Читать книгу La belleza del mundo - Cory Anderson - Страница 13

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Pienso en los Y-si: esas pequeñas opciones que hay en el camino. Cada elección conduce a otra. Todas apuntan a un final.

Y si no hubiera dejado caer mi libro de cálculo.

Y si Jack no lo hubiera recogido.

Y si me hubiera quedado ese día en su casa. Y si no me hubiera ido.

Hay una multitud de Y-si en los que me permito pensar. Hay momentos que se anhelan, para vivir dentro de ellos, para nunca irse. Otros de los que uno se arrepiente. Que hacen desear una segunda oportunidad. Me aseguro de recordarlos todos. Este baile lento con el destino es un buen romance. Una dulce tortura. No olvido. Nunca lo haré.

Pero luego hay otras opciones.

Algunos Y-si quieren tomar represalias. Es difícil bailar con ellos. Los arrastras contigo. Los llevas sobre tu espalda.

Pienso: y si Jack no hubiera ido a esa prisión.

Algunos Y-si, te rompen las rodillas.

Bardem cruzó Henry’s Fork y tomó Red Road hacia el norte, en dirección al desierto. La nieve fresca cubría el asfalto y se levantaba en pequeñas pilas como navajas sobre los cables que pendían entre postes de cercas que parecían quemadas. Cuando llegó a Big Grassy Ridge, ya casi se había puesto el sol. Un azul y frío crepúsculo sombreado por las colinas del norte caía sobre las dunas. Silencioso y estéril. Redujo la velocidad, orilló el auto y dejó el motor en marcha. Observó el camino.

Alrededor de un minuto después, apareció una patrulla. A ambos lados se leía DIVISIÓN DE PRISIONES DE IDAHO. Bardem metió la mano en el bolsillo de su camisa y sacó una bolsa Ziploc con carne de venado seca. Tomó un trozo de la bolsa y comió ahí sentado.

Llegó la patrulla junto a su Land Rover y se estacionó. El oficial penitenciario salió; llevaba un abrigo verde y una hebilla de cinturón de Smokey Bear. Bardem apagó el motor de su Land Rover, salió y rodeó el vehículo en dirección al oficial. Comió otro bocado de carne de venado.

—¿Y bien?

—Era él —dijo el oficial.

—¿Y?

—Entró alrededor de las dos en punto. Pidió ver a Dahl.

—¿Y qué pasó?

—Los puse juntos en una habitación. Escuché su conversación.

—Supongo que quieres que te pregunte qué escuchaste.

Bardem se quedó allí, como si nada, masticando. El oficial desvió la mirada. El viento olía a nieve y una ráfaga hizo que sus ojos se llenaran de agua. Miró atrás. Bardem lo estaba observando.

—¿Tienes el dinero? —preguntó el oficial.

—No lo sé. ¿Tienes algo por lo que valga la pena pagar?

El oficial cambió su peso.

—Te lo dije la semana pasada. Dahl no obtuvo la libertad condicional.

—Dahl no obtuvo la libertad condicional, ¿y tú ahora pretendes que te pague por esto?

El oficial tragó saliva.

—No quiero ser parte de ningún problema.

—Parte de ningún problema.

—Correcto.

—Pero ya lo eres.

—¿Qué?

—Ya eres parte de un problema. Sabías en lo que te estabas metiendo cuando aceptaste. No puedes saber algo y luego fingir que no lo sabes. Así no funcionan las cosas.

El oficial se alejó. Su nariz goteaba y sorbió. El sol casi se había metido. Teñía las nubes e iluminaba la nieve hasta hacerla brillar; en lo alto, un halcón solitario remontó el viento sobre el suelo blanco lleno de surcos. Bardem se llevó la última tira de carne de venado a la boca y masticó. No llevaba abrigo. Hacía mucho frío, pero él parecía no darse cuenta.

—El niño habló de un maletín —dijo el oficial.

—¿De qué color?

—No lo dijo.

—¿Dónde está?

—Uh. No lo sé.

Bardem arrugó la bolsa Ziploc vacía en su mano y la guardó en su bolsillo.

—¿Qué sabes?

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir: ¿escuchaste algo más?

—Bueno, Dahl enfureció. Golpeó la cara del chico contra una mesa y luego dijo algo realmente extraño. Algo como: “conoces la ley”.

Bardem ladeó la cabeza y miró al oficial. Sus ojos azules permanecían tranquilos, como el agua de un lago. En el profundo y brillante crepúsculo, su piel era del color de las velas y su rostro lucía una extraña sonrisa.

—Interesante —dijo Bardem.

—Seguí al chico hasta el Stardust. Entré, pero lo perdí. Es rápido.

—Rápido. ¿Como tú?

—¿Qué?

Bardem se quedó allí, mirándolo.

—Y ahora —dijo—, ¿quieres que te pague por esta información?

El oficial miró hacia la oscurecida llanura. Los matorrales desnudos de roble y la maleza de las ramas muertas acumulándose en la nieve. Kilómetros de desolación.

—Creo que Dahl le dijo dónde está el maletín.

—Crees.

—Puedo mostrarte dónde vive.

—Yo sé dónde vive. ¿Crees que podría ignorar dónde vive?

El oficial desvió la mirada. No respondió.

—Tú y yo somos del mismo tipo de hombre —dijo Bardem—, hasta cierto punto. Nuestros caminos no son tan diferentes. Pero en algún momento, tú decidiste ser un soplón. ¿Cómo llegaste a este lugar? Te lo diré, estás aquí porque lo permitiste, ¿lo ves?

El oficial miró su auto, luego inhaló e inclinó la cabeza.

—Tomaste tus decisiones —añadió Bardem—. Creo que lo entiendes.

—Puedo traerte el maletín.

—Si pudieras conseguirme el maletín, ya lo tendrías aquí.

—Puedo ayudarte —el oficial se lamió el labio—. Y también puedo hacerte daño.

—¿Qué?

—Puedo decirle a la gente.

Bardem observó con atención al oficial. Muy callado. Sacudió la cabeza.

—No —dijo—. No, no puedes.

Bardem sacó una pistola de la cintura de sus jeans y le disparó al hombre.

El oficial penitenciario cayó hacia atrás, jadeando sobre la nieve. Bardem lo sacudió con la bota y lo miró.

—Me amenazaste —dijo—. ¿Por qué hiciste eso?

Metió la pistola en su cinturón y vio al oficial sacudirse y estremecerse hasta que dejó de moverse por completo. La sangre oscura se extendió. La sangre derretía la nieve a su alrededor.

Bardem caminó hasta la Land Rover, abrió la puerta y subió. Encendió el motor y las luces, y condujo de regreso al pueblo.

En la tienda de artículos deportivos compró un radio policial de mano y baterías. Captó una transmisión de la policía al suroeste de Saint Anthony, mientras cruzaba el puente North Fork. Giró el sintonizador, atento. Todavía no habían encontrado al oficial penitenciario.

Se detuvo en la casa poco antes del anochecer y apagó las luces delanteras. Había un buzón con el nombre DAHL escrito con rotulador negro. Un seto de rosas muertas. Al final del camino, una casa y un granero. Todo velado por la niebla de la mañana. Más allá del seto, un campo de helechos también muertos. Dio vuelta en el camino de entrada y se acercó lentamente a través de la nieve. Tablillas con pintura descascarada. Ningún movimiento. Cuando bajó de la camioneta, llevaba una escopeta.

Subió los escalones de madera contrachapada del porche, golpeó la puerta con los nudillos y esperó. Nada. Quitó el seguro de la escopeta. Luego, abrió la puerta y entró.

Se detuvo en la sala y escuchó. Sólo había formas oscuras y silencio. Un ligero olor a podrido. Una mecedora junto a la chimenea y una cómoda alta con los cajones entreabiertos. En algún lugar, un reloj hizo tic tac.

Subió las escaleras, recorrió el pasillo y miró en el dormitorio y en el armario. Una bata de casa en una percha de plástico. Hacía frío en la habitación. No había habido fuego durante un largo rato. Abrió la puerta del baño y después bajó a la cocina.

Cuando accionó el interruptor de la luz, no pasó nada. Volvió a poner el seguro de la escopeta y la dejó sobre la mesa de formaica.

Caminó hasta el fregadero, abrió el grifo y dejó correr un delgado chorro de agua entre las manos. Las tuberías estaban casi congeladas. Palmeó las manos contra una toalla que colgaba del asa del refrigerador. Sacó un vaso de plástico de un gabinete, lo llenó de agua del grifo y se quedó ahí parado, bebiendo, a la opaca luz de luna invernal. Las sombras de las ramas de los árboles se movieron sobre el suelo de linóleo.

Dejó el vaso medio lleno sobre el mostrador. Abrió todos los gabinetes. Bicarbonato de sodio. Platos de Pyrex. En la despensa, una lata de azúcar.

Se sentó a la mesa y leyó el correo que estaba allí. Junto al correo había un pequeño auto de juguete, un Ferrari verde. Tomó el auto y lo analizó bajo el frágil resplandor de la luna. Hizo rodar los neumáticos sobre la fórmaica, mientras observaba las pequeñas ruedas girar. Lo guardó en el bolsillo de su camisa.

Tomó la escopeta, se dirigió a la sala y abrió la puerta principal. Se paró bajo el alero e inspeccionó la noche. Su pálido aliento se elevó en una columna.

Oscuridad. Los árboles susurraban al viento.

Desde el cielo, un solitario copo de nieve descendió. Bardem cruzó el patio hasta la Land Rover y entró. Dejó la escopeta en el asiento del pasajero. Luego puso en marcha el motor, avanzó en reversa para salir y condujo con los faros apagados por la pálida carretera serpenteante.

La belleza del mundo

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