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1. Introducción: indiscreciones acerca de un tema urticante El dinero en la pareja es algo más que una cuestión administrativa

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La pretensión de indagar acerca de las prácticas del dinero en la pareja me obligaron a bucear en los intrincados laberintos de la interacción humana y, al emerger, no pude menos que expresar mi sorpresa por las tantas cosas vistas que no eran nuevas ni desconocidas, sino simplemente omitidas. Hablar del dinero en la pareja es hacer referencia a lo que muchos saben y pocos dicen. Es hablar de lo que muchos creen que no debe ser mencionado porque el solo hecho de hacerlo es invocar los intereses personales. Intereses cuya existencia genera —entre otras cosas— vergüenza y culpa, porque supuestamente atentan contra una concepción de pareja sustentada en la fusión de dos en uno y en el amor romántico. Intereses que aun cuando son reconocidos y considerados legítimos para una cultura que adhiere al sistema capitalista son, sin embargo, vividos como impropios a la pareja. Es posible oír decir que en una pareja donde hay amor «del bueno» no se habla de dinero y es así como, con frecuencia, llevan el dinero a la cama dirimiendo entre las sábanas las cuentas que no cierran sobre el papel. A menudo, cuando el tema del dinero surge en la pareja, los hombres se ofenden y las mujeres se llenan de culpa. Violentos unos e impotentes otras relegan las cuestiones de dinero pretendiendo con ello disimular los intereses y ocultar los temores. Temores que siguen en pie dando nacimiento a toda una corte de comportamientos tortuosos que convierten a la sagrada pareja en un oscuro campo de batalla. Hablar del dinero en la pareja es también hablar de lo que en general se prefiere callar: es hablar de lo cotidiano, es hablar de la evidencia. Una evidencia que a menudo se vuelve opaca a nuestros propios ojos hasta el momento en que quince o veinte años después se hace visible de manera enceguecedora. Una colega amiga me dijo un día en que nos encontramos por casualidad:

Esto es para vos, que andás en esas cosas del dinero. Acabo de separarme después de diecinueve años de matrimonio en donde los dos trabajábamos y ganábamos buen dinero como profesionales independientes. Entre los dos cubríamos los gastos que íbamos generando, pero mis sobrantes yo se los daba a mi marido para que él los capitalizara de alguna manera. Como profesional no entendido en dinero, la mejor manera que encontró fue depositar nuestro dinero en una cuenta en el extranjero. Cuenta que nunca me fue ocultada, pero que administraba mi marido como algo natural apoyado por mi falta de interés. Cuando nos separamos me dijo con total naturalidad: «No te preocupes, querida, por ese dinero, cuando vos necesites me lo pedís que yo te daré lo que creo que te corresponde».

Dolorosa evidencia es constatar que el desinterés de ella y el control de él consolidaron maneras de ejercer el poder que por lo menos tenían diecinueve años de añejamiento.

Hablar del dinero en la pareja es hablar del poder y de la manera en que este poder circula y se distribuye. De un poder palpable que se materializa en las prácticas cotidianas y concretas con el dinero. Aquellas en donde se hace más evidente esa palpabilidad tienen que ver con la administración del dinero, su disponibilidad real y la toma de decisiones. Por ejemplo, cuando observamos el modo en que se distribuye la administración del dinero en una pareja podemos apreciar quién carga con qué responsabilidad y cuál es la calidad de los réditos que cada uno obtiene de ello. No ofrece la misma satisfacción ni los mismos grados de libertad administrar los dineros «chicos» que los dineros «grandes».13 De la misma manera, cuando observamos quién detenta la disponibilidad real del dinero tenemos un panorama claro de quién está en mejores condiciones para imponer su voluntad si así lo desea. O, dicho de otra forma: quién está supeditado a quién. Con frecuencia, las mujeres hablan de un dinero común del cual realmente no disponen porque dicho dinero ha sido colocado en sociedades anónimas cuyas acciones (que a menudo nunca vieron) están a disposición del marido.

La disponibilidad del dinero no supone automáticamente ejercer el poder, sino contar con el recurso que lo posibilita. Por el contrario, la indisponibilidad del mismo, coloca automáticamente a un sujeto a merced de la voluntad del que lo dispone.

Los desequilibrios en cuanto a la disponibilidad del dinero común generan diferencias en los grados de libertad y también prerrogativas que favorecen a unos en detrimento de los otros. Es importante señalar de modo muy especial que estos «favoritismos» condicionan una relación de pareja que necesariamente abre las puertas al autoritarismo, a la dependencia, a los resentimientos y a las reacciones reivindicatorias que, tarde o temprano, surgen a la superficie con la presentación de facturas retroactivas. Todo ello pasa a engrosar la ya compleja interacción entre las personas que constituyen eso que se llama «pareja», que supuestamente «todos sabemos qué es», aun cuando zambullidos en ella nos lleve largos años llegar a entender qué es lo que finalmente la experiencia nos demostró qué era. Como el dinero en nuestra cultura capitalista es uno de los instrumentos privilegiados de poder, la distribución y disponibilidad del mismo en la pareja reflejan con toda nitidez cómo está repartido el poder y qué uso hace de el cada uno de sus miembros. Una vez más podemos afirmar que el dinero es un alcahuete, un alcahuete del poder.

Hablar del dinero en la pareja es también hablar de la concepción ideológica que tenemos de ella. Resulta sugestivo el dicho popular que compara a nuestro partenaire con una media naranja. De esto se deduce que la pareja, siguiendo la misma lógica, sería una naranja entera con idéntica constitución en cada una de sus partes. Esta historia de la naranja resulta ser el planteo de dos que dejan de ser dos para transformarse en uno. Uno subsumido en el otro, contenido por el otro y ocultado por el otro. Esta particular concepción de la unidad, que sugiere que los miembros de la pareja son idénticos entre sí, suele acarrear consecuencias que atentan contra la existencia social de uno de ellos. Esta concepción, por ejemplo, es la que subyace en ciertas prácticas cotidianas que las leyes de nuestro país14 han sostenido hasta hace muy poco y que la sociedad elevó a la categoría de «natural». Me refiero a la práctica por la cual, al casarse, una mujer perdía su apellido de origen, subsumiéndose en el apellido del otro y borrando así de la superficie social las huellas identificativas de su identidad.

Por el contrario, también se podría pensar que la pareja no es una sola naranja sino (siguiendo con la analogía frutal) frutas diferentes que deciden compartir una misma frutera. En ese caso todo se complica porque sus diferencias en sabores, texturas, colores y volúmenes no siempre armonizan y el compartir se convierte en un movimiento permanente de acomodación en donde cada parte requiere ser tomada en cuenta. Esta pretensión que cada parte tiene de reivindicar su existencia supone —entre otras cosas— el reconocimiento y legitimación de espacios propios, de espacios individuales, de espacios no compartidos que, junto con aquellos que sí lo son, forman la compleja y rica trama de un intercambio no estereotipado ni cercenado por la exigencia de que lo que no coincide totalmente con el otro debe quedar fuera de circulación. Como podemos observar en este breve esbozo, no es lo mismo vivir la pareja como una unidad de partes idénticas que como la unión de dos subjetividades. Según cómo la concibamos tenderemos a implementar prácticas muy distintas en relación al dinero. Prácticas en las que daremos o no lugar a los espacios propios, a la diferencia de intereses, a las decisiones compartidas. Prácticas que expresan y materializan la concepción que nos subyace a la idea de pareja. No hay ningún acto humano que no esté orientado por una ideología, es decir, en palabras de Shilder15:

…por sistemas de ideas o connotaciones que los hombres disponen para mejor orientar su acción; (las ideologías) son pensamientos más o menos conscientes o inconscientes, con gran carga emocional, considerados por sus portadores como el resultado de un puro raciocinio, pero que, sin embargo, frecuentemente no difieren en mucho de las creencias religiosas con las que comparten un alto grado de evidencia interna en contraste con una escasez de pruebas empíricas.

Hablar del dinero en la pareja es también hablar del amor: ese sentimiento tan complejo, tan añorado cuando falta, tan exaltante cuando nos penetra, tan sufriente cuando nos lastima. Ese sentimiento que no me atrevo a definir por una elemental conciencia de mis limitaciones. Ese sentimiento que el romanticismo caracterizó como etéreo e intangible y al que yo trataré de presentar como muy concreto y palpable. Podría afirmar que el amor en la pareja se ve y se toca en los comportamientos concretos que cada uno tiene para consigo mismo y para con el otro. Si coincidimos en aceptar que amar a otro es otorgarle un espacio dentro nuestro, reconociéndole su particularidad y su existencia desde nuestra propia particularidad y existencia, nos encontramos con que esta idea del amor dista bastante de otras en boga que suelen gozar de gran popularidad y prestigio. Esta idea del amor, que parte de reconocer y legitimar dos existencias, es muy distinta de la idea del amor concebido como una entrega total a otro, en donde el otro se convierte en el centro de nuestra vida, a tal punto que sus anhelos condicionan nuestros deseos, sus demandas nuestra entrega, sus espacios nuestros vacíos y su pérdida nuestra muerte. Esta idea de un amor relacional entre dos subjetividades difiere tanto del amor altruista como del amor egocéntrico: desde ángulos complementarios estas dos maneras de concebir el amor reeditan la idea de que «dos son uno», y que, centrándose el «uno», el «otro», por complementariedad, está incluido y cubierto.

Resulta muy llamativo observar que, en lo que a la pareja se refiere, se ha producido una distribución por sexo que ha otorgado a las mujeres el privilegio de expresar su gran capacidad amatoria a través del amor altruista. Aman con altruismo a los hombres, a los hijos, a la humanidad. Esto se expresa en comportamientos muy concretos: son amantes devotas, son madres abnegadas, y se ofrecen como portadoras de la paz en el mundo. Si tomáramos como unidad de medida del amor los grados de libertad que esos amores promueven o posibilitan, caeríamos en la cuenta de que el amor altruista es una entrega que deja muy pocos grados de libertad a quien lo ejerce. Si aceptamos que «querer bien» es promover la propia existencia y la ajena defendiendo el derecho a ser uno y contribuyendo a promover el desarrollo del otro, es factible comprobar que dicho amor se ve y se toca en las prácticas concretas de nuestra vida cotidiana y, en lo que a nuestro tema se refiere, en las prácticas concretas a través del dinero. Esto me lleva a formular algo que posiblemente irrite a muchos: formular que el amor y el dinero no van por carriles paralelos ni son uno la negación del otro. Por el contrario: nuestras prácticas concretas con el dinero en la pareja reflejan y expresan maneras muy precisas de querer a otro y quererse a sí mismo. Con esto no estoy diciendo —en absoluto— que el dinero puede intercambiarse con el amor o reemplazarlo, actitud frecuente en algunas personas que, incapaces de amar, reemplazan con dinero lo que no pueden dar con afecto. Estoy diciendo que el dinero es un alcahuete que pone de relieve si nuestra manera de querer es controlando, subordinando y asfixiando, o contribuyendo a generar condiciones de desarrollo y crecimiento. Esto es válido tanto para las demandas que nosotros efectuamos como para los requerimientos que el otro nos hace. Otra forma de decirlo es que, si aceptamos que la pareja es fundamentalmente una relación entre dos sujetos que intercambian todo aquello que necesitan para vivir lo más plenamente posible, el dinero vendría a representar el aspecto material de dicho intercambio y la forma concreta en que lo hacemos efectivo.

Hablar del dinero en la pareja es también despertar los fantasmas que acechan a hombres y mujeres. Algunos de ellos se alimentan del temor a lo desconocido y a lo que vendrá de la mano de los tiempos nuevos que modifican lo tradicional. Otros, reivindicativos, no son nada más ni nada menos que la concentración de anhelos postergados o el rendimiento retroactivo de cuentas. Los fantasmas de los hombres son distintos de los que acosan a las mujeres, pero ni unos ni otras se salvan de ellos porque hubo demasiada imposición y demasiada sumisión. Los fantasmas que acechan a los hombres tienen cara de represalia y los asustan con sus pancartas de «ojo por ojo y diente por diente». No hay charla o conferencia relativa al tema en la que los hombres no eleven su voz para plantear que se debe tener cuidado con la liberación que pretenden las mujeres, porque —tal como he oído decir— «hasta ahora todo ha funcionado bien, pero si las mujeres toman el poder no sabemos dónde acabaremos…», como si fuesen muy tranquilizadoras las experiencias históricas pasadas y las alternativas futuras conducidas con exclusividad por el poder masculino. Estas reflexiones dichas con voz sentenciosa se convierten en un terrorismo intelectual y emocional que tiene por mira incrementar las inseguridades de las mujeres y reafirmar la autoridad del saber asignado al varón. El miedo concreto que expresan los varones es quedar a merced de las mujeres, a quienes sojuzgaron con su dinero y con la autoridad que les adjudicó la cultura patriarcal que jerarquizó las diferencias y colocó al varón en la cúspide de dicha jerarquía. Pero ése no es el único miedo. Hay otro no menos aterrador, el de quedar «debilitados» en su identidad masculina. Una identidad masculina que se ha sustentado en el ejercicio del poder y en la disponibilidad exclusiva del dinero. Con el replanteo de ambas cosas los hombres temen «no ser nadie» y, en consecuencia, tampoco valorados ni amados. Antonio Álvarez Solís, periodista y escritor español con quien compartí una entrevista radial, expresó con profunda lucidez y gran honestidad que, según su criterio, las mujeres tendríamos que luchar a brazo partido para conseguir espacios de poder en nuestra cultura, porque los hombres no iban a ceder esos espacios con facilidad ya que «si nos sacan el poder y el dinero nos quedamos desnudos»16.

Las mujeres, a su vez, no la sacan más barata. Cargando con una profunda vivencia de transgresión que las llena de culpa ante cada cambio, las mujeres van hacia el futuro acosadas por fantasmas que les susurran al oído presagios paralizantes. Esos susurros son amenazas de desamor, de soledad y, sobre todo, de desamparo al no tener a un hombre-supermán-padre que les garantice protección vitalicia. Son fantasmas que hacen creer que ser independiente es quedar definitivamente a la intemperie y a merced de un «mundo salvaje». Son fantasmas que tergiversan la realidad y la lógica ensalzando las bondades del desvalimiento y proclamando el desamparo del suficiente. Son fantasmas que se especializan en «mover el piso» y hacer creer que la seguridad está en la dependencia. De manera similar, los países centrales quieren convencer a los periféricos que lo mejor que les puede pasar es ser sus protegidos. Como vemos, los fantasmas que acechan a hombres y mujeres juegan roles complementarios haciéndole el juego al «no cambio». Hablar del dinero en la pareja es evocar estos fantasmas que, sigilosos, como vigías nocturnos, están alertas a todo vestigio innovador.

Por último (pero no lo último) hablar del dinero en la pareja es también ventilar profundos resentimientos que se acumulan en hombres y mujeres en esta época de transición en que conviven cambios y tradiciones. En los hombres, parte del resentimiento se genera en el hecho de comprobar que no es fácil —y a veces tampoco posible— zafarse de la enorme responsabilidad que la sociedad les impone de asumir el rol de proveedores económicos sin poder disfrutar desenfadadamente del poder absoluto que en otras épocas traía aparejado dicho rol. Todos los hombres saben que dejar de cumplir con el rol de proveedores económicos es hacer frente a la censura social y, que seguir cumpliéndolo, ya no rinde los mismos dividendos de poder que antes. Otra parte del resentimiento se genera al comprobar —como dice nuestro tango— «que la vida lo engañó». Muchos de ellos se jugaron por adquirir una esposa que debía cuidarlos como «una madrecita». Ahora resulta que las esposas ya no quieren ser madres ni competir con la suegra para ver quién lo alimenta mejor, ni aceptar resignadas la postergación a segunda clase por jovencitas que insuflan vitalidad a «los pobres maridos maduritos que tanto se sacrificaron por el futuro de la familia», ni tolerar un «servicio sexual» que muchas veces está lejos de ser una satisfacción compartida. Los hombres están resentidos por perder prerrogativas sin haber dado el consentimiento.

Las mujeres también lo están aunque por motivos muy distintos. En ellas la situación es mucho más compleja. Exigidas a demostrar que no son inferiores a los hombres, cada una de las actividades extradomésticas que realizan se convierte en un duro examen en el que deben demostrar un rendimiento muy por encima de la media para competir con varones a quienes no se les exige ni la mitad de lo que se espera de las mujeres. Paradójicamente, las catalogadas como inferiores deben dar pruebas de su superioridad. Por otro lado, criadas en la dependencia y con el mandato social de perpetuar los valores tradicionales, las mujeres cargan con la exigencia de seguir siendo las madres incondicionales cuya abnegación se espera alcance no sólo a los hijos y maridos sino también a todo tipo de relación en el ámbito laboral. A esto hay que agregarle el reclamo de seguir siendo las responsables de despertar y mantener vivo el deseo erótico en los hombres; para ello deberán luchar contra el tiempo si pretenden mantener una eterna juventud cuya lozanía y buen humor garantice el buen vivir de los varones. Siempre xaminadas fuera de casa, y reprochadas dentro por lo que no alcanzan a hacer «como en otros tiempos», las mujeres transitan un espacio indefinido, lleno de contradicciones y sobrecargas. Están a mitad del río. Aún no hacen pie en la orilla de enfrente y ya dejaron de hacerlo en la que partieron. Momento crítico de desazón y angustia que no es facilitado por la mayoría de los varones que temen compartir el poder de la libertad. Más crítico ahora que en los inicios del cambio, cuando muchas mujeres compraron la propuesta engañosa de ser capaces de todo, de ser «la mujer maravilla» que suma a los roles tradicionales las nuevas adquisiciones sin pestañear y sin fatigarse, lo cual las condena a la sangría o al fracaso. Las mujeres están resentidas porque la independencia sigue siendo para ellas un pecado que merece castigo y del cual aún no pueden zafarse fácilmente.

En síntesis: como podemos vislumbrar si nos animamos a atar cabos, hablar del dinero en la pareja es hablar de algo más que de una gestión administrativa. Es colocarnos como observadores justo en el punto de intersección donde se cruzan las pasiones individuales, los mandatos sociales y las elecciones ético-políticas que cada uno adopta en sus comportamientos. Es explicitar el poder, desmitificar el amor, desnudar ideologías, despertar fantasmas y destapar resentimientos. Pero es también y fundamentalmente una de las maneras privilegiadas para desenmascarar las múltiples hipocresías en las que estamos enredados los hombres y las mujeres, privándonos de disfrutar con plenitud —por la inautenticidad que el encubrimiento genera— de un intercambio más libre, más creativo, más enriquecedor y sobre todo más solidario.

El dinero en la pareja

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