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CAPÍTULO 8

Chicago, 16 de octubre de 2019

RORY DETUVO EL COCHE FRENTE a su casa de estilo bungalow y lo aparcó en la calle, entre los automóviles de sus vecinos. Eran poco más de las once de la noche y se sentía bien luego de haber visitado a Greta. No siempre le sucedía eso después de dejar a la anciana.

La enfermedad de Alzheimer y la demencia senil le habían robado casi toda su esencia, convirtiéndola a veces en una anciana mala que escupía insultos, como un marinero ebrio, e instantes después balbuceaba incoherencias. A pesar de la ferocidad de ese lado negativo, Rory lo prefería antes que ver a su tía hecha un fantasma con los ojos vacíos, como sucedía a veces cuando la visitaba. Toleraba bien cada una de sus personalidades porque, en ocasiones como hoy, aparecía un atisbo de la mujer a la que ella había querido toda su vida. Había sido una buena noche.

El perro del otro lado de la calle ladró cuando Rory subió los escalones y abrió la puerta principal después de recoger la correspondencia. Dejó el montón de sobres y el informe de la autopsia de Camille Byrd sobre la mesa de la cocina y extrajo un vaso del armario.

El estante del medio de refrigerador contenía seis botellas de cerveza negra Three Floyds Dark Lord, una marca muy difícil de encontrar que Rory conseguía a través de un contacto en el vecino estado de Indiana. Las guardaba con la etiqueta hacia delante y ordenadas en hileras impecables, como correspondía. Extrajo una de la hilera frontal, la abrió, se sirvió en un vaso alto y le añadió un toque de licor de grosellas. Con contenido alcohólico de quince por ciento, la cerveza era más fuerte que la mayoría de los vinos y con solo un par de vasos se obtenía el efecto deseado. Sentada a la mesa de la cocina, empujó la correspondencia hacia un lado y tomó el sobre que le había entregado el detective Davidson. Bebió dos tragos generosos de cerveza y abrió la carpeta en la primera hoja del informe de la autopsia.

Al momento de su muerte, Camille Byrd tenía veintidós años y se había graduado recientemente de la Universidad de Illinois. Había terminado los estudios en mayo y estaba buscando trabajo en el área de su especialidad, que era Comunicaciones. Vivía en Wicker Park con dos compañeras. El médico forense determinó que la causa de muerte había sido estrangulamiento manual. Forma de muerte: femicidio. Sin evidencias de abuso sexual.

Dos tragos más de cerveza y Rory volteó la página. Leyó todo lo que había descubierto el médico forense: signos clásicos de asfixia, líquido sanguinolento en las vías aéreas, edema en los pulmones, petequias en la piel y hemorragias subconjuntivales en los ojos. Magullones graves en el cuello, junto con fractura de hueso hioides y de laringe, lo que confirmaba el estrangulamiento. La presencia de marcas de dedos no dejaba duda alguna. Rory estudió una de las fotos de la autopsia y volvió a leer los hallazgos. Camille Byrd había desaparecido una noche y el cuerpo había sido encontrado a la madrugada siguiente. El rigor mortis y la lividez llevaron a la conclusión de que había muerto unas veinticuatro horas antes del descubrimiento del cadáver. El asesino de Camille Byrd había sido rápido. Se encontraron leucotrienos B4 en muestras de piel, lo que indicaba que los magullones en el cuello habían sido producidos antes de la muerte y quedarían presentes siempre, ya que la capacidad del cuerpo de sanarse a sí mismo se había extinguido con el último aliento de Camille.

Rory pasó una hora en silencio en su casa, leyendo el resto del informe forense antes de dedicarse a las notas de los detectives. El informe médico había sido realizado en computadora, pero la División de Homicidios del Departamento de Policía de Chicago todavía trabajaba con formularios manuscritos. Abrir la carpeta fue toparse con caligrafía desordenada y difícil de leer. Rory estaba segura de que debía existir una relación freudiana entre la caligrafía atroz de los detectives varones y el vínculo de estos con sus madres, como si esas letras infantiles fueran evidencia de la necesidad de atención permanente de los hombres.

Durante la siguiente hora, y con la compañía de otra cerveza con licor de grosellas, leyó sobre la vida de Camille Byrd, desde su infancia hasta el día en que desapareció y la madrugada en que hallaron su cuerpo congelado en Grant Park. Tomó notas de una sola oración, con interlineado sencillo, hasta que llenó una página entera. A diferencia de la caligrafía de los detectives, la cursiva de Rory era perfecta. Sin embargo, con muy poco espacio entre oraciones y pocos signos de puntuación, estaba segura de que el resultado era tan indescifrable como la escritura de los detectives.

Cuando cerró la carpeta, comprendió que estaba muy lejos de conocer a Camille Byrd lo suficiente como para encontrar las respuestas que buscaba, pero el trabajo de esa noche era un comienzo. Dejó la carpeta a un lado y cerró los ojos. Calmó la mente y dejó que los hechos pasaran a primer plano. Esa noche, soñaría con Camille Byrd como siempre soñaba con las víctimas a las que estudiaba. Así era como comenzaba cada reconstrucción. Elegía cada caso con mucho cuidado y le dedicaba toda su atención hasta que llegaba a su conclusión y entregaba todo a los detectives para que terminaran el trabajo.

Después de veinte minutos de meditación, abrió los ojos y respiró hondo. Llevó los documentos a su despacho y los acomodó ordenadamente sobre el escritorio. Extrajo la fotografía de 20 x 30 de Camille y la pinchó en la plancha de corcho sobre la pared. La plancha estaba marcada con agujeritos de reconstrucciones previas; con el correr de los años, había contado muchas historias trágicas. Esa noche los ecos de aquellas historias no se hacían oír; la atención de Rory estaba fija en la foto de Camille Byrd, que le devolvió la mirada desde algún lugar fuera del universo, aguardando su ayuda.

Rory apagó las luces al salir del escritorio. Con la casa a oscuras, tomó otra cerveza del refrigerador y se dirigió a su estudio. Este contenía solo luces indirectas posicionadas cuidadosamente. El primer interruptor que accionó le dio vida a los estantes empotrados y a las dos docenas de muñecas antiguas de porcelana sobre ellos. Las tres luces de cada estante, perfectamente alineadas, dejaban a cada muñeca en una combinación perfecta de luz y sombras. El rostro de porcelana de cada una de ellas tenía un brillo mágico que resaltaba la perfección del color y el lustre.

Había exactamente veinticuatro muñecas en los estantes. Cualquier número inferior a ese dejaba un vacío que carcomía a Rory por dentro hasta que lo llenaba. Lo había intentado antes: quitar una muñeca sin sustituirla por otra. El espacio vacío le creaba un desequilibrio mental que no la dejaba dormir ni pensar de manera racional. Ese fastidio continuo desaparecía, según descubrió Rory, cuando llenaba el espacio con otra muñeca para que los estantes quedaran completos. Se había amigado con ese trastorno obsesivo hacía varios años y ya no luchaba contra él. Lo había tenido desde niña, cuando estaba en la casa de la tía Greta contemplando las estanterías llenas de muñecas. La pasión de Rory por la restauración se había originado en su infancia, durante los veranos pasados con Greta, reparando muñecas rotas hasta que quedaban perfectas. Hoy, el estudio de Rory tenía el mismo aspecto desde hacía más de una década y era una réplica de la casa de la tía Greta que recordaba de la infancia, con los estantes llenos de sus restauraciones más triunfales. Sin un espacio libre.

Debajo de cada estante había una gaveta poco profunda, en la que estaban las fotografías del “antes” de cada muñeca. Las fotografías brillosas de 20 por 30 centímetros mostraban caras rayadas, ojos faltantes, quebraduras por las que asomaba el relleno, vestimenta manchada, miembros superiores o inferiores faltantes y porcelana descolorida. Había un gran contraste con las impecables muñecas que Rory había devuelto a la vida con gran pericia y meticulosidad.

Sentada ante la mesa de trabajo, encendió la lámpara de cuello flexible y dirigió el haz de luz hacia la muñeca Kestner que el padre de Camille Byrd había utilizado para convencerla de reconstruir la muerte de su hija. Bebió otro trago de cerveza y comenzó la revisión de rutina. Fotografió los daños desde todos los ángulos y terminó con una fotografía de la muñeca de cuerpo entero recostada sobre la mesa, que se convertiría en la imagen del “antes” de la restauración.

El bienestar que le provocaba la cerveza, sumado a la emoción de un proyecto nuevo —tanto el de la muñeca como el de la propia Camille— fueron suficientes para penetrar las profundidades de su mente y distraerla del montón de carpetas que aguardaban en la oficina de su padre. Y también de la imagen de su padre muriendo solo en su casa.

Hay quienes eligen la oscuridad (versión latinoamericana)

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