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Mamá a los veinte

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A mi primer novio le dije que yo nunca iba a tener hijos. Con él fui cruel y rabiosa. A los veinte, creía que los hijos representaban el cansancio y la frustración que veía en los humores y en el cuerpo de mi mamá. Me quería lejos de la vida doméstica, lejos de sus tareas, lejos de ella, de lo que ella representaba. Le decía, a ese novio dulce, joven e inseguro, que yo quería una vida profesional, un trabajo afuera de la casa, y que eso me impediría ocuparme de todo aquello de lo que, según había comprobado observando a mi propia madre, una tenía que ocuparse: las cuatro comidas, los cuadernos escolares, un matrimonio lleno de rencor; tender las camas, lavar la ropa, que nunca falte nada en la heladera; pocas palabras de aliento aunque las suficientes. Le enumeraba las tareas, una tras otra, después o antes de tener el sexo desenfadado y brutal que se tiene cuando no se piensa en la descendencia.

Teníamos veinte. Yo no quería ser madre y él me decía que eso era una pavada. Me decía que no había manera de saberlo, me decía que estaba equivocada y no me decía nada más. Un día, sin mirarme directamente, me dijo que el problema era que yo confundía la maternidad con mi mamá. Estaba lista para enfurecer y pelear pero no me dio tiempo. Me habló de su casa, de su mamá, de los dobles turnos de trabajo, de cómo la infancia se le armó con sus hermanos entre el club del barrio, la casa de sus abuelos y tíos. De cómo su mamá los buscaba al final de la jornada, de cómo la ausencia de la madre en esas horas largas le había habilitado chocolatadas y mimos, picaditos en la vereda y comidas a deshora. Me contó cómo ese reencuentro diario traía seguridad y calor. No tenés que ser tu mamá. No hace falta que seas igual o la misma, me dijo. Nada más lejos, pensé.

Pensé también en su mamá preparando kilos de milanesas en un pueblo bonaerense para mandar a las provincias en las que sus hijos ahora estudiaban carreras universitarias, pensé en los bolsos con ropa sucia de toda la semana que le apilaban los viernes cuando volvían a pasar el fin de semana en el hogar; me acordé de ella planchando en la cocina, a contrarreloj, cada domingo antes de que sus hijos la besaran, se despidieran y volvieran a la ciudad.

Mi mamá y su mamá eran del mismo pueblo, aunque la suya era mucho más joven que la mía. Y habían hecho el viaje inverso: la mamá de él se había ido de la ciudad al pueblo con su familia de muy chica; mi mamá había dejado atrás a la suya para instalarse en la capital después de cumplir los veinte. Nunca se habían cruzado y tampoco se conocían por el nombre. Nuestras mamás se parecían en la forma de felicitarse por sus hijos y de esconder. Nosotros nos parecíamos en la forma de depender, aunque la de él era más honesta. Yo agarraba a regañadientes los tuppers con guiso, sopa de verduras y choclos sin hervir que mamá me ofrecía y los dejaba en la heladera sin prestarles atención. En cambio, comía pan con manteca durante días. Él abría el paquete de las milanesas apenas llegaba con voracidad y expectativa, llamaba a algunos amigos y corría al chino a comprar aceite para la fritura y Coca Cola de dos litros para acompañar. Siempre había mayonesa en la heladera. Las milanesas de la semana duraban una comida y todos quedaban pipones.

Cuando nos acostábamos le decía que era un tonto y le preguntaba si no le parecía que ya era hora de lavarse su propia ropa y administrar mejor las milanesas. Él me decía que no. Lo que no se cuestiona no pesa. Mi mamá no me pesa. Mi mamá es la mejor. Ya vas a ver. Cuando seas mamá.

A esta hora de la noche

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