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III

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Se detuvo un coche al pie de la escalinata del vestíbulo, y Teresita corrió hasta la reja de la ventana para asomar su cabecita de pájaro y decir enseguida.

—Es el coche de usted, marquesa; viene Rafael y trae á Luisa.

Hubo entonces otro malévolo cuchicheo en el grupo juvenil, y dijo una voz atrevida:

—Van acudiendo en parejas...

La marquesa salió al encuentro de la señora que llegaba, una mujer arrogante, en pleno estío, vestida con exquisita sencillez y donosa de palabra y ademanes.

Con argentina voz declaró al entrar:

—Rafaelito, que estuvo á visitarme, se ha empeñado en traerme en el coche...

—Nunca mejor ocupado—aseguró la dueña de la casa.

Y después de algunas presentaciones, y cumplidos se llevó del brazo á la buena moza y le hizo sitio en el sofá.

Quedó en medio de la sala Rafaelito, haciendo graciosas reverencias.

Jamás un hombre mereció el despectivo remoquete de «sietemesino» con más justicia que el único hijo varón de los marqueses de Coronado.

Era enteco, menudo, zambo. Sobre su mezquino tronco se balanceaba una cabeza enorme, sostenida con esfuerzo por un cuello largo y sinuoso. El semblante era de una fealdad tan «perfecta» que inspiraba emoción; se le podía mirar con repugnancia ó regocijo, nunca con indiferencia.

De aquella caricatura de hombre salía una voz opaca y profunda, que tenía el raro privilegio de contener todas las conversaciones y reinar sobre todos los oídos con extraño deleite, por más que el peregrino vozarrón sólo dijese por casualidad algunas palabras de sustancia.

A Rafaelito le amaban sus hermanas y le adoraban sus padres, gozaba las simpatías de las más bellas mujeres y era solicitado y preferido en todos los centros de la «buena sociedad». No había gran fiesta sin su concurso ni escándalo aristocrático sin su tercería, y en amores prohibidos de estufa y de salón giraba siempre con fortuna alrededor de algún astro de primera magnitud.

Aquel año había tenido, como sus hermanas, el capricho de veranear en la quinta de Las Palmeras, suspendida sobre una playa admirable, á corta distancia de una capital norteña. Tal vez se hubiera aburrido demasiado, en la relativa calma de aquel modesto veraneo, si Luisa Ramírez no le hubiera cautivado allí con los sabrosos atractivos de su brillante puesta de sol...

Luisa alardeaba de ser una artista extravagante y genial. Gran lectora de toda clase de libros, y amiga de toda suerte de paradojas, salía, audaz, al encuentro de los más atrevidos murmuradores.

—La emoción estética—solía decir, hablando de Rafaelito—está lo mismo en la belleza absoluta que en la absoluta fealdad. Lo feo llega á ser hermoso por la enérgica expresión del carácter. Este muchacho, fruto de las viejas aristocracias corrompidas, es un hermoso ejemplar de decadencia, una obra de arte, digna del pincel de Rembrandt ó de Goya. Y al cabo es preferible para una dama llevar detrás un hombrecillo tan gracioso en lugar de uno de esos perritos falderos, tan del gusto de la señora marquesa.

Cambió Rafaelito al entrar algunas frases galantes con las muchachas y fuése apresurado hacia el grupo en donde estaba Luisa.

Entonces, alrededor del piano, se acentuó, en voz baja, la crítica perversa.

—Va ganando terreno—decía Teresita, balanceándose en la mecedora con demasiada libertad.

—¡Tiene una suerte este chico!—exclamó Benigna con orgullo.

—Pero ¡si es una delicia de muchacho!—afirmó su hermana Isabel—¡Dios me libre de los hombres guapos!... ¡son tontos de capirote!—Y miraba de reojo á Luis Galán.

—El talento no sirve para nada—dijo el buen mozo, sonriendo.

—Ni siquiera sirve para disculpar la pobreza—añadió Clarita, dándolas también de ingeniosa.

—Ser pobre es peor que ser tonto—aseguró Benigna muy formal—. Quizá son ambas la misma cosa...

Eva, que estaba sobre ascuas, al escuchar tan necias alusiones, quiso desviar la conversación, y dijo, con gesto desdeñoso, que la de Ramírez le parecía algo fané.

Galán, torpemente, se permitió contradecirla, opinando que tenía muy buen ver aquella señora.

Cuando quiso Eva confundirle con una mirada de reproche él estaba ocupadísimo en cultivar la simetría de su barba sedosa.

Mientras tanto afirmaba Clarita, muy risueña:

—Esa pobre Luisa «ya se ha caído»... He aquí para lo que sirve el talento... ¿No os lo dije?

Y se puso á tararear un tango popular, lleno de sal y pimienta.

La niña rubia y pensativa estaba demasiado cerca del grupo maldiciente para no oir aquella charla procaz. Había cogido un libro que disculpara su retraimiento; pero la luz de la tarde fué apagándose en el jardín, y tuvo que plegar el libro sobre las rodillas.

Por hacerla tomar parte en la conversación, la preguntó Galán:

—Y usted, María, ¿qué dice á esto?...

Una voz cristalina y blanda se alzó, respondiendo un poco insegura:

—No sé de qué hablan ustedes...

Acercándose Galán á la muchacha, repuso con acento misterioso:

—Del idilio de Rafael.

Y dijo entonces María, no sin cierta timidez:

—Doña Luisa es muy buena...

—Pero, Dios mío, ¿quién ha dicho que sea mala?—replicó la de Infante con cinismo.

Celebraron todos la ocurrencia, y á María le tembló el libro en las manos sobre la falda blanca del vestido.

Mirábala fijamente Galán sin acordarse de sonreir ni de alisarse la barba; y observándolo Eva, escondía un destello de ira á la sombra huraña de los ojos.

Despertar Para Morir (Novela)

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