Читать книгу La belleza del mundo - Cory Anderson - Страница 9
ОглавлениеRecuerdo el color rojo.
Los árboles y la oscuridad y la luna.
Y la sensación de mi mano en el cuchillo, mientras el calor se filtraba a través de mis dedos.
La luz de la luna creciente se extendía a lo largo de las colinas y proyectaba sombras sobre la carretera. Jack conducía. Unas cuantas casas surgían a la luz de los faros y perdían su forma al dejarlas atrás. Los limpiaparabrisas traqueteaban. Nieve gris a la deriva. Éste no es el final, pensó. No lo es. No puedes desanimarte. Sólo tienes que aguantar.
Le ardían los ojos y se los secó con la manga.
Cuando se acercó a su casa, pudo ver huellas de llantas marcadas en la nieve fresca. La camioneta del comisario estaba junto al granero, con las ventanas oscuras. Su garganta se cerró. Miró hacia la casa, pero nada se movió dentro. No había luces encendidas. No salía humo de la chimenea. Apagó el motor, abrió la puerta y corrió hacia la casa.
—¿Matty? ¡Matty!
A mitad de camino hacia los escalones del porche, escuchó un chirrido metálico detrás de él. Se volvió. Un hombre estaba allí en las sombras, con una mano en la puerta abierta de la camioneta y su aliento empañando el aire. Fuerte de constitución y grande, de más de un metro ochenta de altura, cabello gris envejecido y rostro de piedra. Llevaba un sombrero Stetson muy bajo sobre los ojos —Jack apenas podía verlos— y una chamarra de lana abierta sobre una camisa de vestir almidonada, de algodón azul. En su cadera, una M&P9 asomaba desde su funda. Jack sabía que él era la ley y que su apellido era Doyle. La gente decía que era bueno en un pleito y que no era un hombre con quien quisieras meterte.
Doyle cerró la puerta. Una pila de polvo blanco se deslizó por la ventana y espolvoreó el suelo. Se adelantó con un pulgar metido en el cinturón.
—Nadie va a responder. Te lo puedo asegurar.
El aire frío le puso la piel de gallina a Jack. No miró la casa. Matty tenía que estar ahí. Tenía que estar.
—¿Qué desea?
Doyle dio unos pasos más, hasta que se paró a un metro de Jack.
—Llamó DeeAnne, de Servicios. Dijo que era posible que ustedes necesitaran una visita de revisión.
—Estamos bien.
Doyle resopló. Miró la casa y después a Jack.
—¿A quién le estabas gritando?
—A mi hermano.
—¿Y dónde está?
—En casa de un amigo.
—De un amigo.
—Sí. Lo había olvidado. Fue a casa de un amigo.
—¿Qué amigo?
Jack mantuvo sus ojos en Doyle. Los copos de nieve caían sobre su piel y se derretían.
—No sé si sea de su incumbencia.
Doyle le dedicó una pequeña sonrisa.
—Me gustaría conocer a Matty. Cuando no esté en casa de un amigo.
Jack no habló. Doyle volvió a mirar la casa.
—¿Tu mamá está por aquí?
—No.
—Bueno. ¿Dónde está?
—De viaje.
—¿Crees que vuelva esta noche?
—Mañana, creo.
—Mañana.
Jack no respondió, lo que necesitaba era calma.
—Tengo que hablar con ella antes de mañana.
—Lo que sea que deba decirle a ella —dijo Jack—, yo se lo diré.
Doyle lo miró. Sin expresión. Los copos de nieve se acumulaban en el ala de su sombrero.
—El banco puso en subasta su casa. ¿Te contó tu mamá? Los van a echar. Tienen dos días.
Jack sintió un temblor en sus piernas y agudas heridas arañando su garganta. Su cabeza se sintió atontada y sus oídos comenzaron a zumbar con un ruido fuerte. Todo en su vista pareció inclinarse. El granero y los árboles cambiaron de altura.
—¿Tienen algún lugar adonde ir? —preguntó Doyle.
—Estamos bien.
Se miraron uno al otro en silencio.
Doyle asintió. Levantó la cabeza hacia el cielo iluminado por las estrellas, como si buscara algo en las nubes. Después de un rato, se volteó y miró a Jack. Sus ojos gris azulados brillaron como piedras de luna en la oscuridad.
—Hijo —dijo—. Si necesitas ayuda, debes decírmelo.
Jack tragó saliva. Sentía como si estuviera flotando. Se sentía como una pluma. Tenía frío y se estremeció. Se preguntó si mamá también tendría frío bajo toda esa nieve.
—Llega un momento en que la mayoría de la gente necesita un descanso —dijo Doyle.
Jack desvió la mirada. Las ramas crujieron en la copa del alto y viejo pino junto al granero, y vio a un búho descender en busca de atrapar algo al vuelo, desgarrar con crueldad. Volvió a mirar a Doyle.
—Gracias por pasar por aquí.
Los ojos de Doyle lo escudriñaron un momento. Y esos ojos vieron cosas ocultas. Sólo Dios sabía qué.
Inclinó ligeramente su sombrero, dio media vuelta y cruzó el camino de entrada hasta la camioneta de policía. Jack lo vio subir. Vio la puerta cerrarse, el motor arrancar, las luces encenderse. La camioneta avanzó a través de la nieve y entró en la carretera. Las luces traseras continuaron por la carretera hasta desaparecer en la oscuridad que la esperaba.
Subió golpeteando los escalones del porche y entró en la casa. Le dolía la garganta. Pulsó el interruptor de la lámpara, pero no había luz. La sala se sentía fría como un ataúd y podía ver su propio aliento. En la oscuridad más negra, susurró el nombre de Matty, pero no escuchó nada.
Se tambaleó hacia la cocina, extendió las manos frente a él y encontró el armario encima del fregadero. Lo abrió, buscó a tientas una linterna y pulsó el botón. Una luz amarillenta y trémula impregnó un agujero en la oscuridad. No podía ver a Matty. Extendió la luz.
Una colcha del sofá cama estaba amontonada contra la pared debajo de la mesa de la cocina. Jack se puso en cuclillas, jaló la colcha hacia atrás y descubrió una corona de cabello dorado. Entonces Matty lo miró con sus grandes ojos. Jack lo atrajo hacia sí. Lo abrazó y envolvió la colcha alrededor de él.
—No pasa nada —dijo—. No pasa nada. Estás bien. Ya estoy aquí.
Matty se aferró a él. No dijo una sola palabra. Después de un rato, dejó de temblar.
Jack llevó a Matty a la chimenea y se agachó en el suelo frío, abrazándolo.
—Voy a encender el fuego. Estaré aquí, donde puedas verme.
Matty no lo soltó al principio, pero poco a poco comenzó a liberarlo. Jack se levantó, arrugó el periódico y lo echó en el interior de la chimenea, formó una cubierta de leña de abedul sobre el papel. Encendió un cerillo y cuando la madera seca prendió, colocó un gran leño encima y sopló al fuego. Las llamas pintaron las paredes y el techo de un naranja titilante. Se mantuvo mirando a Matty. Él nunca apartó los ojos de Jack.
Jack fue a la puerta y la cerró.
Con los dientes castañeteando, arrastró el colchón del sofá cama frente a la chimenea y amontonó mantas y almohadas encima para formar una especie de capullo, de manera que pudiera atrapar el calor del fuego. Se volvió, levantó a Matty y lo acurrucó entre las mantas.
—Voy a conseguir algo de comida —dijo—. ¿Está bien?
Matty asintió.
Iluminó los gabinetes con la linterna y encontró tres velas, las encendió y las colocó aquí y allá sobre la barra. En la despensa, consiguió una lata de frijoles y una de duraznos. Del gabinete alto que estaba sobre el refrigerador salieron los dos mejores tazones de porcelana de mamá, los que tenían las pequeñas flores alrededor del borde. Ese tipo de cosas para las ocasiones especiales que le había dado la abuela Jensen. Sacó del cajón dos cucharas y un abrelatas. Se sentó frente a Matty, quien se mantenía atento a cada uno de sus movimientos desde el interior de su guarida de mantas. Hendió la tapa de los duraznos con el abrelatas, giró la perilla y vertió la fruta en los tazones. Abrió los duraznos antes que los frijoles porque a Matty le gustaban más. Puso al fuego la lata de frijoles.
Comieron la fruta, un lento bocado a la vez, mientras la luz jugaba sobre las paredes. El fuego crepitaba. La casa crujía mientras los espacios más rígidos se estiraban y calentaban. Después de los duraznos, Jack sacó los frijoles del fuego, que ya estaban muy calientes. Cuando los cuencos estuvieron vacíos, se levantó y atendió el fuego. Miró atrás y vio a Matty desplomado entre las mantas con los ojos cerrados y un pie fuera de la colcha. Su piel pálida resplandecía a la luz del fuego. Tenía el aspecto de un ángel. Jack se agachó y tapó su pie con la colcha. Luego se quedó allí sentado, mirándolo. No es necesario que se lo digas esta noche. Déjalo estar bien esta noche. Mañana se lo dirás. Mañana tendrás un plan. Sabrás qué hacer.
Se contó esos cuentos.
Del otro lado del vidrio oscurecido de la ventana de la sala, la nieve caía sin parar en grandes ráfagas de viento blanco. Jack estaba cansado, tenía las manos adoloridas y la garganta en carne viva, su mente seguía escapándose y en algún lugar en la oscuridad creyó oír cantar. “Noche de paz”. La canción tenía muchas voces. El destello de una vela. Un faro. Palabras murmuradas, amén. Aleluya. Quizá nos vean, pensó. Quizá nos estén mirando.
La nieve caía y se acumulaba en pilas. No había viento.