Читать книгу Hay quienes eligen la oscuridad (versión latinoamericana) - Charlie Donlea - Страница 13
ОглавлениеCAPÍTULO 1
Chicago, 30 de septiembre de 2019
LOS DOLORES EN EL PECHO habían comenzado el año anterior. En ningún momento hubo dudas sobre el origen: los provocaba el estrés, y los médicos le aseguraron que no le causarían la muerte. Pero el episodio de esta noche era particularmente angustiante; se había despertado bañado en sudor nocturno. Cuanto más se esforzaba por inhalar, más se sofocaba. Se sentó en la cama y luchó contra la sensación de ahogo. Por experiencia, sabía que el episodio pasaría. Buscó el envase de aspirinas que tenía en la gaveta de la mesa de noche y se colocó una debajo de la lengua, junto con una tableta de nitroglicerina. Diez minutos más tarde, los músculos del tórax se le relajaron y los pulmones pudieron expandirse.
No era casualidad que este último episodio de angina de pecho coincidiera con la llegada de la carta de la junta de libertad condicional que estaba sobre la mesa de noche. Había leído la carta antes de dormirse. Junto a la misiva, había una citación del juez para una reunión. Se levantó de la cama, tomó el documento y, con la camiseta empapada de sudor frío pegada contra la piel, bajó la escalera y se dirigió a su despacho. Giró la cerradura con combinación de la caja fuerte que estaba debajo del escritorio y abrió la puerta. Dentro había un montón de cartas antiguas de la junta de libertad condicional, a la que agregó la nueva.
La primera carta le había llegado hacía una década. Dos veces al año, la junta se reunía con su cliente, le denegaba la libertad y explicaba su decisión en un ensayo cuidadosamente redactado, a prueba de apelaciones y reclamos. Pero el año pasado había llegado un documento diferente. Era una carta larga del presidente de la junta, que describía en gran detalle lo impactados que estaban por el progreso de su cliente a lo largo de los años y por cómo su cliente era la definición misma de la palabra “rehabilitación”. Los dolores de pecho comenzaron después de leer la oración final de la carta, donde la junta manifestaba entusiasmo por la próxima reunión y daba a entender que a su cliente le aguardaban buenas noticias.
Esta última misiva marcaba para él la llegada de un tren pesado y lento, cargado con dolor y sufrimiento, secretos y mentiras. Ese tren siempre había sido un punto en el horizonte que nunca avanzaba. Pero ahora se agrandaba día a día y no había forma de detener su avance, a pesar de sus muchos intentos. Sentado detrás del escritorio, contempló el estante del medio de la caja fuerte. Había una carpeta llena con páginas de investigación: una exploración en la que, en momentos de angustia y dolor como los de esta noche, deseaba no haberse embarcado nunca. Sin embargo, las ramificaciones de sus descubrimientos eran tan profundas y le habían cambiado la vida de tal forma, que si no hubiese encarado esa investigación, hoy se sentiría vacío. Y la idea de que sus propias mentiras y engaños pronto podrían emerger de las sombras bajo las que habían estado escondidas durante años era suficiente para estrujarle —literalmente— el corazón.
Se secó el sudor de la frente y se concentró en llenar los pulmones de aire. Su peor temor era que su cliente quedara en libertad para continuar la búsqueda. La investigación, que no había dado resultados, se reactivaría una vez que su cliente saliera de prisión. Eso no podía suceder: tenía que hacer todo lo que estaba en su poder para impedirlo.
Solo en el despacho, sintió un nuevo escalofrío y la camiseta empapada se le pegó a los hombros. Cerró la caja fuerte y giró el dial. El dolor de pecho volvió, sintió que le oprimía los pulmones, y se echó hacia atrás en la silla para luchar contra el pánico provocado por la sensación de ahogo. Ya pasaría. Siempre pasaba.