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El control nuestro de cada día…, o la metodología del «goteo»

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Tal vez las tácticas más desembozadas y fáciles de individualizar son aquellas que utilizan como metodología predominante el control.

Cuando hablo de control como táctica de poder me refiero a aquel control que va más allá de las medidas indispensables para mantener la organización económica familiar dentro de un orden que permita la planificación. Me refiero al control monopolizado por un solo miembro quien, gracias a dicho control, detenta prácticamente toda la información acerca de lo que circula en la familia. Se trata de un control excesivo que ejerce quien dispone del dinero, colocando a la otra persona en un lugar de dependencia y demanda. Es un control que no da lugar a las autonomías compartidas y donde el otro —supuestamente un adulto— no tiene más opción que aceptar y perpetuar una postura infantil de reclamo y queja. Reclamo y queja que, al cristalizarse, envuelven a quien los efectúa con un manto de irresponsabilidad. Me refiero a ese control asfixiante que genera las mejores condiciones para que el controlado descargue sobre el controlador todo el peso de su inercia. Ese control opresor lleva en sí el germen de la evasión y la transgresión. Es el control que encubre su autoritarismo esgrimiendo razones muy intelectuales de «conocimiento, eficiencia y autoridad profesional», como cuando algunos sostienen que controlan el dinero porque «son los que saben». En definitiva, se trata del control que atenta contra la posibilidad de que el otro también sea una persona y lacera, sin prisa pero sin pausa, sus aptitudes para desarrollar una autonomía que lo haga sentir digno y, al mismo tiempo, respalde y justifique su adultez.

En lo que a dinero se refiere son muy diversas las maneras de poner en práctica este control del que hablamos. Tal vez una de las más frecuentes es aquella que consiste en hacer efectiva la provisión de dinero por medio de lo que podríamos llamar la metodología del goteo. Esta metodología se caracteriza por no dar nunca más dinero que el estrictamente indispensable; por hacerlo efectivo después que surge la necesidad, evitando todo anticipo que otorgue algún grado de libertad a quien lo requiere; por esperar generalmente el reclamo del otro, cuya demanda reiterada lo coloca siempre en una situación desventajosa; por ser muy sensible a fluctuaciones inesperadas que dependen en gran medida del estado de ánimo de quien otorga o del momento particular que atraviesa la relación. A menudo, este «goteo» se concreta por las mañanas, en la mesa de luz (cuya cercanía con la cama y la noche nos trae reminiscencias de otros contratos) o en el momento de poner la llave en la puerta, cuando el varón, ya casi olvidado del insignificante trámite de dejar dinero, está preparándose para las «grandes cosas de la vida» que para él casi siempre suceden fuera del ámbito doméstico.

También se caracteriza por la irrupción, totalmente inesperada dentro del marco habitual en donde el dinero fluye con dificultad, parsimonia y estancamiento, de una ofrenda extraordinaria que por exclusiva decisión de aquel que dispone, surge al escenario como un acto de generosidad digna de la mayor admiración. No son pocos los maridos (en aquellos sectores sociales de mayor disponibilidad económica) que haciéndose rogar por el dinero cotidiano hacen gala —inesperadamente— de regalos exorbitantes (algún electrodoméstico, joya, abrigo de piel, viaje, etc.) decidido a puro arbitrio suyo, con lo que logran descalificar las quejas de sus mujeres que, ante tanta magnificencia, quedan ante los ojos de los demás —y a los suyos propios— como las «gatas floras»23 que se quejan de llenas.

La metodología del goteo es un filtro de dinero que permite dejar, del lado de quien dispone, el derecho a tomar las decisiones y, del otro lado, como única alternativa, la resignación.

Esta técnica del goteo suele fundamentarse en la convicción de que el otro, por lo general la mujer, es un individuo que carece de capacidad organizativa y cuya demanda insaciable obliga a que se le ponga control; al mismo tiempo se la debe proteger, ya que de lo contrario caería víctima de su propia imprevisión, igual que los niños. Esta comparación con los niños no es un invento arbitrario de mi imaginación. Las mujeres y los niños con frecuencia han sido ubicados en el mismo rubro: el rubro de los dependientes. Rubro compartido a veces con los viejos y los incapacitados. El Código Civil Argentino da cuenta en varios de sus artículos de una convicción profundamente arraigada en nuestra sociedad. Convicción según la cual, todos los que por distintos motivos (evolutivos, de salud o sexo) son considerados como minusválidos caen bajo la protección —sujeción— del varón.24

La minusvalía se convierte en el fundamento que justifica la protección. En relación con los niños, cumple el objetivo de preservar un espacio-tiempo que posibilite el desarrollo de posteriores capacidades que, en el futuro, los habilitarán como adultos capaces e independientes. En el caso de las mujeres, esta protección resulta contraproducente y genera el fenómeno opuesto: cuando una persona adulta no ha podido desarrollar sus capacidades de independencia, dicha protección cumple la función de obstruir cualquier capacitación en ese sentido. Si de niños se trata, debemos pensar que el método del goteo sólo es pertinente y eficiente con aquellos niños cuya edad aún no los capacita para los cálculos elementales de suma y resta, o para aquellos otros con serias deficiencias madurativas cuyo deterioro imposibilita un contacto adecuado con la realidad. Resulta sorprendente comprobar una marcada tendencia de los padres a proveer a sus hijos de dinero según esta metodología del goteo, aun cuando se trate de niños en edad de sumar y restar y sin ningún deterioro madurativo.

Evidentemente se trata de una manera de ejercer un poder que se manifiesta indirectamente al generar las condiciones para coartar el desarrollo de su autonomía y limitar la adquisición de criterios propios y el desarrollo de capacidades organizativas. Viene a relación aquel conocido relato en que un niño hambriento junto a un río pide a su padre que le pesque un pez con que satisfacer su hambre. El padre, en lugar de acceder a su pedido, le enseña a servirse de la caña de pescar abriendo así una puerta más a su independencia. Pero no todos los mayores desean la autonomía de sus hijos. Tampoco todos los hombres desean la de las mujeres, como no todas las mujeres han llegado a tomar conciencia de que sólo transitando el camino de la autonomía es posible llegar a ser personas.

La metodología del goteo contribuye a perpetuar un juego mutuo de poder y dependencia. Juego que se repite día a día y que aparece en diálogos tan frecuentes como el que sigue:

—Querido, ¿me das dinero?

—¿Otra vez? ¡Pero si te di ayer!

—Es que no me alcanzó.

—¿En qué lo gastaste?

La repetición de este diálogo es de por sí sintomática. Diáfano y encubridor a la vez, pone en evidencia con claridad sospechosa un aprisionamiento mutuo. Una mujer que acepta el «gota a gota» y un hombre que tolera el reclamo «día a día». Ambos hartos. Ambos tesoneros en la repetición de su rol. Ambos perpetuando la ineficiencia de un gasto de energías que podrían tener mejor destino. Este diálogo muestra a dos personas atrapadas en un forcejeo mutuo que los encuentra al día siguiente en el mismo lugar que el anterior. No adelantaron nada. No cambiaron nada. Simplemente repitieron, haciendo del futuro una copia fiel del pasado. ¡Extraña manera de frenar el tiempo! ¡Pero no las arrugas! El futuro los encontrará viejos pero iguales, habiendo recorrido un trayecto de mutua opresión.

¿Qué encubre tanta diafanidad? Tal vez más de lo que podamos desentrañar aquí. Sin embargo, si intentáramos hacerlo, podríamos esbozar tres aproximaciones que descubren, en distintos niveles de profundidad, diferentes aspectos de la compleja dinámica contenida en este diálogo.

En primer lugar, lo menos que podemos decir es que este diálogo reedita aquellas situaciones infantiles en donde uno era muy grande y el otro era muy chico… y la distancia entre ambos, enorme. Una distancia marcada por la edad, por la dependencia irremediable del más chico y por la jerarquía adscripta al rol del más grande que lo convertía en autoridad indiscutida e incuestionable. Reedita aquellas situaciones infantiles donde el chico pedía y el grande otorgaba (o no); donde el chico reclamaba y el grande se hacía rogar; donde el chico irritaba y el grande se exasperaba. Reedita un diálogo desigual. Desigual en tamaño, desigual en recursos y desigual en poder. Es un diálogo que fundamentalmente reedita la desigualdad de la dependencia.25

Una segunda aproximación nos lleva a ahondar en esto de la jerarquía, es decir, en lo que supone concebir las diferencias (cualesquiera que ellas sean) desde la óptica de la superioridad. En otras palabras, a pensar que las diferencias entre niños y adultos, mujeres y hombres, negros y blancos, pobres y ricos, son diferencias jerarquizadas que definen a unos como inferiores y a otros como superiores. Diferencias que se institucionalizan al decretar la dependencia de los primeros y el poder de los segundos como una consecuencia supuestamente «natural» de los lugares en que son ubicados por edad, género, raza o posición económica. Esta concepción jerárquica está implícita en el diálogo que contiene el cotidiano pedido de dinero, porque uno de ellos se arroga el derecho de decidir por los dos al disponer de los recursos que pertenecen a ambos.

Finalmente, como en una película que anticipara las escenas finales, podemos suponer (y comprobar en nuestra realidad circundante) algunas de las consecuencias derivadas de instaurar y perpetuar una relación signada por el poder no compartido. Mientras algunos hombres se arrogan el espacio de poder (y quedan prisioneros de la responsabilidad de proteger en nombre del poder que detentan), las mujeres de esos hombres, instaladas en la aceptación de la dependencia, usufructúan la comodidad que deriva del ser protegidas. Pero como no hay nada perfecto y todo tiene su coste, los hombres y las mujeres sangran por sus heridas en la repetición de un diálogo que encubre ilusorias pretensiones mutuas. Ellos, la de ejercer un poder que no sea cuestionado ni genere resistencias, ni malestar, ni hostilidad en aquellas sobre quienes se ejerce. Ellas, la de usufructuar una posición infantil que no vea afectada ni deteriorada su movilidad y autonomía. Difícil pretensión que envuelve a ambos en un modelo de relación autoritario que irremediablemente conduce y genera hostilidad.

En síntesis, podemos decir que este diálogo reedita una situación infantil y perpetúa una diferencia jerárquica cuyo mantenimiento (sostenido por ambas partes) se convierte en un búmeran que recarga al «poderoso» y empobrece al «protegido». Este diálogo es una de las tantas expresiones de la metodología del goteo que tan bien expresa la voluntad de poder a través del control.

El éxito de esta metodología del goteo no es mérito exclusivo del afán de poder de los varones. Tampoco lo es de la comodidad que usufructúan las mujeres y de la cual los hombres se quejan a menudo con sobrada razón. Si bien es cierto que en esto de ceder espacios y dejarse controlar la comodidad juega, con fercuencia, un papel importante, resulta ingenuo —y por demás esquemático— explicar exclusivamente en base a la comodidad esta llamativa perpetuación de las mujeres a mantener posiciones infantiles que contribuyen a su propio control. No sin sorpresa he comprobado, al abordar el análisis de las reflexiones de mujeres en relación a estos temas, que esta comodidad no es tan transparente como parece y oculta un profundo miedo al protagonismo. Un protagonismo que supone la exhibición distinta a la que están acostumbradas y condicionadas las mujeres, que exige exponer las ideas en lugar del cuerpo, que las ubica en un lugar social que es exterior al ámbito doméstico y no está basado en el intercambio afectivo. Un protagonismo, en fin, que las pone en situación de enfrentar disidencias, diferencias y desamores, y supone fundamentalmente dejar de exhibirse como objeto para pasar a exhibirse como sujeto, y esto entraña una cantidad de temores profundamente arraigados, de los cuales a menudo algunas mujeres se defienden vistiendo como chador26 una comodidad institucionalmente aceptada y promovida. Este es un tema del cual nos ocuparemos con mayor detalle en el capítulo dedicado a los presupuestos.

El dinero en la pareja

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