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San Telmo

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En esta casa el agua caliente se termina rápido, la ducha tiene muy poca presión y, como casi todos los días, estoy llegando tarde a mi trabajo en la librería. Me bañé rápido. Agustín me prepara un café con menos leche de la que me gustaría. Todavía en pijama, se sienta frente a su computadora. Desde hace meses estamos buscando un departamento más grande para mudarnos: más grande, más cerca de mi trabajo, de su mamá que está enferma; un departamento más luminoso, menos ruidoso y céntrico, con un espacio exterior. Queremos todo eso aunque las cuentas no cierren. Lo intentamos cada vez y fracasamos. Le digo que va a tener el baño listo en unos minutos y él me dice que me va a mandar algunos links con casitas que vio. Dice casitas y sigue mirando su computadora. Quiere bañarse una vez que yo me haya ido, cuando la casa quede toda para él durante el resto del día y disponga de los espacios, de los olores, las luces prendidas, los platos apilados. Trato de apurarme pero no puedo. La duda, la mañana, la idea de viajar una hora de San Telmo a Colegiales. Hago pis una vez más y, en un acto reflejo, agarro la caja del Evatest que había comprado en el último atraso y no llegué a usar.

Una vez había escuchado a una excompañera de trabajo: cuando estás, no tenés que esperar ni un minuto, es inmediato. Hago pis como quien cambia una lamparita, resuelve un cambio de estado, busca una certeza. Se dibuja una rayita y después otra. Dos ventanas marcadas. Estoy embarazada y lo sabía. Salgo con el test de embarazo en la mano y le digo a Agustín: estoy embarazada y me tengo que ir corriendo. Discutimos. Hice el test sola y apurada, sin previo aviso. Lo dejo con la noticia y la sorpresa. Lo dejo afuera de ese primer momento. Yo lo supe y se lo conté. Pero ¿acaso no vivimos juntos? ¿Acaso no lo hicimos juntos? Sí, pero estoy apurada. Me abraza pero sé que está enojado. Le digo que me perdone, que el apuro, que el atolondramiento, que no fue intencionado. Cuando estoy apurada hago todo junto: pis, un test de embarazo, el armado de una mochila, la caminata apretada hasta la parada del colectivo. Me dice que a la noche vamos a hablar y que no lo puede creer.

No tengo nervios. Le digo mi destino al chofer, espero a la máquina, paso la Sube y me siento. En general me pasa así: estoy llena de expectativa y ansiedad hasta que el objetivo aparece cumplido. Entonces ya lo incorporo. Es parte de mí. Viajo en el 152 y ya estoy embarazada. Estoy segura porque me habita la idea de que podría arruinarse pronto, de no ser del todo cierto, de que el embarazo se termine como el comienzo de una nueva tragedia vital. Que sea cortísimo. Le escribo a mi médico de cabecera y le pido una orden para un análisis de sangre. Le digo que creo que estoy embarazada y responde, seco y profesional, que puedo pasar por el consultorio a buscar la orden para el análisis. No agrega una carita feliz ni hace ninguna pregunta. Solo me tomo las cosas de manera personal.

Elijo el camino de la amistad: escribo un mensaje en el que uso la palabra “creo”. Creo que estoy embarazada. Mi amiga me sentencia: los falsos positivos no existen. Después me pide cautela. Le digo que por supuesto, pero en realidad siento la obstinación de eso que está prendido, agarrado, evaluando cuán viable es crecer y desarrollarse en mi vientre.

En uno de los primeros asientos del colectivo hay una mamá con su hijo de más o menos dos años. Se están matando de risa y él, a upa, se inclina con sus ojos achinados y sus cachetes rojísimos y hace volar su pelo lacio y amarillo como las tipas que empiezan a florecer en los árboles de la plaza de Retiro. Los miro y escucho sus risotadas, felices. El sol les entra directo en el abrazo. Me dejo cautivar por este espectáculo poco habitual en un colectivo, a las diez de la mañana, en la Ciudad de Buenos Aires. No puedo sacarles los ojos de encima, y cuando él se da vuelta descubro que tiene síndrome de Down. Agarra la cara de su mamá y le besa la nariz, los ojos, y después se tira de nuevo para atrás. Se ríe. No le importa el colectivo atestado, no le importan las miradas. Incorporo una posibilidad en mí. Me bajo frente a la estación de tren y lloro. Esos diez minutos en el colectivo fueron sosiego, intimidad, invasión a ese pequeño mundo privado y cotidiano. Avanzo lenta y lloro. Cruzo la calle, atravieso el hall principal de la estación y llego al andén. Pierdo el tren. Voy a ser mamá.

A esta hora de la noche

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