Читать книгу La belleza del mundo - Cory Anderson - Страница 7

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Aléjate de mí.

Qué frase tan encantadora.

Debería haberle dado las gracias a Jack. Trató de ayudarme. Levantó mi libro. Debería haberle agradecido. Pero tienes que entender: yo sabía quién era Jack. Lo supe en cuanto Luke dijo su nombre.

Jack Dahl.

¿Cómo está tu papá, Jack? ¿Cómo la está pasando?

Jack era el hijo de Leland Dahl.

Leland Dahl, que robó una casa de empeño con mi padre y fue a la cárcel. Leland Dahl, que sabía dónde estaba el dinero.

En el baño, me lavé las manos. Las lavé una vez, las froté. Las lavé de nuevo. Luego entré en un cubículo y cerré la puerta. La respiración se estremecía y temblaba a través de mí. Los pensamientos me golpeaban en una rápida y afilada secuencia.

Jack Dahl es peligroso.

Mantente alejada de él.

Mantente alejada.

Tanto como puedas.

He hablado un poco de mi padre. Su nombre es Victor Bardem. No le digo padre. Yo tenía diez años cuando robó Lucky Pawn. Fue un martes de agosto. Llegó a casa muy tarde en la noche, con un hombre al que nunca había visto. Debería haber estado dormida, pero no teníamos aire acondicionado y hacía calor. Mi camisón se pegaba a mi piel incluso sin tener las sábanas encima. En ese momento vivíamos en un remolque en las afueras de Rigby. Mamá ya se había ido en ese momento.

Esto es lo que sucedió.

Bardem apaga el motor de la Land Rover y se baja. Se para frente al remolque, lo observa. Una pálida silueta con revestimiento de aluminio. La luna es una rendija en el cielo. El otro hombre sale por el lado del pasajero. Tiene un bigote que cuelga a ambos lados de su boca y un tatuaje en el brazo de un par de manos juntas, en señal de oración. Lleva una escopeta con el cañón recortado. Mira a Bardem y espera.

Bardem está ahí, analizando el remolque. Las ventanas oscuras. Nada se mueve en su interior. La lámpara sobre la puerta arroja su resplandor sobre el porche delantero.

—¿Crees que se haya ido con el dinero? —dice el otro hombre.

—Sí, eso creo.

—¿Crees que haya escondido el maletín en alguna parte?

Bardem sonríe con gesto distraído. Camina al porche y se sienta en una silla de jardín de plástico verde. Casual. Relajado. Mira al hombre.

Silencio.

El hombre escupe sobre la tierra. Gotas de sudor resbalan por su frente. No se mueve el aire. Cojea hasta el porche y se apoya en la barandilla. Sostiene la escopeta en una mano, con el cañón apuntando al suelo. Una sombra oscura mancha el muslo izquierdo de sus jeans. Asiente con la cabeza hacia el remolque.

—¿Tienes un vendaje allí dentro?

Bardem no parece oírlo. Inclina la cabeza hacia el remolque como si estuviera escuchando algo.

Todo está callado. Un búho ulula.

—¿Quieres ir a buscarlo? —pregunta el hombre—. Podríamos intentar encontrarlo.

Bardem permanece inmóvil.

—¿Sabes dónde escondería algo?

El hombre sacude la cabeza.

—No. Pero tú lo conoces mejor. Sabes dónde vive.

Se seca el sudor de la frente y cojea con la pierna sana.

—Estoy sangrando mucho. ¿Tienes algunas vendas?

—¿Estás seguro?

—¿Qué?

—Dije: ¿estás seguro? Que no sabes dónde escondería algo.

—No lo sé.

Bardem posa los ojos en el hombre. La sonrisa se demora en sus labios.

—Necesito hacer algo con esta pierna —el hombre se acerca al porche y vuelve a mirar el remolque—. ¿Tienes antibióticos?

—¿De qué me sirves?

El hombre lleva rápidamente su mirada a Bardem.

—¿Qué?

Bardem se inclina hacia atrás en su silla y estudia al hombre. La sonrisa se ha ido ahora, pero la voz permanece tranquila.

—Dije: ¿de qué me sirves? No sabes dónde está el maletín.

Los dedos del hombre se tensan sobre la escopeta, pero Bardem ya tiene una pistola en la mano, que sacó del cinturón y apunta ahora directo a la cabeza del hombre.

—Suéltala —dice Bardem.

El hombre no se mueve. Bardem observa el pánico que arde en sus ojos. Ya antes ha visto este pánico.

—Creo que comprendes —dice Bardem— tus posibilidades en esta situación.

El hombre deja caer la escopeta. Cae ruidosamente del porche y levanta una nube de tierra seca.

—No hay necesidad de que lleguemos a esto.

—Pero aquí estamos.

—Podría irme…

—¿Alguna vez te has cansado de escuchar tu propia voz?

La boca del hombre se estremece.

Bardem se reclina en la silla, sosteniendo la pistola.

—¿Sabes cuántas personas están enteradas de lo que pasó esta noche? Te lo diré. Tres. Yo. Tú. Dahl. Demasiados. No me gusta.

—Dije que me iré.

Bardem mira el remolque. Baja la pistola.

—Te diré una cosa —dice—. Resolveremos esto como hombres. Vamos a dar un paseo.

Entran en la Land Rover y se alejan en el polvo en medio de la noche oscura.

Media hora después, Bardem regresa solo.

Se sienta en la silla de jardín. Saca un cigarro y un encendedor del bolsillo de su camisa, enciende un Marlboro y fuma. El extremo encendido forma un tenue círculo rojo en la oscuridad. Hay sangre en sus botas de piel de avestruz.

Deja caer la colilla del cigarro y la aplasta. Silba suavemente.

Con una manguera, lava la camioneta. El tapete de plástico que está sobre la alfombra. Vuelve y echa tierra sobre la sangre del suelo con el costado de la bota. Los grillos chirrían a lo lejos. Sube los escalones del porche hasta el remolque.

No enciende una luz. En la cocina, se lava las manos y las seca con una toalla limpia. Quita la sangre de sus botas. El refrigerador zumba. El remolque huele a hierbas. Hay albahaca junto al fregadero. Se mira en el reflejo de la ventana. Su aspecto es pulcro. Ecuánime. Escucha de nuevo.

Camina hacia la puerta del dormitorio de Ava. Se detiene, pega la oreja a la puerta y luego toma la perilla y la gira.

Ava está en la cama. Acurrucada bajo las sábanas. Con los ojos cerrados.

Ha estado mirando por la ventana.

Yace muy quieta. El aliento entra y sale de su cuerpo. Casi silencioso. Su rostro terso. Hay un muñeco de peluche en la cama, junto a ella: un pequeño chango de pelaje marrón. Quiere alcanzarlo, pero no lo hace. No se mueve.

Sus pasos son silenciosos, pero ella sabe que él está allí. Huele su loción.

Se sienta en la silla junto a la cama. Callado. Ella siente su oscuridad allí. Espera. Respira. Su corazón aletea agitado contra las paredes de su pecho. Yace en las sombras y piensa en cielos azules y caballos palominos y cosas felices. Espera, espera.

Él se pone en pie y se acerca a la cama. Espera ahí. Se inclina y roza el cabello de ella con los labios. Ella no se mueve.

La habitación está en silencio.

Él vuelve a sentarse en la silla.

Cuando ella despierta, él ya se ha ido.

La belleza del mundo

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