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CAPÍTULO 2

Chicago, 1 de octubre de 2019

RORY MOORE SE COLOCÓ LOS lentes de contacto, revoleó los ojos y parpadeó para enfocar la vista. Detestaba la visión que le brindaban las gafas comunes, gruesas como fondos de botella: un mundo curvo y distorsionado. Los lentes de contacto le daban una afilada claridad, pero no la sensación de protección que experimentaba detrás del grueso marco, por lo que había optado por un término medio. Cuando sintió que los lentes de contacto se le habían acomodado en los ojos, se colocó un par de gafas sin aumento y se ocultó detrás del plástico como un guerrero tras un escudo. Para Rory, cada día era una batalla.

Habían quedado en encontrarse en la biblioteca Harold Washington sobre la calle State; media hora después de enfundarse en su armadura protectora —gafas, gorro de lana bien calzado, abrigo abotonado hasta la barbilla con el cuello levantado—, Rory descendió del coche y entró en la biblioteca. Las reuniones iniciales con clientes siempre se llevaban a cabo en sitios públicos. Desde luego, la mayoría de los coleccionistas tenía inconvenientes con este arreglo porque les significaba sacar sus preciados trofeos a la luz. Pero si buscaban a Rory Moore y su talento para la restauración, tenían que seguir sus reglas.

La reunión de hoy requería más atención de lo normal, ya que era un favor que le hacía al detective Ron Davidson, que no solo era un buen amigo, sino también su jefe. Como este era un trabajo adicional que hacía, o como a muchos les gustaba decir (para fastidio de ella) un “pasatiempo”, de algún modo la hacía sentirse honrada que Davidson se lo hubiera pedido. No todos comprendían la personalidad complicada de Rory Moore, pero con el paso de los años, Ron Davidson había penetrado la armadura y se había ganado su admiración. Si él le pedía un favor, Rory no lo pensaba dos veces.

Al atravesar las puertas de entrada, reconoció de inmediato la muñeca Kestner de porcelana que estaba dentro de una caja alargada en brazos del hombre que aguardaba en el vestíbulo. En un abrir y cerrar de ojos, la mente de Rory evaluó al caballero con la velocidad de un rayo: cincuenta y tantos años, rico, profesional (empresario, médico o abogado), bien afeitado, zapatos lustrados, chaqueta deportiva sin corbata. Descartó la opción de médico o abogado. Era un empresario pequeño. Seguros, o algo similar.

Respiró hondo, se acomodó las gafas sobre el rostro y se le acercó.

—¿Señor Byrd?

—Sí —respondió el hombre—. ¿Rory?

Desde su estatura de más de un metro ochenta, contempló el metro cincuenta y ocho de Rory, aguardando una confirmación. Ella no se la dio.

—Veamos qué es lo que tiene —dijo señalando la caja con la muñeca de porcelana antes de dirigirse al sector central de la biblioteca.

El señor Byrd la siguió hasta una mesa en un rincón. Había poca gente en la biblioteca a esa hora de la tarde. Rory palmeó la mesa y el señor Byrd apoyó la caja sobre la superficie.

—¿Cuál es el problema? —quiso saber Rory.

—Esta muñeca es de mi hija. Fue un regalo cuando cumplió cinco años y siempre estuvo impecable.

Rory se inclinó sobre la mesa para poder ver mejor la muñeca a través del plástico transparente de la parte superior de la caja. La cara de porcelana estaba rajada en el medio; la rajadura comenzaba a la altura del cabello, cruzaba el ojo izquierdo y bajaba por la mejilla.

—Se me cayó —se lamentó el señor Byrd—. No puedo creer que se me haya roto.

Rory asintió.

—¿Me permite verla?

Él empujó la caja hacia ella. Rory levantó la tapa. Inspeccionó la muñeca dañada como un cirujano examina al paciente anestesiado que tiene sobre la mesa del quirófano.

—¿Se rajó o se rompió? —preguntó.

El señor Byrd buscó en el bolsillo y extrajo una bolsita plástica que contenía pequeños trozos de porcelana. Rory notó que tragaba con esfuerzo para controlar sus emociones.

—Aquí está todo lo que encontré. El suelo era de madera, así que creo que recuperé todos los trocitos.

Rory tomó la bolsa y analizó las esquirlas. Volvió a la muñeca y pasó los dedos suavemente sobre la porcelana fracturada. La rajadura era pareja y sencilla de unir. La restauración de la mejilla y la frente podía quedar impecable. No así el hueco del ojo. Restaurarlo requeriría de todo su talento y era probable que necesitara ayuda de la única persona que era mejor que ella en restauración de muñecas. La parte quebrada seguramente estaría en la parte trasera de la cabeza. Esa reparación también sería difícil debido al cabello y el tamaño diminuto de las esquirlas que estaban en la bolsita plástica. Decidió no extraer la muñeca de la caja hasta estar en su taller, por temor a que se desprendieran más trozos de porcelana de la parte quebrada.

Asintió lentamente, con la mirada fija en la muñeca.

—La puedo reparar.

—¡Qué maravilla! —exclamó el señor Byrd, aliviado.

—Dos semanas. Un mes, quizá.

—El tiempo que necesite.

—Le informaré el costo una vez que empiece el trabajo.

—No me importa lo que cueste si la puede reparar.

Rory volvió a asentir. Colocó la bolsita plástica dentro de la caja, cerró la tapa y volvió a poner la traba.

—Voy a necesitar un teléfono donde ubicarlo —dijo.

El señor Byrd extrajo una tarjeta y se la entregó. Rory le dirigió una mirada antes de guardarla en el bolsillo: GRUPO ASEGURADOR BYRD. WALTER BYRD, PROPIETARIO.

Cuando Rory se disponía a levantar la caja para irse, el señor Byrd apoyó una mano sobre la de ella. Rory nunca había tolerado bien el contacto físico con desconocidos y estuvo a punto de dar un respingo.

—La muñeca pertenecía a mi hija —dijo él en voz baja.

El uso del tiempo pasado llamó la atención de Rory, que levantó la vista de la mano de él hacia sus ojos.

—Falleció el año pasado —reveló el señor Byrd.

Rory se sentó lentamente. Una respuesta normal podría haber sido Lo siento mucho. O, Ahora comprendo por qué la muñeca significa tanto para usted. Pero Rory Moore era cualquier cosa menos normal.

—¿Qué sucedió? —preguntó.

—La asesinaron —respondió el señor Byrd, retirando la mano y sentándose frente a ella—. Creen que fue estrangulada. Dejaron su cuerpo en Grant Park en enero pasado y cuando la encontraron estaba casi congelada.

Rory contempló la muñeca Kestner recostada en la caja, con el ojo derecho cerrado pacíficamente y el izquierdo abierto, con una profunda fisura en la órbita. Comprendió de pronto por qué estaba allí y por qué el detective Davidson había insistido tanto en que aceptara esta reunión. Era un anzuelo al que sabía que Rory no podría resistirse.

—¿Nunca encontraron al asesino? —preguntó.

El señor Byrd negó con la cabeza y bajó la mirada hacia la muñeca.

—Nunca tuvieron ni una pista para seguir. Los detectives ya no me devuelven los llamados. En cierto modo, abandonaron el caso.

La presencia de Rory en la biblioteca demostraba lo erróneo del razonamiento del señor Byrd, ya que Ron Davidson había sido el que la había convencido para que viniera.

El señor Byrd la miró.

—Mire, esto no es algo armado. El otro día tomé la muñeca de Camille porque extrañaba tremendamente a mi hija y sentí la necesidad de sujetar algo que me hiciera recordarla. Se me cayó y se rompió. No me atreví a contárselo a mi esposa porque me siento culpable y sé que a ella la deprimiría mucho. Esta muñeca fue la preferida de mi hija durante toda su infancia. Así que, por favor, créame que quiero que la restaure. Pero el detective Davidson me habló de lo reconocida que es usted en esta ciudad y en otras por su trabajo de reconstrucción forense. Estoy dispuesto a pagarle lo que sea necesario para que reconstruya el crimen y encuentre al asesino que le quitó la vida a mi hija.

La mirada del señor Byrd penetró la armadura protectora de Rory, lo que fue demasiado para ella. Se puso de pie, tomó la caja de la muñeca y se la colocó debajo del brazo.

—La muñeca me tomará un mes. Lo de su hija, mucho más tiempo. Haré unas llamadas y luego me pondré en contacto con usted.

Abandonó la biblioteca y salió a la tarde otoñal. En cuanto el padre de Camille Byrd utilizó el pasado para describir a su hija, Rory sintió ese cosquilleo tenue en la mente. Ese imperceptible pero siempre presente susurro en los oídos. Un murmullo que su jefe sabía perfectamente bien que no podría pasar por alto.

—Eres un verdadero hijo de puta, Ron —murmuró en la calle. Se había tomado un descanso de su trabajo como reconstructora forense, unas vacaciones programadas que se obligaba a tomarse de vez en cuando para evitar el agotamiento y la depresión. Esta última licencia había sido más larga que las demás y comenzaba a fastidiar a su jefe.

Mientras caminaba por la calle State en dirección al coche, con la muñeca rota de Camille Byrd bajo el brazo, comprendió que se le habían terminado las vacaciones.

Hay quienes eligen la oscuridad (versión latinoamericana)

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