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VII

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Una tarde, sonó tras la portière el nombre peregrino, que fué rodando de boca en boca iluminado por el brillo de todos los ojos.

Gracián Soberano apareció en la puerta. María no pudo reprimir un movimiento de instintiva curiosidad. Miró al forastero y experimentó de repente cierta desilusión. Tanto le habían ponderado á Gracián, que imaginó verle como á un sér extraordinario, semejante á un príncipe de los cuentos de hadas.

Era un hombre de mediana estatura, sencillo en apariencia, elegante sin afectación. Los cabellos negros y rizosos, los ojos oscuros y audaces, la nariz fina y recta, los labios fuertes y bien modelados, la tez morena y brillante, daban la impresión de una hermosura viril y enérgica, de una cumplida madurez.

Al entrar en el salón detúvose un instante para abarcarle de una ojeada. Avanzó con elegante soltura, se acercó á la dueña de la casa y, tomándole una mano, le hizo una gallarda reverencia. Luego saludó á las demás personas conocidas y se dejó abrazar por el marqués, que le decía enternecido:

—¡Dichosos los ojos!...

Fué presentado con toda solemnidad á los nuevos contertulios. Tuvo Gracián para todos ellos palabras y sonrisas de una exquisita urbanidad, probando cumplidamente que era un perfecto hombre de mundo.

—Vengo de Bilbao—dijo explicando su presencia en aquellos lugares—adonde fuí para estudiar un negocio de minas... Allí supe que estaban ustedes en Las Palmeras... Se me ofrecía nueva ocasión de ver á mis amigos predilectos... Pasaré unos días en esta playa; es un breve descanso que me permito.

—Siempre igual—repuso el marqués encantado—usted no puede estar ocioso.

—Me atrae la lucha, me tienta la acción, me enamora el riesgo... Siento la poesía de los viajes y los negocios, la fiebre de la actividad... He pasado una temporada en el extranjero buscando nuevas orientaciones á mis empresas; pero, al cabo, sentí el deseo de volver á nuestro país... ¡la pícara nostalgia!... Cuando estoy en mi patria, la aborrezco y cuando me alejo de ella, la amo; ¡sólo soy buen español fuera de España! Condición, al fin, de españoles, de espíritus inquietos que sólo adoran lo que no poseen...

Habló de sus viajes por el extranjero con amenidad extraordinaria, salpicando el relato de observaciones ingeniosas; contó algunas originales aventuras, recatando sus triunfos bajo el velo de una estudiada modestia. Parecía hombre de mucho saber y gran copia de lectura, y las palabras acudían á sus labios fáciles y sumisas, enfervorizadas por el fuego de una vibrante elocuencia.

—¿No le atrae á usted la política?—preguntó el marqués, que le escuchaba absorto.

—¡Psé! tuve algunos coqueteos con esa dama—respondió Gracián sonriendo—, pero me seduce más la vida de los negocios... La política es el arte de los pueblos viejos, y á mí me encantan los pueblos nuevos, enamorados del porvenir, resonantes de fábricas y de oro, coronados por las altas virtudes del trabajo y de la inteligencia... El mundo vive y progresa por razones económicas... Los hombres de estado son prisioneros de los hombres de negocios... En España, todo lo inficiona la política, y es preciso orientar á la juventud por los caminos de la libre actividad. Conviene despertar este gran pueblo, dormido á la sombra de sus catedrales, y lanzarle al galope en la vida moderna, en ese torrente de energías hermosas que corre por el mundo...

Acostumbrados los contertulios del marqués á la frívola charla de los salones, juego necio de frases con pretensiones de elegancia y de ingenio, sentíanse como sorprendidos por aquella palabra impetuosa, llena de imágenes y penetrada de emoción.

Comprendiéndolo así Gracián, y estimulado por la religiosa unción con que le oían, habló de política, de arte, de literatura, de negocios... No profundizaba gran cosa en tan distintas materias; pero las tocaba con habilidad y atrevimiento, poniendo en el discurso una fuerza admirable de persuasión. La palabra le enardecía; embriagado por su propio verbo, con los ojos brillantes y el rostro iluminado, hacía resaltar los más menudos pensamientos con el brío de la expresión y la gracia natural de sus maneras. Desde el primer instante captóse las simpatías de las damas; era Gracián un maestro en el arte de halagar á las mujeres, lisonjeándolas, y atacando como astuto psicólogo el punto flaco de la vanidad femenina.

—La mujer—decía con su sonrisa galante—no es sólo el ornamento de la vida, sino también la razón y el impulso de todas las grandes acciones. Detrás de todo héroe hay siempre una heroína; que no se mueve el corazón ni la inteligencia de los hombres sin que les ayude la mano delicada de una mujer...

Habíanse agrupado los contertulios en torno de Gracián, hechizados por su conversación. Unicamente Pizarro seguía con burlona mirada el vuelo audaz y voluble de la palabra conmovedora. Aquella gente superficial é impresionable, aunque no comprendiese gran cosa de los discursos de Gracián, no por ello estaba menos encantada. López tenía en los labios una sonrisa deslumbradora; Clarita, con los ojos encandilados, repetía en voz baja:

—¡Delicioso!... ¡delicioso!...

—¡Un gran artista!—decía Eva.

—¡Un ruiseñor!—pensaba la de Ramírez.

Eclatante—aseguraba Nenúfar.

El marqués miraba á su esposa y á sus hijos como queriendo decir:

—¡He aquí los amigos que yo tengo!

Y el disidente Pizarro rezongaba entre dientes con aspereza.

—Oratoria «fin de siglo»... pour épater les bourgeois...

Generalizóse, al fin, la conversación; mas apenas abría la boca el forastero tornaban todos á escucharle con profundo interés...

María estaba de pie, junto á una de las ventanas. Caía la tarde; el sol, al ponerse, desgarrando el palio tenaz de las nubes, bañaba el parque de encendidos reflejos, dorando suavemente la mullida tierra mojada. Un opulento rosal escalaba el muro de la quinta y asomaba en los cristales la púrpura de sus rosas. Todo era bello y triste en aquella tarde estival.

—¡Qué hermoso paisaje!—murmuró Gracián, asomándose á la ventana—¿No es verdad que conmueve?—añadió, clavando sus ojos en María—Estos paisajes enternecen y llegan á lo más hondo del corazón... Al mirar ese horizonte el pensamiento vuela, como una golondrina, hacia el país del sueño... ¡Es tan dulce soñar!

Escuchaba la joven en silencio, y conmovida por la palabra acariciadora, le pareció ver en el rostro de aquel hombre un gran resplandor de juventud.

—¡Hermoso atardecer!—seguía diciendo Soberano—¡Tiene una tristeza y una dulzura! No sé por qué imagino que, al contemplarle, siente usted una ternura fraternal... Es usted bella y triste como ese crepúsculo... Algo del alma de usted flota en el alma de ese paisaje...

María no respondió; sentía una turbación inexplicable, algo muy dulce y profundo que le salió del pecho y le tembló en los labios y le brilló en los ojos, en los ojos azules y pensativos.

Despertar Para Morir (Novela)

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