Читать книгу La belleza del mundo - Cory Anderson - Страница 4

Оглавление

Mi vida se ha desteñido en fragmentos flotantes en blanco y negro, pero recuerdo los minutos con Jack en colores, en una vívida bruma de rojo, amarillo y azul. Cosas sensoriales. El sonido de su voz. Su olor, como un bosque en invierno. Lo veo acostado a mi lado con la luz de la luna reflejada en su rostro. Su mano sostiene la mía, y siento la calidez en todo mi ser, a pesar del frío. Siento su aliento en mi piel.

No olvido esas cosas.

Le dije a Jack que se mantuviera lejos. Él te hará daño, dije. Te arrebatará aquello que más importa. Lo hará con una sonrisa, y luego se fumará un cigarrillo.

Jack no escuchó.

Pero me estoy adelantando. Llego al final cuando, para entender la verdad, hay que empezar por el principio.

Cuando Jack abrió la puerta, mamá no estaba sentada en la mecedora junto a la chimenea. Su colcha arcoíris formaba un bulto estéril en la mecedora, salvo por una esquina hecha jirones que se escabullía, furtiva, hacia la desgastada alfombra. Tampoco estaba en la cocina, mirando fijamente por la ventana sobre el fregadero con ojos vidriosos, toda piel y huesos en su raído camisón rosa. El frío se aferraba a las escasas paredes de la casa y se agazapaba en los oscuros rincones adonde el sol jamás llegaba. Ella había dejado que el fuego se apagara. Nunca lo permitía. Ni siquiera en medio de sus aturdimientos.

En la mente de Jack, una abrazadera de acero se tensó.

Sacudió la nieve de sus botas, se quitó la mochila de los hombros y la enganchó en el respaldo de la silla de la cocina. Se quitó los auriculares para ver si conseguía escucharla arriba. Nada. Ella casi nunca dejaba esa mecedora en estos días, salvo para ir al baño. Hubo un tiempo en que ella lo recibía en la puerta cuando él llegaba de la escuela, pero eso había sido en otra época.

—¿Mamá?

Se quedó allí esperando respuesta, pero ninguna llegó. El viento soplaba en las ventanas y traqueteaba al bajar por el ducto de la chimenea. Necesitaba encenderla. Si no tenían fuego, la pasarían mal. Matty llegaría pronto de la escuela. La señora Browning dejaba que los estudiantes de segundo grado se quedaran más tiempo y jugaran a encestar en el gimnasio, pero sólo por un rato. Él necesitaba preparar la cena para Matty. Se acercaba la noche.

Aun así, se quedó allí e intentó escuchar alguna señal de mamá.

La nieve se derritió bajo sus botas y formó charcos en el linóleo. Se quitó las botas y los calcetines y los alineó junto a la chimenea fría, por costumbre. Cuando volvió a mirar hacia la mecedora, vio el frasco de pastillas en la mesa. No estaba tapado y la mayor parte de las pequeñas píldoras redondas había desaparecido de su interior. Al principio, un médico del pueblo dijo que las pastillas la ayudarían a descansar del dolor después del accidente, pero todo eso había sucedido mucho tiempo atrás y desde entonces ella se las había tomado sin control alguno. Ahora dormía en la mecedora día y noche. No lo recibía en la puerta, no comía, no se bañaba, no decía cosas que tuvieran sentido.

El viento, o algo más, susurró en el piso de arriba. Jack caminó hasta las escaleras y se quedó mirando. La luz se atenuaba a medio camino y se reducía hasta alcanzar la oscuridad en la parte superior.

—¿Mamá?

Debía estar arriba, en el baño. Quizás estaba enferma otra vez por haber tomado demasiadas pastillas. Subió los crujientes escalones alfombrados, encendió la luz del pasillo y esperó. Ningún sonido. Una ráfaga de aire a lo largo del techo.

Cruzó hacia el baño.

Imaginó que la encontraría encorvada junto al retrete, vomitando, con los ojos hundidos en bolsas de amoratadas sombras, o parada frente al espejo, tan delgada como si estuviera a punto de morir de hambre, como una arrugada muñeca de papel. Pero no estaba allí.

Un baño vacío. Porcelana rosada.

Azulejos en forma de octágonos, de un sórdido blanco.

Pensó en ella tendida en camisón en algún lugar allá fuera, con su vida escapando poco a poco en la nieve helada. Basta, se dijo. Ella está bien. Alguien vino a buscarla y tal vez la llevó a la tienda. Eso es todo.

Pero era mentira. Por supuesto.

Salió del baño y miró fijamente la puerta cerrada al final del pasillo. La puerta se hizo más grande mientras la observaba. Sólo quedaba una habitación en la casa y ella no estaría allí. No, nunca entraba en ese dormitorio. No desde que ellos habían llegado en medio de la noche, cuando habían sacado a papá de su cama mientras los dos se encontraban ahí y se lo habían llevado.

No, esa habitación era una tumba. Y ella no quería entrar.

Puso la mano en la perilla de la puerta y la giró.

Ahí estaba, colgando del ventilador del techo. Un cinturón se enrollaba alrededor de la varilla del ventilador y se ceñía alrededor de su cuello. Una de sus frágiles manos se movió.

Jack se abalanzó sobre ella y la levantó por las piernas, pero estaba completamente flácida. Debajo había una silla de madera volcada. Él la soltó y acomodó la silla. Se subió en ella y levantó a mamá, pero su cabeza se inclinó hacia delante. Sus ojos no parpadearon. Dios mío. Jack tiró del cinturón y el ventilador se sacudió. El yeso empolvó su rostro. Por favor, pensó.

Dios mío, por favor.

Se bajó tambaleante y buscó rápidamente en la cómoda hasta encontrar el cuchillo de caza de papá, desdobló la hoja, se subió a la silla y cortó el cuero. Cortar la correa, encontrar uno de los agujeros del cinturón, seguir cortando. Maldita sea. Oh, maldita sea, maldita sea. Cuando el cuero se rompió, él la sostuvo por la cintura, pero ella se fue de lado, lejos de sus brazos, y cayó al suelo. La silla se volcó y él también salió volando. Dejó caer el cuchillo.

Se arrastró hacia ella y la volteó. Ella yacía allí, bajo la estremecedora luz desvaída, con el rostro inexpresivo y pequeñas manchas de sangre en los ojos abiertos. Su cabello se esparcía alrededor. Un bulto de huesos en la gruesa alfombra verde. Una pantufla en su pie y baba seca en su barbilla.

Cuánto silencio.

Jack se puso en pie y golpeó la pared con el puño. No hubo ninguna fuerza en el primer golpe, pero en el segundo raspó los nudillos contra el panel de yeso para que sangraran. El ruido lo sacudió, sonidos entrecortados de dolor y respiración agitada.

Se sentó junto a ella en el suelo.

Tocó su mano y la sostuvo.

Simplemente se quedó sentado junto a ella.

Cuando la ventana se oscureció y el frío bajó reptando por las paredes, Jack se enderezó y la levantó. No podía pesar más de cincuenta kilos, pero era un peso muerto. La llevó a la cama y la acostó allí. Luego tan sólo se paró a su lado, mirándola. Las sombras violetas acumuladas sobre su piel. Su cabello amarillo. Le cerró los ojos y acomodó el camisón alrededor de sus piernas. Cruzó sus brazos. Encontró su otra pantufla en la alfombra, se la puso y se sentó a su lado en la cama.

Estuvo sentado ahí durante mucho tiempo.

Cerró la puerta del dormitorio, se lavó la cara, bajó las escaleras y encendió la chimenea. El frío seguía llegando, y ahora también la noche. Tiró el frasco de pastillas a la basura, abrió el gabinete junto al fregadero y sacó el bote amarillo de Tupperware. Quitó la tapa y contó el dinero que había dentro. Quince dólares con treinta y seis centavos. Volvió a contarlo.

Sip. Correcto desde la primera vez.

Frotó sus ojos con la palma de la mano y abrió la puerta de la despensa. Un saco medio lleno de papas. Un par de latas: frijoles y duraznos. Un bote de azúcar casi vacío. Las papas eran de las buenas, las rojizas de la señora Browning. Tomó tres, las lavó y las cortó. En una sartén, derritió un poco de mantequilla y luego dejó caer los trozos de papa. Su corazón punzaba con dolor en el pecho, pero lo ignoró.

La puerta de la entrada se abrió con un chirrido y Matty entró estrepitosamente, pisoteando nieve, con las mejillas brillantes, un gorro de lana húmedo que cubría casi hasta sus ojos y el abrigo abrochado para arroparlo hasta la barbilla. Ese abrigo había sido alguna vez de Jack y, antes, de alguien más. Una rasgadura en el frente dejaba expuesto el relleno, pero por dentro era de franela, cálido. Matty cerró la puerta de golpe, se quitó el abrigo y el gorro, y sonrió.

—Jack, nunca lo adivinarás. Dije bien todas las tablas de multiplicar. Todas, hasta el doce. No fallé en ninguna.

Las papas chisporrotearon y Jack les dio la vuelta para dorarlas por ambos lados. Sal y pimienta. Por un segundo, las cosas se sintieron normales. Salvo por sus ojos, ese ardiente aguijón en los bordes. En su cabeza, un latido empezó a golpear.

—Buen trabajo, enano. Ahora cuelga tu abrigo y lávate.

—¿Crees que podamos comer duraznos esta noche?

Jack asintió.

—Para celebrar tu triunfo con las tablas de multiplicar.

Matty colgó su abrigo y su mochila en el gancho de la pared junto a la chimenea, y colocó sus botas con cuidado junto a las de Jack, alineando los tacones. Miró la mecedora y se detuvo allí por un momento. Pensativo. Con un gesto de concentración en el rostro. Luego se volvió y se dirigió hacia las escaleras, Jack escuchó que se abría el grifo del baño. Percibió un sabor fuerte en la boca. Como pólvora.

La puerta está cerrada.

La puerta está cerrada.

Después de un minuto, Matty volvió a bajar. Observó a Jack cocinar. Luego arrastró una silla de la cocina hasta el gabinete junto al fregadero y sacó los platos.

Juntos colocaron todo y se sentaron a la mesa de formaica. Papas fritas, duraznos y tazas de café instantáneo caliente. Jack sabía lo que se avecinaba y se había preparado.

—¿Dónde está mamá? —preguntó Matty.

—Se fue de viaje.

—Revisé el baño y no está allí.

—Ya te lo dije. Se fue de viaje.

—Bueno, ¿con quién iría?

—Un amigo. Alguien que no conoces.

—¿Como quién?

—Cómete las papas —dijo Jack.

Matty no comió. Miró la mecedora. Miró a Jack.

—No se llevó su colcha arcoíris.

Jack lanzó un vistazo a la colcha. Filas de hilos tejidos con ganchillo. Los bordes se habían aflojado y se desvanecían en naranja donde habían sido rojos. Un regalo de la abuela Jensen cuando mamá tenía sólo ocho años. Era estúpido haber olvidado esa colcha.

—No. Supongo que no.

—No creo que ella fuera a ninguna parte sin su manta.

—Quizá la olvidó.

—¿Crees que esté bien en la nieve?

—Sí. Creo que sí.

—¿Cuándo regresará?

Jack bebió un sorbo de café y se quemó la boca. Comió sus papas.

Matty lo miró.

—¿Estamos bien?

—Claro, estamos bien.

Jack comió. Masticar y tragar. Sorbo de café. Harás esto por él, no permitirás que se entere, no lo permitirás.

Matty se quedó mirándolo, luego tomó su tenedor y comenzó a comer.

Bien.

Jack calentó agua en la chimenea, tapó el fregadero, vació el agua caliente, lavó todo y lo dejó secar en la barra. Después de que Matty terminó sus duraznos, Jack le pidió que sacara su tarea. Deletrear.

—Escuela —dijo Jack.

La concentración volvió al rostro de Matty.

—E-S-C-U-E-L-A.

—Bien. Ahora, lápiz.

—L-Á-P-I-Z.

Del otro lado de la ventana de la cocina, el viento arrojó ráfagas de nieve contra el vidrio, las agitó en círculos y las lanzó a la tierra. Un frío de hierro allá fuera. Jack se tapó los ojos con las manos. La oscuridad hundía el techo y las paredes de la frágil casa, y ella yacía allá arriba en la cama.

La belleza del mundo

Подняться наверх