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II

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Anunciaron detrás de la portière:

—Las señoras de Guerrero... D. Luis Galán...

Entró primero doña Manuela, encendida y jadeante, repartiendo besos chillones y expresivos saludos, pugnando por conservar, en medio del cansancio que sentía, la compostura y afectación de su persona.

—Vengo rendida—suspiraba condoliéndose—, estos chicos se empeñaron en venir á pie desde la playa... ¡qué sofocación!... Claro, ¡como ellos vienen tan entretenidos!... Y esta mañana de compras... ¡no me he sentado más que para comer!

Mirándose con gozo de burlas se estaban solazando las muchachas. La niña rubia del vestido blanco había dejado su contemplación para saludar á la señora de Guerrero, y al acercarse á ella plegó con una sonrisa leve la dulce boca pensativa.

Detrás de doña Manuela apareció Eva, su hija, hermosa y arrogante mujer, y en último término Luis Galán, un buen mozo, insustancial y presumido.

Ya había penetrado Eva en el salón y aun sostenía con Galán un juego gracioso de mimosas palabritas, frases sin terminar, acentos insinuantes... todo un flirteo á la alta escuela. Siguiendo á la hermosa, Galán sonreía, luciendo su magnífica dentadura.

Después de los saludos convencionales volvieron las muchachas á su predilecto rincón, llevándose á la señorita de Guerrero, cuyo acompañante las envolvía en una sonrisa toda blanca por el marfil de los dientes preciosos.

Eva, irguiendo su lozano busto en medio de las vulgares niñas de la casa, adueñábase del salón, atrayendo todas las admiraciones. Por encima de plantas y muebles elegantes Pizarro y López entornaban los ojos para mejor acercarse la deliciosa imagen de aquella mujer.

También la marquesa miraba á hurtadillas, mientras hablaba con doña Manuela, y las muchachas deletreaban la hermosura de Eva con oculto despecho, á excepción de la niña rubia y silenciosa, que había puesto sobre ella, tranquilamente, la ingenua admiración de sus ojos azules.

Había en el semblante de Eva Guerrero un encanto sombrío y avasallador, trágico en ocasiones. En la palidez morena de su rostro ovalado, la boca sensual se abría como un clavel sangriento y tembloroso, y los soberanos ojos negros radiaban en las mejillas con un fulgor metálico y ardiente que fascinaba. Sobre aquellos tiranos ojos se arqueaban las cejas con valentía de ojiva gótica, y la orla rizosa de los párpados caía con majestad de crepúsculo en el intenso livor de las ojeras; la nerviosa elegancia del cuello y de las manos; el seno redondo y robusto; la riqueza del cabello, negro como la endrina; la esbeltez del talle; la plenitud y proporción de las formas; la gracia y desenfado de las actitudes; todo respiraba en aquella mujer fuerza y hermosura, vehemencia física y firmeza de la voluntad.

Su voz, un poco dura, que al hablar á los hombres se tornaba flexible y melosa, alzábase fácilmente en frívolas charlas, con menos ingenio que ligereza. Y en el abismo profundo de sus ojos, dulces para engañar, algunas veces se encendían relámpagos extraños, centelleos de un brío salvaje. Solía vestir con lujo exagerado, mostrando el alma primitiva en la riqueza de las telas y en la abundancia de las joyas, sin esa elegante sencillez de los espíritus finos é inteligentes.

En el salón de Las Palmeras, frente á la necia sonrisa de Galán, malgastaba la hermosa sus coqueterías y monadas, fuegos artificiales de un corazón ardiente y codicioso, inclinado á todos los vanos placeres del mundo. Belleza sin dote, cazadora esforzada de marido, contemplaba con angustia el declinar de su juventud; las luces del ocaso que encendían su rostro le quemaban el alma; sentía una secreta envidia de las mujeres ricas y más jóvenes, aun cuando fuesen menos hermosas. Apartando su mirada, un instante, del insípido buen mozo, buscaba con rencor aquellos ojos azules y serenos de la muchacha del vestido blanco, cuya dulce belleza le irritaba.

Pero la niña rubia, esquiva y silenciosa, se había sentado otra vez á la vera de la ventana, y los celestes ojos miraban siempre obstinados al jardín.

Despertar Para Morir (Novela)

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