Читать книгу La belleza del mundo - Cory Anderson - Страница 12

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Aquí no hay Starbucks. No hay espressos. No hay cappuccinos ni macchiatos de caramelo. En este lugar, si queremos café, preparamos la olla con nuestras manos, servimos la taza, lo bebemos negro.

Si tenemos un problema, lo solucionamos.

Pregunta: si tuvieras una oportunidad de salvar todo lo que te importa, ¿la aprovecharías? ¿O la dejarías pasar?

Cuando Jack llegó al campo de trabajo de la prisión, eran aproximadamente las dos de la tarde. Condujo despacio a lo largo de la hilera de edificios hasta un lugar cerca de la entrada de visitantes, se estacionó y apagó el motor. Se quedó ahí sentado, observando cómo la nieve caía en el parabrisas. El cielo frío y ceniciento. Finalmente, entró.

Un oficial penitenciario estaba sentado en la recepción, tomando café y hablando por teléfono. Siguió hablando y mirando a Jack hasta que colgó.

—¿Qué se te ofrece, jefe?

—Necesito ver a un preso.

—¿A quién?

—Leland Dahl.

El oficial tomó su taza del mostrador, bebió un sorbo y volvió a dejarla. Se reclinó en su silla giratoria. Había un radio encendido en alguna parte.

—Bueno. No es exactamente del tipo al que le guste recibir visitas.

—Me recibirá.

—¿Te está esperando?

—No.

El oficial tomó otro sorbo.

—No estás en la lista de preautorizados.

—Necesito verlo.

—¿Cuántos años tienes?

—Dieciocho.

El oficial lo analizó. Inclinó un poco la cabeza, como si ya hubiera sacado sus conclusiones sobre Jack. Deslizó un portapapeles sobre el escritorio.

—Tienes que llenar esta solicitud y tengo que ver tu identificación.

Cuando Jack terminó de llenar la solicitud, la entregó junto con su licencia de conducir. El oficial inspeccionó la solicitud y echó un vistazo superficial a la identificación.

—Jack Dahl, ¿es familiar tuyo?

—Sí, señor.

—¿Y tienes dieciocho?

—Sí.

—Si no tienes dieciocho años, debes tener un adulto para supervisar la visita.

—Menos mal que sí tengo dieciocho años, ¿eh?

—¿Ya lo habías visitado antes?

—Nop.

—Bien —le devolvió la licencia a Jack—. Tengo que ver si quiere verte. ¿Por qué no te sientas un minuto?

Jack asintió y se sentó en un sofá frente al escritorio. En la mesa auxiliar había un dispensador de agua y pequeños vasos. Vio al oficial dar media vuelta, tomar el teléfono y hablar.

—Sí, señor. Aquí tengo una visita para Leland Dahl. Oh, oh. Su nombre es Jack Dahl.

El oficial hizo una pausa, estaba escuchando. Jack esperó.

—Eso creo. Oh, oh. Lo haré. Puede apostarlo.

Cuando el oficial colgó el teléfono, se reclinó en la silla y tomó un sorbo de su café. Luego abrió el cajón del escritorio, sacó un aro lleno de llaves y lo abrochó en su cinturón.

—Jefe —dijo—, es tu día de suerte.

El oficial se levantó de su silla y llamó a otro de sus compañeros para que vigilara la recepción. Luego apretó un botón para que la puerta de la cárcel se abriera con un zumbido. Jack se levantó del sofá y lo siguió a través del detector de metales y por un pasillo hasta que llegaron a una sala de visitas, donde el oficial usó su llavero para abrir la puerta. Las luces fluorescentes estaban encendidas.

—Búscate un lugar —dijo—. Volveré con él.

Jack entró y el oficial cerró la puerta. La sala de visitas estaba vacía, salvo por él. Las paredes eran bloques de hormigón pintadas de blanco. El suelo, baldosas pálidas descoloridas. Había ocho mesas esparcidas por la habitación. Chapa de roble barata. Sillas de plástico con patas cromadas. No había nada sobre las mesas. No había revistas. Nada.

Caminó hasta una mesa en la esquina trasera y se sentó de espaldas a la pared. El aire estaba viciado. Se percibía un débil olor a desinfectante. Había una pequeña ventana junto a la puerta, pero estaba muy alta, sucia y llena de telarañas, por lo que no podía ver al otro lado. Juntó sus manos sobre la mesa y las observó. Las vendas blancas. Las manchas rojas que las empapaban. Cuando levantó la mirada, la puerta se abrió.

Leland Dahl estaba en la puerta. Llevaba ropa de prisión de color naranja, como una bata de hospital: una camisa suelta metida en la parte delantera de unos pantalones que no le quedaban bien. Demasiados años de metanfetaminas en la sangre lo habían devorado hasta dejarlo en los huesos. Entró en la habitación y se quedó mirando a Jack, con ojos brillantes. Hundido y esculpido en sombras. La mandíbula ahumada por la barba, la desigual nariz larga, el cabello oscuro grasoso y gris, envejecido, peinado hacia un lado. Era alto, pero se veía encorvado, raquítico. Se adelantó y se sentó en la silla frente a Jack.

—Bueno, bueno —dijo—. Mira quién está aquí.

El oficial entró, cerró la puerta y cruzó los brazos sobre el pecho. Se quedó allí, esperando. Estaba a unos seis metros de distancia.

Leland dejó escapar un silbido bajo.

—Bueno. Mírate, cómo has crecido.

Jack lo miró desde el otro lado de la mesa. No dijo nada.

—¿Cuánto tiempo ha pasado? ¿Cuatro años?

—Siete.

—Siete años. Mierda, debo estar soñando.

Jack no respondió.

Leland se estiró mucho y se dejó caer hacia atrás en la silla, con las piernas abiertas.

—Te ves bien, hombrecito. Muy bien —sonrió. Una sola lágrima marcada con tinta de la cárcel se arrugó en el borde de su ojo. Puso la mano sobre la mesa, curvó los dedos y los tamborileó en un ritmo de cascos—. ¿Cómo está tu mamá? ¿Cómo está ella?

—No tan bien.

—¿Por qué?

Jack se inclinó hacia delante. Habló en voz baja, de manera que el oficial no pudiera escucharlo.

—Se amarró tu cinturón alrededor del cuello y se colgó del ventilador de techo.

La mano de Leland se congeló sobre la mesa. Sus ojos parpadearon. Excepto por eso, no se movió.

—Estás mintiendo.

—No.

—¿Quién sabe de esto?

—Nadie. Todavía.

—¿La enterraste?

Jack asintió.

—¿Dónde?

—¿Eso importa?

Leland lo miró fijamente. Sus músculos se tensaron. Parecía algo agazapado y listo para morder.

—Ni tú ni nadie va a venir aquí a decirme que mi esposa está muerta.

El pulso de Jack comenzó a latir en su sien.

—Bueno, ella está muerta. Pero Matty y yo no.

Durante todo este tiempo, Jack había observado al oficial, que ahora se había acercado un poco más a la mesa. Jack observó el movimiento de los ojos del hombre, cómo se deslizaron hacia él y se alejaron. En el escritorio, el oficial había parecido relajado, pero ya no se veía así. Todavía estaba demasiado lejos para escuchar mucho, pero unos pocos pasos más y estaría lo suficientemente cerca. Jack sintió que la fatalidad se extendía a través de él. Venir aquí era algo peligroso. Lo sabía.

—¿Dónde está Matt? —preguntó Leland.

—Conmigo. Pero vamos a perder la casa. Hay facturas.

Leland se sentó con los brazos extendidos y las palmas de las manos pegadas a la mesa. Su pecho se movía con su respiración. Hizo un puño con la mano derecha y lo puso en la izquierda; frotó el puño con tanta fuerza que las venas aparecieron moradas en los nudillos. Se llevó la mano a la boca.

—No puedo hacer nada por ti.

—Necesitamos dinero.

—No puedo hacer nada.

—No tenemos adónde ir.

—Tienes que irte.

—No.

Leland apartó la mirada. A la luz amarilla, su rostro brillaba de sudor. Se quitó el puño de la boca, movió su peso hacia delante y golpeó la mesa con los nudillos. No miró atrás, al oficial.

—Lárgate de aquí —le dijo a Jack en un susurro.

—Por favor.

—No quiero que te involucres en esto.

—Ya estamos involucrados.

Había angustia y, al mismo tiempo, una especie de detestable remordimiento en los ojos de Leland.

—Vete —dijo—. No lo diré dos veces.

—¿Intentaste siquiera conseguir la libertad condicional?

—Chico. Estás hablando de cosas que no entiendes.

El oficial se acercó un paso.

—Podrías ayudar —dijo Jack.

—Vete. Maldita sea.

—Vi el maletín —espetó Jack.

La mirada de Leland, larga y afligida, detuvo las palabras de Jack. Miró por encima del hombro al oficial y habló con dureza:

—Estás equivocado.

—No es así.

Leland se inclinó hacia Jack, se acercó y negó levemente con la cabeza. De un lado a otro.

—Vi el maletín…

Leland se tambaleó de su silla y agarró a Jack por la cabeza y golpeó su cara contra la mesa. El mundo se oscureció ante los ojos de Jack y arañó la mesa, tratando de pararse, pero Leland empujó su cabeza hacia abajo con más fuerza. Jack sintió que sus dientes delanteros se hundían a través de su labio. Sintió el sabor de la sangre y escuchó pasos ruidosos. Leland inclinó su rostro hacia el de Jack y rozó su barba contra la mejilla de Jack, deslizó sus labios hasta la oreja de Jack y lo besó una vez.

—Sabes que no debes hacer esto. No vuelvas aquí, ¿me oyes? No vuelvas…

Un traqueteo y la presión disminuyó.

Jack se sentó. El dolor llegó abrasador y violento, y recorrió su rostro con ecos palpitantes. La sangre resbalaba por su nariz. Se puso en pie, se tambaleó y volvió a sentarse. El oficial penitenciario había empujado a Leland hacia atrás, contra una pared. Una alarma había comenzado a sonar. Sólo una de las fosas nasales de Jack funcionaba.

Jack se incorporó y se balanceó. Pensó que iba a vomitar, pero no lo hizo. La saliva roja cayó desde sus labios hasta el azulejo en un largo hilo. Movió su lengua a lo largo de la carne perforada dentro de su boca hinchada. Su labio palpitaba. Había sangre en toda la parte delantera de su camisa. Atravesó entre tropiezos la habitación hasta la puerta, el suelo se inclinó bajo sus pies, y luego se detuvo. Bajo la pálida luz vio a Leland parado en un rincón, con las manos esposadas detrás de él. No respiraba más fuerte que si acabara de despertar de una siesta.

—Cuando salgas de aquí, no nos busques —dijo Jack—. No intentes llamar. No busques a Matty. No te queremos, ¿entiendes?

Las palabras salieron arrastradas. Leland se quedó ahí parado. Parecía extrañamente en paz.

—Comer o ser comido —dijo Leland con voz tranquila. Feroz—. Conoces la ley.

Jack se volvió, salió tambaleándose al pasillo y atravesó el detector de metales, con la mano ahuecada debajo de su boca para recoger la sangre. Nadie lo detuvo. En el escritorio, el oficial se puso en pie y le preguntó si necesitaba sentarse. Jack sacudió la cabeza, caminó más allá de las puertas del frente hasta llegar al Caprice, y se subió. Encendió el motor y salió del estacionamiento.

Dejó la carretera cerca del Stardust Inn y entró al estacionamiento. El volante estaba manchado de sangre. Se secó las manos en los jeans y miró su camisa: empapada de rojo. Su nariz todavía estaba sangrando. Levantó el dobladillo frontal de su camiseta térmica, lo retorció en espiral y metió la tela enrollada en su fosa nasal. Luego echó la cabeza hacia atrás y tragó la sustancia espesa que corría por su garganta. Se quedó así sentado por un minuto. Una ola de oscuridad se apoderó de él y esperó a que pasara.

Cuando la hemorragia disminuyó, se sacó la tela enrollada de la nariz. Tomó la maleta deportiva de detrás del asiento, tomó una camisa limpia y la caja de vendas, y metió todo en su mochila. Podía sentir la tos bullendo en sus pulmones. Náuseas. No vomites.

Apagó el motor, abrió la puerta del auto y salió, con la mochila abrazada de manera que ocultara el frente de su camisa. Revisó la calle. La luz gris. El pavimento mojado por la nieve. Nadie. Avanzó hacia el Stardust.

Un gato amarillo cruzó la calle. Se detuvo y luego se alejó al trote.

Esperó hasta que una pareja se acercó a la puerta y entonces se deslizó detrás de ellos. Caminó por un pasillo oscuro. La sangre goteaba de su nariz sobre la alfombra floral. Encontró un carrito de limpieza junto a una de las habitaciones y tomó un puñado de toallas faciales, una toalla grande y una botella de spray con blanqueador. Buscó aspirinas o Tylenol. No había, pero sí encontró pequeños paquetes de azúcar para las máquinas de café. Metió algunos en su bolsillo y registró el otro lado del carrito. No encontró medicinas. Tomó un vaso de plástico, abrió la cremallera de su mochila y metió todo. Deambuló por los pasillos hasta que encontró un baño. Se apoyó en la puerta y entró.

La luz del sol caía a través de una pequeña ventana. Escupió gotas de sangre en el lavamanos. Vació la mochila sobre el mostrador. Volvió a meter el libro de cálculo de Ava. Acomodó el resto (camisa y vendas, toallitas, atomizador, vaso de plástico). Se quitó la camiseta manchada de sangre y la tiró a la basura. Después de abrir el grifo de agua fría, mojó las pequeñas toallas faciales y limpió su cara. El dolor fresco lo aturdió. Su labio pulsaba como una bomba de agua. Se limpió la sangre del cuello y el pecho, luego se secó y se puso la camisa limpia. El viento agitó el vidrio de la ventana. Una aspiradora se encendió en alguna parte.

Cuando se miró al espejo, se dio cuenta de que su labio todavía goteaba sangre. Se inclinó por encima del mostrador y analizó las heridas. Profundas, inflamadas.

Con un paño limpio, se secó el sudor de los ojos y luego llevó la toalla a su labio. Vació los paquetes de azúcar en el vaso de plástico, lo llenó de agua y bebió. Rellenó el vaso y bebió de nuevo. Cambió las vendas de sus manos. Estaban muy lastimadas, dolían. Metió la toalla limpia y la botella de spray en su mochila, y se la echó al hombro.

Se abrió la puerta y entró una camarera con una cubeta de productos de limpieza. Hizo una pausa al verlo. Miró la toallita ensangrentada.

—Lo siento —dijo Jack.

Ella se quedó allí parada, con una mano sujetando la cubeta por el asa.

—¿Estás bien?

Jack tosió.

—Sí. Lo siento.

Dio un paso para pasar a su lado, pero ella sacudió la cabeza y se llevó un dedo a los labios. Jack se detuvo.

La mujer salió al pasillo con la puerta apoyada en su cadera y miró hacia fuera. Pasos. Jack alcanzó a ver la forma de un hombre pasando, así que retrocedió un poco para quedar fuera de la vista. Se mantuvo atento. El hombre siguió caminando.

Silencio.

Ella abrió más la puerta. Le hizo un gesto a Jack con la mano.

—Ve.

—Gracias —dijo Jack—. Gracias.

Ella lo miró fijamente, con el ceño fruncido.

—¿Necesitas ayuda?

Jack tragó saliva. Parecía ser alguien que se preocupaba por las personas en su vida. Su mirada le dolía. Negó con la cabeza.

Dijo gracias de nuevo, se dio media vuelta, caminó por el pasillo vacío y salió del lugar. El viento del norte lamió su rostro y el dolor hormigueó en su nariz. Se subió al Caprice y lo puso en marcha. Abrió su mochila y sacó la toalla del hotel y la botella con blanqueador. Roció el volante y la manija de la puerta, y con la toalla limpió la sangre hasta que desapareció por completo.

De pronto, sintió un miedo creciente de que alguien lo estuviera esperando en el asiento trasero. Se volvió y miró, pero nadie estaba ahí.

Nadie. Estaba solo.

Solo, y lo sabía.

Revisó el reloj. Tres y cuarto. Condujo hacia la carretera. Se detuvo en Texaco, cargó cinco dólares de gasolina y compró una tarjeta de tiempo aire para el Tracfone. Quedaban tres dólares y sesenta y cuatro centavos. Subió al Caprice y se dirigió a la escuela de Matty.

La belleza del mundo

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