Читать книгу A esta hora de la noche - Cecilia Fanti - Страница 14

Educación sexual

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Una noche de tormenta rescatamos una rata blanca en el cordón de la calle. Habíamos salido a la vereda con mi hermano a juntar bolitas de granizo y la vimos lastimada, cerca del desagüe. Le pedí a mi papá que la entráramos. Papá salió con una jaula que había sido de mi canario y volvimos a la casa con una mascota. La rata tenía los huesos al aire y los ojos rojos. Mamá me prohibió tocarla y yo la bauticé Musti.

A la mañana siguiente, Musti había muerto. Papá la tiró a la basura y mamá dijo que era la última vez que hacíamos una cosa así. Yo me lamenté por Musti, me gustaba la idea de tener una rata como mascota, la historia de la lluvia y la jaula. Algo que contar en la escuela. Unos días antes, una compañera de grado me había dicho que sus papás decían que los míos eran gente muy rara. Buenos, repitió como imitándolos, pero raros. No quise preguntarle raros cómo, pero la historia de la rata me habría reafirmado en esa vergüenza y esa rareza que, a la vez, no podía esconder ni evitar. Y eso me gustaba.

A los pocos días de la muerte de Musti, mi hermano llegó con una cajita de cartón agujereada en la tapa. Se acercó a mí, cerró sus manos como conteniendo un fuego y la abrió con los pulgares: había en la caja una bolita de pelo tostado camuflada en el piso de aserrín que asomó dos ojos negros, duros y redondos como los de un muñeco. El hámster movió la nariz y los bigotes. Yo pegué un grito: Musti había vuelto en otra forma, parecida pero saludable. A mamá esta Musti le iba a gustar. Brillaba como el dulce de leche. Mi hermano puso al hámster en sus manos y empezó a armar un puente sobre el que Musti avanzaba. Me dijo que Musti era un buen nombre porque era hembra. Mamá y papá no sabían de la nueva presencia pero mi hermano se había ocupado de todo. Lo ayudé a limpiar una pecera rectangular, le pusimos papel de diario, aserrín, semillas de girasol con cáscara y agua en la tapa de una botella de gaseosa. Mi hermano entonces sacó una rueda de acero inoxidable de su mochila y la puso en el centro de la pecera. Musti se subió y empezó a girar, era adorable.

Ese año, todos los chicos de la cuadra tuvimos hámsters, especialmente porque costaban dos pesos, duraban poco y era sencillísimo reemplazarlos. Salvo las tres nenas de la esquina, que tenían un Fox Terrier con dientes torcidos. Cada tanto, mi hermano y el vecino de la vuelta, Juan, reunían a sus hámsters. Se sentaban en el escalón de la puerta de casa, cada uno con el suyo en la mano, y conversaban. Los hámsters se tocaban los hocicos y se acurrucaban en sendas manos. Nunca se escapaban. Cuando mi hermano la devolvía a su pecera, Musti escarbaba en el aserrín y se quedaba debajo del pedazo de pullover viejo que le habíamos puesto en el invierno. Dormía tapada. Una de esas tardes, Juan le preguntó a mi hermano si podríamos cuidar a su hámster durante quince días. Nosotros éramos los únicos de la cuadra que no se irían de vacaciones en el verano. Mamá respondió que sí con la condición de que mi hermano prometiera ocuparse de la comida y la limpieza. Papá no dijo nada.

La pecera de Perico, el hámster de Juan, era cuadrada, así que mi hermano puso una tabla a lo ancho sobre la de Musti y lo apoyó ahí. Durante varios días y varias noches, Perico picó el papel que le habíamos puesto debajo del aserrín y lo apiló contra un rincón de la pecera. Después, trepó la montaña de diario picado, alcanzó el borde y se zambulló en la pecera de Musti. Cuando escuchamos el ruido y miramos, Perico estaba encima de Musti, que chillaba y se movía. Perico la mordía y Musti se quedaba quieta, los ojos parecían salírsele de las órbitas y yo grité que la mataba pero mi papá gritó: ¡¡se la está fifando, se la está fifando!! Mi hermano corrió y pegó la cara contra el vidrio, mamá dijo que ahora íbamos a tener un problema y a mí me dio nervios. ¿Qué problemas? ¿Desde cuándo los hámsters fifaban? ¿No era esa una palabra que nacía solo de los chistes verdes que le arrancaban carcajadas a mi papá? ¿Qué era fifar exactamente?

Miré a mi mamá y le dije que no entendía qué estaba pasando y por qué no los separábamos. Mamá respondió que era muy chiquita para enterarme, que ya lo iba a entender. Lloriqueé un rato, como cada vez que algo me parecía injusto, pero no insistí. Mamá separó las peceras, llevó la de Perico al zaguán y repitió: nunca más, nunca más. Mi hermano la acompañó con los brazos levantados diciéndole que no había sido su culpa, que él cómo iba a saberlo. Lo perseguí un buen rato por la casa para que me explicara qué había pasado, por qué Perico había atacado a Musti y cuál era el problema que íbamos a tener. Mi hermano me dijo: tocá de acá, echándome, yo no voy a contarte nada, es asqueroso. Papá ya había vuelto a sus cosas y se había olvidado de los hámsters y de las risas de hacía un momento. Nadie me habló.

Durante los siguientes diez días Musti engordó muchísimo, se movía lenta y jadeante. Mamá determinó: esta rata está preñada, y lo mandó a mi hermano a la veterinaria para preguntar si aceptarían en adopción a los hámsters bebé que nacieran. Al cabo de tres semanas, Musti parió once retoños sobre la misma manta que le habíamos puesto en el invierno. Se retorcía pero sin moverse, con los ojos bien abiertos mientras paría un hámster atrás del otro. Los bebés de Musti eran rosados, pelados y brillantes, como salchichitas de copetín. Uno a uno, ella los empujaba con la cabeza hasta sus tetas. Apenas mamaban, se volvían blancos, la leche los inundaba y teñía. No abrían los ojos. A las pocas horas de nacer, uno de ellos murió, nos dimos cuenta porque no se movía, sus patas milimétricas estaban estrujadas y tiesas, había quedado ahogado entre sus hermanos y su cuerpo de gramos parecía pesar muchos kilos cuando Musti lo agarró con la boca y empezó a acercarlo hacia ella. Ahora lo salva, pensé, ahora lo chupa y lo infla de vida, como en el principio de 101 dálmatas. Sin embargo, Musti soltó a su cachorro, abrió más grande la boca y se lo comió. Su buche de reserva estuvo inflado durante horas.

Podía pasarme tardes enteras viendo a los diez hámsters mamar, treparse unos encima de los otros, pelear en ese vientre todavía hinchado. Musti cerraba los ojos y permanecía echada durante horas; cuando alguno de los bebés se alejaba demasiado, ella apenas se estiraba y lo agarraba entre sus dientes para devolverlo con la manada. Al mes del parto, hubo que entregarlos a la veterinaria y le pedí a mamá que nos quedáramos con una de las hijas de Musti. Crías, los animales tienen crías, dijo mamá.

Éramos raros, habíamos atendido un parto en casa y yo había recibido mi primera lección de educación sexual.

A esta hora de la noche

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