Читать книгу El dinero en la pareja - Clara Coria - Страница 12
Las tarjetas de crédito
ОглавлениеLas tarjetas de crédito se han transformado, con el correr de los años, en instrumentos complejos, que utilizan de manera muy diversa tanto sus poseedores como el sistema económico que se sirve de ellas. No se me escapa que el tema de las tarjetas de crédito puede ser abordado desde ángulos muy diversos. Pero no voy a ocuparme aquí de la concepción económica que las hace posible, ni de su influencia en el mercado, ni de las actitudes grupales especulativas, ni de su utilización como indicadores de prestigio. Me ocuparé de un aspecto muy específico pues, en la medida en que las tarjetas de crédito implican la posibilidad de disponer de montos apreciables de dinero, caen en las generales de la ley. Ello significa que —lo mismo que el dinero— se convierten en instrumentos de poder y pueden ser utilizadas como tales.
Las tarjetas de crédito reemplazan al dinero y ofrecen a quienes las utilizan la ventaja de no correr los riesgos de portarlo en efectivo. Ofrecen también la posibilidad de satisfacer aquellas necesidades que no habían sido previstas con anticipación y, aún más, la de obtener en forma inmediata lo que se pagará después. Podemos decir, en términos generales, que satisfacen una cantidad de aspiraciones que, de no mediar la tarjeta, habría que posponerlas hasta contar efectivamente con el dinero. La satisfacción inmediata de las aspiraciones genera una ilusión de disponibilidad que evita las frecuentes frustraciones que la realidad suele imponernos con sus límites. La tarjeta de crédito, que abre de inmediato las puertas de nuestros deseos (como lo enfatizan las promociones televisivas), favorece una sensación de libertad y autonomía que muy a menudo está lejos de ser real. Es precisamente a esta situación a la que habré de referirme y, dentro de ella, a la que se da frecuentemente en aquellas personas que utilizan como tarjeta de crédito una «extensión» cuya titularidad detenta otro. En otras palabras, la posesión de una tarjeta de crédito no supone necesariamente que quien la posee —y utiliza— sea su titular. El titular es aquel que la solicitó, a quien le fue adjudicada previa aceptación de las garantías económicas que lo acreditan como «solvente». Es el responsable por el mantenimiento administrativo de la misma y por los gastos que con ella se hubieran realizado. Es también el que dispone de un resumen detallado de los movimientos. En síntesis, es el que tiene, puede y sabe.
La capacidad adquisitiva de las tarjetas de crédito fue ampliada cuando se creó otra categoría por la cual, mediante una «extensión» (o adicional), se hace «extensivo» el uso de la misma a familiares directos del titular. En esta categoría encontramos a los hijos que son suficientemente grandes para gastar, pero demasiado chicos para presentar garantías económicas; a algunos padres mayores de cuyas cuentas se hacen cargo los hijos adultos; y también a muchas mujeres que no pueden justificar recursos propios o prefieren evitar algunas incomodidades administrativas. Es bastante frecuente encontrar en la categoría «adicional» a más mujeres que hombres.27
Ahora bien, la disponibilidad económica que favorece la tarjeta de crédito se verá acompañada por una mayor o menor autonomía según la categoría del que utiliza dicha tarjeta. El titular no debe rendir cuentas más que a sí mismo y, por supuesto, hacerse responsable de los gastos efectuados. En cambio, quien utiliza la «extensión» no puede evitar tener que rendir cuentas al titular, si este lo exige cuando toma conocimiento de los gastos realizados. Se establece —guste o no guste— una de las condiciones de la dependencia. Es decir, hay uno que necesita de la aprobación de otro para determinado desempeño: y donde se instala la dependencia se restringe la autonomía. Pero no sólo se restringe la autonomía del dependiente sino que, además, están dadas las condiciones para que aquel que ocupa el lugar del poder tenga oportunidad de ejercerlo a su arbitrio. Aquí nos encontrarnos de lleno en el centro mismo de nuestro interés respecto de las tácticas de poder en la pareja. En otras palabras, las tarjetas de crédito —que condensan el poder que deriva del dinero— suelen ser instrumentadas de muy diversas formas para ejercer poder. De eso dan cuenta muchas de las discusiones y controversias que suelen entablar las parejas alrededor de dichas tarjetas. Sabemos que la violencia genera contraviolencia, como el poder genera contrapoder. Y, en lo que a las tarjetas de crédito se refiere —en relación a la pareja—, suelen ser usadas tanto para ejercer el poder como el contrapoder. Veamos algunos ejemplos.
—Ayer se armó un lío terrible en casa porque a mi marido le llegó la cuenta de la tarjeta. ¡Puso el grito en el cielo! Y terminamos como siempre, peleando.
—Mi marido no me pone ninguna dificultad para que use la tarjeta, pero eso sí, todo lo tengo que comprar con la tarjeta.
—Mi ex-marido no me daba nunca dinero en efectivo. Quería que yo usara la tarjeta porque sostenía que de esa manera llevaba una mejor administración. Y yo siempre usé la extensión de la suya. Ahora que me separé, me quedé sin tarjeta, sin dinero y sin la posibilidad de tramitar una a mi nombre porque las entradas de dinero que tengo no resultan garantía suficiente, como tampoco los bienes que quedaron a mi nombre y que antes compartíamos.
—Mi marido es muy amarrete y eso me da tanta rabia que la única alternativa que encuentro es «reventarle» la tarjeta.
—En cambio, yo me hago cargo de lo que gasto y cuando viene la cuenta le doy a mi marido el monto de mis compras… Pero aun así él no deja de preguntarme…, y termina enterándose de todo.
A partir de estos comentarios deseo plantear algunas reflexiones que no pretenden, ni con mucho, agotar el análisis de este complejo tema de las tarjetas de crédito. Sólo son esbozos que intentan abrir algunas brechas que estimulen la profundización del mismo.
1 En primer lugar, estos comentarios dan cuenta de un modelo particular de relación en las parejas por el cual, a través del dinero, o su equivalente —la tarjeta— se perpetúa una modalidad de control y dependencia. Control que recae fundamentalmente sobre las mujeres a través del registro cuidadoso de su movilidad y, con ello, la limitación de su autonomía. Todos sabemos —hombres y mujeres— que no conviene pagar con la tarjeta aquello de lo cual no queremos dejar constancia, a menos que contemos con la impunidad que otorga ser el único testigo del resumen de cuentas. En consecuencia, aquel que dispone para sus gastos sólo de la tarjeta que otro controla (como el caso de mujeres que no cuentan con dinero en efectivo) verá seriamente restringidas sus posibilidades de decisión.
2 También debemos reflexionar sobre aquellos casos en que las mujeres pretenden «reventarle» la tarjeta a sus maridos. Bien sabemos que estas actitudes, como ya lo he señalado en otras oportunidades, tienen poco que ver con comportamientos autónomos y, en cambio, mucho con actitudes reactivas28 que confirman el sometimiento que subyace a las mismas. A menudo los hombres se quejan, con razón, del «abuso» que suelen hacer sus mujeres en el uso de la tarjeta. Este «abuso» no sólo expresa una actitud reactiva por un sometimiento difícil de modificar sino también la participación —con frecuencia no consciente— en perpetuar una distribución del dinero que delega en el hombre tanto la responsabilidad de su administración como el ejercicio de un poder unilateral. Resulta llamativo que aun cuando los hombres se quejan reiteradamente de esa modalidad «abusiva» de sus mujeres, no están dispuestos a hacer una redistribución del dinero que coloque a dichas mujeres en una posición de disponibilidad económica. Lo cierto es que esa modalidad «abusiva» encuentra apoyo en una distribución unilateral del dinero que incentiva la creencia de que dicho abuso sólo afecta una propiedad «ajena» (la del marido).
3 A poco que nos detengamos a pensar en el reducido porcentaje de mujeres que optan por la titularidad de la tarjeta se nos presentan algunas reflexiones e inquietudes. En primer lugar, es posible comprobar que si bien al optar por la extensión (o tarjeta adicional) las mujeres evitan las incomodidades habituales de toda tramitación, pierden con ello también una oportunidad de tomar contacto con algunos aspectos de su patrimonio y conocer, por ejemplo, el grado real de solvencia económica de la familia. En otras palabras, al evitar los trámites las mujeres escatiman una oportunidad de comprobar que con frecuencia tienen poco —o ningún acceso— a dicha solvencia económica en la que creen apoyar la tranquilidad de sus vidas. En situaciones críticas como, por ejemplo, separación, divorcio o viudez, suelen descubrir que la misma era sólo una cuestión nominal. En segundo lugar, resultaría interesante indagar si las mujeres que detentan la titularidad de tarjetas (20% o 28%) la obtuvieron estando casadas, como opción preferencial a la extensión del marido, o si la tramitaron una vez separadas y frente a la alternativa de no poder seguir usando la extensión del exmarido. Si lo que prevaleciera fuera el último caso, habría que pensar que dicha titularidad responde más a una opción impuesta por las circunstancias que adquirida por una voluntad de autonomía. Queda como interrogante averiguar si, ante la eventualidad de volver a formar pareja, dichas mujeres volverían a las antiguas situaciones de dependencia.
Para concluir esta acotada aproximación, desearía enfatizar muy especialmente que es un error (además de una conclusión superficial) caer en el entusiasmo ilusorio de creer que las dificultades de autonomía de las mujeres se solucionan automáticamente con acceder a la titularidad de una tarjeta de crédito. Este acceso es sólo un paso que pone a las mujeres en condiciones de tomar contacto con ciertas situaciones concretas del manejo del dinero que, de otra manera, son delegadas en los varones: como la evaluación de las verdaderas posibilidades económicas, el asumir como propia la tarea de autoimponerse límites en concordancia con dichas posibilidades, la toma de conciencia del patrimonio (nominal o real), etc. En definitiva se trata —nada más ni nada menos— que dejar de funcionar como niñas que delegan en «maridos-padres» ciertas funciones de contacto con la realidad.
En síntesis, estamos en condiciones de decir que las tarjetas de crédito favorecen una disponibilidad que, en el caso de las mujeres, suele estar lejos de expresar una autonomía real. Desde esta perspectiva me atrevería a plantear lo siguiente: cuando las mujeres hacen uso y/o abuso de las tarjetas de crédito cuya titularidad corresponde al marido, están bajo una situación de dependencia cuya aparente autonomía solo satisface fantasías ilusorias.