos y si deseamos algo de beber. Sin perder la sonrisa, jamás.

Durante esos días de vacaciones voy a comer tapiocas, fruta tropical, pescado en todas sus formas. Voy a tomar agüita de coco, mucha cerveza y algunas caipirinhas. En las mañanas camino por la orilla y guardo caracoles en el bolsillo. En las tardes vemos cómo peregrinan los turistas como nosotros hacia una duna alta; desde ahí, apiñados y ruidosos, ven caer el sol; Agustín y yo nos quedamos en el llano, mirando a los perros que persiguen algunos barriletes humanos y corren y ladran y se mojan en la orilla. Durante las noches, caminamos por la playa con una linterna, siempre en línea recta, la vía láctea sobre nuestras cabezas, la luna llenísima; un cielo diamante sobre nosotros, los cuellos estirados como si quisiéramos tocarlo con la punta de la nariz.

Somos los únicos huéspedes en nuestro hotel pero el clima tropical no invita al terror: ninguno de nosotros va a enloquecer ni los empleados del hotel, con su calidez y buena voluntad, parecen dispuestos a hacer más que sus tareas diarias con la pausa que dispone la arena hirviente.

En Buenos Aires, nos dicen, el dólar corre sin que nadie pueda atraparlo. Un poco como mi tristeza, pienso, que como Carmen San Diego siempre logra escaparse. Me pregunto cuándo va a dejar de apretar tanto la muerte, cuándo voy a volver a sentir mi esternón hincharse, mis costillas ceder y abrirse. Cuándo va a aparecer un hueco, algo de espacio. Una tregua.

A esta hora de la noche

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