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VIII

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Las jornadas de Las Palmeras se animaron desde que Gracián llegó á la playa, precedido de Nenúfar.

En el «elemento femenino» creció sordamente la lucha de pasioncillas en torno á las dos mujeres, gala de aquellas tertulias, Eva y María, que descollaban sobre las demás con fácil dominio. Luisa Ramírez, cuya juventud declinaba en una sabrosa madurez de estío, era precisamente la única en mirar sin enojos la triunfante belleza de las dos muchachas.

Era en María el don de la hermosura, gracia pasiva y melancólica, divina luz encendida en el semblante como un resplandor del alma; y era en Eva don agresivo y orgulloso, roja lumbre de soberbia, amenaza de esclavitud y de dolor.

Heredera de una copiosa fortuna, creció María en la triste paz de su casa solariega, hundida en el fondo de un valle norteño, cerca de una blasonada villa. Llorando la muerte prematura de sus padres, asomábase al mundo sola y niña, con un vago anhelo lleno de timideces y delicados asombros. Aliviaba con el blanco ropaje estivo el grave luto de sus dolores, cuando su tío, el marqués de Coronado, quiso que les acompañase unos días en Las Palmeras, sin abandonar la íntima tutela de doña Cándida, una bendita señora que cuidaba á la niña con maternal solicitud, vigilándola con su cariño desde cualquier rincón que la fuése propicio para rezar, suspirante y quejosa, diciendo en voz queda: ¡Ay, Dios mío!

Era ajeno á María el trato mundano de las gentes; ella sólo sabía las costumbres patriarcales de la buena sociedad aldeana, y, en sus breves visitas á la capital, habíase iniciado apenas en la vida de los salones. Pero de su nativa distinción emergía, con natural y elegantísimo alarde, un aroma aristocrático lleno de atractiva sencillez, y en el noble reposo de sus maneras, en sus mismos silencios observantes y pensativos, había una placidez romántica, un grave misterio señorial.

Sazonada su belleza por la madurez de los treinta años, diestra ya en lances de la vida, Eva Guerrero sabía del mundo todo lo que tranquilamente ignoraba su joven amiga María Ensalmo. Ni el paisanaje, ni las añejas relaciones de ambas linajudas familias, unieron á las dos muchachas más que con una débil amistad de buen tono, sin raíces y sin flores. La arrogante morena de ojos de sultana tenía un corazón rebelde y ambicioso. Creíase con derecho á la felicidad por haber nacido hidalga y hermosa; los quebrantos de fortuna, que pusieron en manos de su padre un arma suicida, irritaron el amor propio de Eva sin amansar su dura condición. Sólo por coquetería dominaba la destemplanza del carácter; mas, aun en los momentos en que su voz fingía blandas cadencias y melosas risas, fulguraba en sus ojos un destello implacable. Contaba algunos años más que María, nuevo motivo de rencor; miraba ya declinar su estrella y perderse en caminos de crepúsculo todo el cortejo de sus ardientes ilusiones.

Entre Eva y María, entre estas dos mujeres cuyas vidas iban á correr á la par en distintos caminos de dolor, alzábase una frontera de mal callados sentimientos. Los negros ojos profundos miraban siempre con secreta perfidia á los azules ojos, brillantes y apacibles como un girón de la calma del cielo...

Para el prodigioso viajero, que se llamaba Gracián Soberano, fueron aquellas dos mujeres una novedad tentadora, el «plato del día» en su insaciable apetito de galanteos.

No se cuidó Gracián de que apareciese como un capricho su prolongada estancia en aquellos cántabros arenales ó como una promesa que cumplía cerca de su complaciente amiga Generosa de la Dádiva, marquesa de Coronado. En la altivez majestuosa con que andaba por la vida á grandes pasos, sin tropezar nunca y siempre victorioso, tampoco se cuidó de ocultar que Eva, María y Luisa, las tres flores costaneras, le parecían adorables; y hasta se permitió declarar públicamente que en Las Palmeras había otra provinciana encantadora, una doncellita muy peripuesta y gentil, que se llamaba Rosa.

También Nenúfar lo había advertido, y apostado en el hall de la quinta, mientras acomodaba lentamente el sombrero y el bastón, le había rezado á la moza una oración modernista, tan extravagante y pomposa, que la buena muchacha, creyendo que la hablaban en idioma extraño, roja y confusa, murmuró:

—No entiendo...

Fué perspicaz en cambio para «entender» el lenguaje atrevido de las manos del bohemio, y contuvo su «explicación» con tal agilidad y valentía, que el goloso, escarmentado, tornóse con ella prudente y humilde, y á hurto de las damas, en breves solaces deliciosos, le confesó que se llamaba únicamente Simón Ruiz, y que era un pobre vagabundo, un pícaro con talento, que sitiado por el hambre «hacía de Nenúfar»... y de otras cosas peores...

Su acento adolecido hirió el tierno corazón de la muchacha, que se fué humanizando un poco á los amorosos requerimientos del señorito; y sin tardar muchos días, delante de una sonrisa apicarada y suave de la moza, declaraba también Nenúfar que Clara Infante era una caprichosa pervertida, y que á él sólo le gustaban las frescas amapolas del campo, las lindas mujeres de la aldea:

Despertar Para Morir (Novela)

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