Читать книгу Hay quienes eligen la oscuridad (versión latinoamericana) - Charlie Donlea - Страница 17

Оглавление

CAPÍTULO 5

Centro Correccional de Stateville

15 de octubre de 2019

DOSIETE ERA SU ALIAS. LLEVABA respondiendo al apodo tantos años que ya no sabía si se daría por aludido cuando lo llamaran por su nombre real. El sobrenombre se originaba en el número que le asignaron la noche en que llegó y le estamparon en grandes números negros en la espalda de su overol: 12276592-7

Los guardias de la prisión, antes de conocer el nombre de un convicto o el delito por el cual había sido encarcelado, aprendían su número. Este había sido abreviado a los dos números finales “dos-siete” y mutado con los años a lo que la mayoría de los presos y algunos guardias uniformados creían que era su apellido: Dosiete.

Entró en la biblioteca de la prisión y encendió las luces. Este era su hogar dentro de la penitenciaría, y lo comandaba desde hacía décadas. Nunca le había interesado levantar pesas e inflar los músculos como globos, ni tampoco juntarse con las bestias en el patio de la prisión para colonizarse en bandas y sectas. En cambio, se refugió en la biblioteca, entabló amistad con el anciano condenado a cadena perpetua que la manejaba y aguardó su momento. Durante el verano de 1989 el anciano comenzó a respirar con dificultad y no llegó a terminar la última década del siglo veinte. Un guardia golpeó en los barrotes de la celda de Dosiete a la mañana siguiente para informarle que el anciano había partido en libertad condicional hacia los cielos. La biblioteca quedaba al mando de Dosiete. No hagas cagadas. No las haría.

Hacía ya treinta años que regenteaba la biblioteca. En total, había cumplido cuatro décadas en prisión sin un solo incidente. Su trayectoria estelar lo había vuelto casi invisible, como los superhéroes de los libros de historietas que leía todos los meses. Despreciaba las historietas y las novelas gráficas, pero las leía igual. Lo hacían parecer más humano y ayudaban a disimular los deseos que lo seguían acechando.

Antes de la cárcel, su vida había girado alrededor de La Euforia: la sensación que lo invadía después de pasar tiempo con sus víctimas. La Euforia le había controlado la mente y había dado forma a su existencia. Era algo de lo que no podía escapar. Cuando lo atraparon, sin embargo, no tuvo más remedio que acostumbrarse a la vida en prisión. El síndrome de abstinencia fue una agonía. Deseaba intensamente esa sensación de poder y dominio que le daba La Euforia, la plenitud de la que disfrutaba cuando se colocaba el lazo alrededor del cuello y se entregaba al placer que solamente las víctimas podían brindarle.

Cuando la angustiante abstinencia se aplacó y él se resignó a la larga sentencia que lo aguardaba, buscó algo con que llenar el vacío. Pronto se le tornó evidente qué sería. El secreto que le había destruido la vida estaba sepultado en alguna parte fuera de las paredes de la prisión, y decidió pasar el capítulo final de su vida desenterrándolo.

Se sentó ante su escritorio en la biblioteca. Solamente en los Estados Unidos un hombre que había cometido tantos asesinatos podía gozar de esa libertad: un escritorio y una biblioteca entera para comandar. Pero después de décadas en este sitio, solamente unos pocos conocían su historia. Y a casi nadie le importaba. El anonimato era otro de los motivos por los cuales nunca corregía a nadie cuando lo llamaban Dosiete. Contribuía a su fachada. El mundo le había apagado la luz hacía años y solo ahora la lámpara halógena del pasado había comenzado a cobrar vida de nuevo. A solas en la biblioteca, desdobló el periódico Chicago Tribune y buscó los titulares en la página dos: A CUARENTA AÑOS DEL VERANO DE 1979, LIBERARÁN A “EL LADRÓN”.

Su mirada se posó sobre su antiguo apodo: “El Ladrón”. No podía ignorar la adrenalina que esas palabras le provocaban. Pero, al mismo tiempo, comprendía bien las desventajas de ese apodo perfecto: atraería atención sobre él y reviviría recuerdos en mucha gente. Cuando comenzaran a hablar de él en los titulares y en los programas de noticias, tendría que encontrar la forma de esquivar a los críticos y huir de la persecución y tortura mediática. Una vez que lo liberaran, necesitaría una pequeña ventana de anonimato para completar el viaje final al cual había dedicado su vida en prisión. Era un viaje que esperaba desde hacía décadas y que, como un tonto, había creído que otros podrían hacer por él. Pero El Ladrón era el único que podía desenterrar aquello que lo acosaba, el secreto que lo había arruinado.

A tantos años de su reinado de terror, sus víctimas ya no tenían rostros ni nombres. Aun cuando visitaba los rincones más oscuros de su mente y trataba de revivir esa Euforia que había sido su combustible, casi no recordaba a ninguna de las mujeres. Habían desaparecido, tanto del mundo como de sus recuerdos, borradas por el tiempo y la indiferencia.

Solamente una permanecía, vibrante, en su mente; clara y presente como si cuarenta años fueran apenas un parpadeo, un único latido del corazón. Era la que sobresalía, la que no podía olvidar. La que se le cruzaba por la cabeza durante los apacibles días en la biblioteca, y estaba presente en sus sueños de noche. Era la única a quien recordaba, y su inminente liberación le brindaría la esperada oportunidad de atar cabos sueltos con ella.

CHICAGO

Agosto de 1979

ANGELA MITCHELL MIRABA LA TELEVISIÓN con su amiga Catherine Blackwell. En el programa de noticias, una periodista estaba de pie delante de un callejón oscuro, mientras caía la noche de verano. Contra las cercas de alambre se veían contenedores de residuos y entre las rajaduras desparejas de la acera crecían malezas.

—Se confirma el secuestro de otra mujer: Samantha Rodgers, de veintidós años, vecina de Lincoln Park. Su desaparición fue informada el martes, cuando no se presentó a trabajar. Las autoridades creen que podría ser la quinta víctima de una cadena de casos similares que comenzó la primera semana de mayo y para la cual todavía no se ha encontrado explicación.

La periodista caminaba por el bulevar. Detrás de ella pasaban algunos peatones y se quedaban mirando la cámara con sonrisas bobas, sin saber la gravedad de lo que se estaba informando.

—Las desapariciones comenzaron el 2 de mayo con el rapto de Clarissa Manning. Desde entonces, otras tres mujeres fueron secuestradas en las calles de Chicago. Ninguna ha sido encontrada y se sospecha que todos los casos están relacionados. Hoy, se teme que Samantha Rodgers sea la víctima más reciente de un depredador al que las autoridades llaman El Ladrón. El Departamento de Policía de Chicago advierte a las mujeres jóvenes que no vayan solas por la calle. Además, las autoridades buscan pistas sobre las desapariciones; a tal efecto, la policía ha habilitado una línea para llamadas telefónicas.

—Cinco mujeres en tres meses —comentó Catherine—. ¿Cómo puede ser que la policía no haya encontrado al asesino?

—Algo deben saber —respondió Angela, en voz baja y contenida—. Seguramente no quieren dar detalles para que el criminal no se entere de qué es lo que saben.

El esposo de Angela entró en la habitación, apagó el televisor y le dio un beso ligero en la frente.

—Vamos, la cena está lista.

—Qué cosa tan terrible —se lamentó Angela.

Su esposo le pasó una mano por el hombro y le dio un abrazo rápido. Hizo un ademán hacia la cocina con la cabeza, e intercambió una mirada con Catherine antes de salir de la habitación.

Angela seguía contemplando la pantalla apagada. La imagen de la periodista le había quedado grabada a fuego en la mente, lo que le permitía recordar su rostro, el callejón detrás, los letreros verdes con nombres de calles a sus espaldas y hasta las expresiones tontas de los transeúntes que miraban la cámara. Era un don, pero a la vez una maldición, recordar con tanta claridad todo lo que veía. Por fin, parpadeó para alejar la imagen de la periodista de su cabeza; Catherine la tomó suavemente del codo y la llevó hacia la mesa.

CHICAGO

Agosto de 1979

LOS CUATRO —ANGELA, CATHERINE Y sus esposos— se sentaron a la mesa. Thomas, el esposo de Angela, había terminado de grillar pollo y verduras; habían optado por el aire acondicionado del comedor en lugar de cenar fuera en la terraza trasera, como había sido la idea original. El húmedo calor estival era agobiante y los mosquitos arreciaban.

—Qué pena pasar otra noche dentro —comentó Thomas—. Todo el año esperando que se vaya el invierno, y terminamos metidos aquí de todas maneras.

—Últimamente he estado fuera todo el tiempo —dijo Bill Blackwell, el esposo de Catherine—. Uno de los capataces renunció hace un par de semanas. Tuve que hacerme cargo de sus equipos, así que no tengo ningún problema en tomarme un descanso del calor.

—¿Todavía no contratamos a nadie para que lo reemplace? —preguntó Thomas.

Thomas y Bill eran socios en la empresa: construían cimientos de casas nuevas y losas de hormigón para playas de aparcamiento industriales y garajes cubiertos. Habían comenzado a los veinte años y ahora tenían una empresa mediana, con empleados sindicalizados.

—Ya envié un pedido a la agencia de empleos local y se están ocupando, pero hasta que contratemos a alguien, estoy a cargo de los empleados, lo que significa que me paso el día entero al aire libre. Y con temperaturas de 34 grados, estoy feliz de cenar adentro esta noche.

—Si te hace sentir mejor —acotó Thomas—, tuve que conducir la Bobcat esta semana porque uno de los operarios se enfermó.

—No, no me hace sentir mejor —replicó Bill—. Es mucho peor estar a cargo de los equipos de gente que manejar la Bobcat. Me han picado tantos mosquitos que creo que tengo malaria.

—Angela, ¿no te dan pena nuestros esposos tan trabajadores? —bromeó Catherine.

Angela contemplaba su plato con aire distante.

—Angela —repitió Thomas.

Al ver que no respondía, extendió el brazo y le tocó el hombro, lo que la hizo sobresaltarse y levantar la vista. Parecía sorprendida por la presencia de los demás en la habitación.

—Bill estaba diciendo lo terribles que están los mosquitos —dijo Thomas con voz alentadora—. Y que está trabajando más que yo. Necesito que mi esposa me defienda.

Angela trató de sonreír, pero solo pudo asentir ante las palabras de Thomas.

—En fin —dijo Catherine, señalando el cuello de su esposo—, si te siguen picando los mosquitos de ese modo, vas a necesitar transfusiones. ¡Parece como si te hubiera atacado Drácula!

Bill se llevó la mano al cuello.

—El aerosol para los mosquitos me provocó una reacción alérgica —explicó.

Thomas mantuvo la mano sobre el hombro de Angela, en un intento por atraerla a la conversación. Ella cubrió la mano de él con la suya y esbozó una sonrisa forzada.

—No sé si los aerosoles sirven para ahuyentar vampiros —comentó.

Esto hizo reír al grupo. Angela trató de participar de la conversación, pero tenía la imagen de la periodista grabada en la mente y no podía concentrarse en otra cosa que no fueran las mujeres que habían desaparecido ese verano.

CHICAGO

Agosto de 1979

UNA VEZ QUE LOS INVITADOS se fueron, Angela cerró la bolsa de basura y la ató. Su esposo se secó la frente con el antebrazo mientras lavaba los platos en el fregadero. Recibir gente era una experiencia nueva para ella, algo a lo que todavía se estaba adaptando. Antes de conocer a Thomas, nunca había tenido amigos cercanos ni de ninguna otra clase. Había pasado la vida excluida de las normas sociales. Los recuerdos vívidos de la niñez le recordaban por qué las amistades tradicionales eran imposibles.

Cuando Angela tenía cinco años, una niña se le acercó en el jardín de infantes para ofrecerle una muñeca e invitarla a jugar con ella. Hasta el día de hoy, Angela podía sentir la abrumadora incomodidad de que alguien se le acercara tanto y la repulsión que le provocaba la idea de tocar una muñeca que había pasado por las manos de tantos niños. Aun antes de ir a la escuela, había adoptado la costumbre de llevar sus posesiones en bolsitas de plástico con cierre para mantenerlas a salvo de gérmenes y suciedad. Sus padres habían aprendido que los berrinches de Angela —que se manifestaban como distanciamientos sensoriales intensos— se aplacaban solamente cuando tenía todas sus cosas dentro de bolsitas plásticas. La costumbre la acompañó durante la escuela primaria y la mantuvo tan aislada de las amistades como lo estaban sus posesiones del contacto con el mundo.

Recibir a Catherine y Bill Blackwell para cenar la había sacado de su zona de confort más que cualquier otra cosa en los últimos meses. Pero era bueno: le daba más normalidad a su vida. Tenía que agradecerle a Thomas esa transformación. Angela era muy consciente de cómo la miraba la mayoría de la gente, pero la tranquilizaba pensar que Thomas la aceptaba a pesar de sus peculiaridades. Con el matrimonio se le había abierto un mundo nuevo. Catherine era la primera persona a la que podía llamar amiga. En presencia de otra gente, Angela lograba controlar muchas de las rarezas que la atormentaban. Catherine había presenciado esas particularidades y las había aceptado. Como, por ejemplo, la aversión que le provocaba el contacto físico con alguien que no fuera Thomas, la angustia que le causaban los ruidos fuertes y la forma en que quedaba paralizada cuando su mente se fijaba en algo, como había sucedido esa noche después de que la periodista informó la desaparición de otra mujer. No había podido concentrarse en nada más durante el resto de la velada.

A pesar de su amistad con Catherine, Angela nunca había hecho buenas migas con Bill, su esposo, que era uno de los amigos más cercanos de Thomas. Pero eso tampoco parecía molestarle a Catherine. Almorzaban juntas con frecuencia, mientras sus esposos trabajaban.

—Fue una linda velada —dijo Thomas.

—Sí.

—Catherine y tú se han hecho buenas amigas.

—Sí. Su esposo es agradable, también.

Thomas se le acercó.

—El esposo de Catherine tiene nombre, sabes.

Angela desvió la mirada y contempló sus zapatos.

—Sé que esta noche no fue fácil para ti. Pero estuviste muy bien. Sé también que Catherine te da seguridad, pero no puedes hablar solamente con ella y conmigo. Tienes que hablar con todos los que están en la casa, aunque sea solo por buena educación.

Ella asintió.

—Y tienes que llamar a la gente por su nombre. Bill, recuérdalo. El esposo de Catherine se llama Bill.

—Lo sé —respondió Angela—. Él no me... no estoy acostumbrada a él, nada más.

—Es mi socio y un buen amigo, así que vamos a verlo con mucha frecuencia.

—Me esforzaré.

Él la besó en la frente otra vez, como había hecho cuando miraba televisión, y volvió a dedicarse a los platos.

—Llevaré esto afuera —dijo Angela, levantando la bolsa de basura cerrada.

Salió por la puerta de la cocina que daba al jardín trasero. Atravesó el cuadrado de césped y notó que la entrada de servicio al garaje estaba abierta. Estaba oscuro y la luz del garaje que salía por la puerta abierta formaba un trapecio sobre el césped. Recordó que mientras Thomas asaba el pollo, el esposo de Catherine —Bill, como acababa de recordarle Thomas— había entrado y salido varias veces del garaje. Eso la había puesto incómoda, pues el garaje estaba desordenado y lleno de trastos. A Angela le costaba mucho lidiar con el desorden y en un momento había pensado en cerrar la puerta con llave, para que el esposo de Catherine se diera cuenta de que debía quedarse en la terraza.

Cerró la puerta y salió por la cerca de alambre tejido al callejón a oscuras. Levantó la tapa del contenedor de residuos y colocó la bolsa plástica. Un gato siseó y salió disparado por entre los contenedores. Angela se sobresaltó y dejó caer la tapa; el sonoro ruido metálico reverberó por el callejón. Angela soltó un grito. Los perros del vecindario comenzaron a ladrar.

Respiró hondo y recorrió el callejón con la mirada. Un poste de luz iluminaba el final de la calle y arrojaba sombras de ramas oscilantes sobre el pavimento. En su mente, imaginó una visión satelital de los límites de la ciudad y ubicó el callejón periférico en el que se encontraba. Sus pensamientos pasaron al meticuloso diagrama que había creado, con puntos rojos en las zonas donde habían sido secuestradas las mujeres. Había marcado con resaltador amarillo el área que unía todos los puntos. Su vecindario estaba muy por fuera del pentágono coloreado.

El temblor interno se le transmitía a las manos; se inclinó, recogió la tapa del contenedor y la dejó caer en su lugar antes de entrar corriendo al jardín y a la cocina. Thomas había terminado con los platos y se oía el televisor encendido en un partido de los Cubs. Se asomó para espiar y vio a su esposo echado hacia atrás en el sillón reclinable, lo que significaba que pronto comenzaría a roncar. Sintiendo un hormigueo de adrenalina en las puntas de los dedos, se dirigió al dormitorio y se arrodilló a los pies de la cama. Abrió el baúl y extrajo el montón de recortes de periódicos y el mapa de la ciudad.

Había pasado toda la velada reprimiendo sus necesidades obsesivo-compulsivas. El control sobre sí misma, recientemente aprendido, le había sido de gran utilidad. Le había abierto la puerta a un mundo nuevo con Thomas y permitido forjar una amistad con Catherine. Pero Angela sabía que no podía ignorar por completo las necesidades de su mente ni las exigencias de su sistema nervioso central, que le pedía a gritos que organizara, armara listas y desarmara todo aquello a lo que no le encontraba sentido. Angela veía las cosas rectas y ordenadas, con afilados ángulos de noventa grados, o en total y absoluto desorden. El llamado de su mente a ordenar rigurosamente todo aquello que se no ordenaba por su propia cuenta había sido siempre muy fuerte y difícil de desoír. Pero últimamente, ese llamado era un grito que le resultaba ensordecedor. La idea de que hubiera un hombre que eludía a la policía y tenía paralizada a toda una ciudad era la definición misma del caos. Y desde que el hombre al que las autoridades llamaban El Ladrón se le había metido en la cabeza, la mente afilada e implacable de Angela no había podido pensar en otra cosa.

Llevó los recortes del periódico al pequeño escritorio de la habitación, encendió la luz y desparramó los artículos delante de ella. Volvió a leerlos por enésima vez, decidida a encontrar lo que a todos los demás se les había escapado.

CHICAGO

Agosto de 1979

ANGELA PASÓ LA MAÑANA SIGUIENTE sentada a la mesa de la cocina, rodeada de recortes de periódicos de la semana anterior relacionados con El Ladrón. Los había leído hasta tarde durante la noche, mientras Thomas dormía en el sillón reclinable. Ahora él se había ido a trabajar y Angela se había vuelto a dedicar de lleno al tema. Tenía el Tribune y el Sun-Times delante de ella y recortaba cuidadosamente con la tijera los bordes de cada artículo. Hasta había logrado conseguir un ejemplar del New York Times, que tenía un artículo sobre los sucesos de Chicago. La columna trazaba paralelismos con los asesinatos del “Hijo de Sam” de hacía tres años. Angela leyó y releyó todas las notas; se concentró en las cinco mujeres que habían desaparecido y catalogó todo lo que se había informado sobre cada una de ellas. Buscó fotografías y armó sus propias biografías. Sabía tanto sobre esas mujeres que se sentía conectada con ellas.

Se esforzaba mucho para ocultarle a Thomas la magnitud de su problema. En épocas pasadas, su trastorno obsesivo-compulsivo la había consumido, abrumándola al punto de impedirle funcionar en la vida cotidiana. En los momentos más oscuros, el trastorno la había atado a la necesidad de completar tareas redundantes que su cerebro consideraba necesarias. Y cuanto más intentaba liberarse de esa catarata de tareas innecesarias, más paranoica se volvía creyendo que algo terrible sucedería si cortaba el ciclo de acciones sin sentido. Esa paranoia se alimentaba a sí misma hasta que Angela se perdía dentro de ella.

Sentía ahora que esa succión en su interior volvía a aparecer y comprendió que tendría que domar esta repentina obsesión si no quería tener una recaída. Pero perdía toda voluntad cuando su mente se enfocaba en las mujeres desaparecidas y el hombre anónimo que las asesinaba. Ella creía que podría encontrar una conexión entre las víctimas, aunque todavía no estaba segura de qué haría con su descubrimiento. Informar a las autoridades, tal vez. Pero no quería apresurarse. Adentrarse en el futuro hacía que su mente se entregara a alocadas especulaciones y eso le causaba temor y ansiedad. Si Thomas notaba que otra vez estaba arrancándose las pestañas y las cejas, se imaginaría una recaída, lo que llevaría a que ella tuviera que volver a terapia. Sería el fin de su investigación. No podía permitir que sucediera. Las mujeres que la miraban desde los recortes de periódicos merecían su atención y Angela no tenía la fuerza suficiente como para ignorarlas.

Una vez que tuvo los recortes catalogados y ordenados, los guardó en las carpetas y volvió a colocar todo en el baúl a los pies de la cama. Eran las diez de la mañana cuando se llevó la taza de café al garaje, junto con dos sándwiches caseros envueltos en papel de aluminio. El garaje era una construcción separada de la casa estilo bungalow, con espacio para dos coches. Un sendero de cemento llevaba desde la terraza junto a la cocina hasta la puerta de servicio en la parte posterior. El portón principal del garaje daba al callejón. La noche anterior, Angela había permitido que su imaginación se desbocara imaginando pesadillas en las sombras cuando un gato saltó entre los contenedores de residuos. Esta mañana brillaba el sol y ya no sentía miedo.

Entró por la puerta de servicio y oprimió el botón de apertura automática del portón, lo que hizo que se levantara ruidosamente para dejar entrar la luz del sol. Como casi nunca iba al garaje, el lugar era incongruente con el resto de su hogar. Si el espacio le perteneciera a ella en lugar de a Thomas, lo tendría ordenado meticulosamente del modo en que necesitaba tener todo en su vida. Pero en cambio, era un caos de estantes abarrotados de libros vetustos y cajas polvorientas; había latas de pintura manchadas, de cuando Thomas y ella habían pintado el dormitorio; herramientas para reparar los coches, que Thomas apilaba en un rincón, y un viejo sofá que tenían pensado vender, pero nunca lo habían hecho. Estaba sucio y lleno de polvo, cubierto de revistas y periódicos viejos. Eso era lo que se había propuesto ordenar esa mañana.

El miércoles era el día en que se recogían los residuos voluminosos y Angela pensaba arrastrar el viejo sofá hasta el callejón para que los recolectores se lo llevaran. Los sándwiches eran su soborno para que los muchachos accedieran a llevarse algo tan pesado.

Comenzó por arrojar las revistas y los periódicos viejos a la basura. Al cabo de diez minutos, había liberado el sofá. Posicionándose cerca de la entrada del garaje, lo sujetó del apoyabrazos y jaló. Como era pesado, el avance fue lento; después de diez minutos, lo tuvo en el callejón. Faltaban cinco metros para llegar a la zona de recolección, pero estaba agotada. Entró en el garaje para recuperar el aliento y las fuerzas.

Mientras respiraba hondo, observó los estantes atestados; sabía que a Thomas no le gustaría que llevara su obsesión por el orden al garaje; le había dicho que solo sacaría el sofá para que se lo llevaran. Pero al ver los estantes tan desordenados, sintió un cosquilleo en los dedos de las manos. Se puso a inspeccionar los objetos y encontró cosas cuya existencia ya no recordaba: vajilla de antes de casarse y decoraciones navideñas que nunca habían utilizado.

En otro grupo de estantes, tropezó con viejos regalos de boda que no les habían resultado prácticos ni les habían gustado. Vio una cesta de picnic con compartimentos para botellas de vino en ambos extremos. Nunca en su vida había salido de picnic, y la idea de beber vino sentada en el césped lleno de insectos le erizaba el pelo de la nuca. Levantó la tapa de la cesta y algo le llamó la atención. Miró más de cerca y vio que era un alhajero delicado.

Recorrió el garaje con la mirada y luego el callejón, como si acabara de descubrir un tesoro oculto y temiera que otra persona se enterara del secreto. Extrajo el alhajero del fondo de la cesta y lo abrió. Un rayo de sol matutino que entraba por la ventana lateral del garaje iluminó los brillantes del collar, resaltando el peridoto verde al que rodeaban. No era la primera vez que Thomas hacía compras extravagantes. Lo había hecho en el pasado y faltaba solamente una semana para el cumpleaños de ella. Se sintió culpable por haberle estropeado la sorpresa.

—¿Necesita ayuda?

La voz profunda y desconocida la hizo sobresaltarse. Dejó caer el collar dentro de la cesta y se volvió para encontrarse cara a cara con un desconocido. Un leve gemido escapó de su boca. El hombre estaba en el callejón, junto al sofá, pero ella sentía su presencia mucho más cerca. La luz del sol le oscurecía los ojos y lo iluminaba desde atrás, recortándole la silueta. Su sombra se extendía por el suelo del garaje, tan cerca de ella que se le puso la piel de gallina.

—Parece que se quedó a medio camino.

—No, no —dijo Angela sin pensar, mientras retrocedía hacia la puerta de servicio detrás de ella. Como regla general, evitaba mirar a los ojos siempre que fuera posible. Pero los huecos renegridos en el rostro del hombre eran demasiado misteriosos como para poder ignorarlos.

—La ayudo a empujarlo hasta la zona de recolección, si quiere —dijo el hombre—. Lo sacó para que se lo lleven, ¿verdad?

Angela negó con la cabeza. Pensó en las biografías de las mujeres desaparecidas que había armado. En los artículos que había estudiado. En el mapa de la ciudad que había marcado con los puntos de los secuestros y el pentágono amarillo que resaltaba la zona a evitar. Sintió el mismo temor que la noche anterior cuando el gato había salido de entre los contenedores. Había percibido una presencia extraña y había corrido de regreso a la casa antes de procesar la sensación. Y desde entonces, se había esforzado para aislar esa idea, suprimir el pensamiento de que había habido alguien en el callejón, observando desde las sombras. Si pensaba en eso y dejaba que el miedo encendiera las chispas de su trastorno de ansiedad, se volvería loca. Una vez que el fuego comenzaba a arder, ya no había forma de apagarlo.

Unos años antes, un pensamiento desconectado como ese habría activado un estado de paranoia y obsesión que habría durado semanas y la habría hecho encerrarse en la casa y revisar las cerraduras constantemente, levantarse de noche para asegurarse de que las ventanas estuvieran trabadas y levantar el teléfono cien veces para ver si funcionaba y había tono de llamada. Pero últimamente había trabajado mucho para forjarse una vida nueva y no estaba dispuesta a permitir que el funcionamiento complicado de su mente se la arruinara. Pero ahora, con los ojos fijos en el hombre que estaba en el callejón, deseó haber prestado más atención al presentimiento ominoso de la noche anterior.

—Ahora viene mi esposo y me ayudará a empujarlo la distancia que falta —logró decir.

El hombre miró por detrás de Angela, hacia la puerta, y señaló la casa.

—¿Su esposo está en casa?

—Sí —respondió Angela con demasiada rapidez.

El hombre dio un paso en dirección a la entrada del garaje, lo que hizo que su sombra oscura se levantara del suelo y trepara por las piernas de Angela.

—¿Seguro que no la puedo ayudar?

Angela retrocedió, se volvió y salió por la puerta de servicio al jardín trasero. Corrió hacia la cocina y giró la manija de la puerta con desesperación hasta lograr abrirla y refugiarse en la casa. Cerró con llave de inmediato y espió por un lado de las cortinas. El hombre estaba junto al sofá abandonado, mirando por la puerta abierta del garaje en dirección a la casa. Por encima de los latidos que le atronaban en los oídos, Angela oyó los frenos chirriantes del camión de los residuos cuando dobló por el callejón. El desconocido miró hacia atrás y se alejó rápidamente al ver acercarse el camión.

A Angela le temblaban las manos. No pudo salir a hablar con los recolectores y llevarles los sándwiches para que retiraran el sofá. Corrió al baño, levantó la tapa del retrete y vomitó hasta que se le llenaron los ojos de lágrimas y sintió dolor en el esternón.

Hay quienes eligen la oscuridad (versión latinoamericana)

Подняться наверх