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I. LA BRUSCA Y NO PROGRAMADA OBSOLESCENCIA DE LOS ORDENAMIENTOS PENAL Y PROCESAL PENAL EN LA ESPAÑA FINISECULAR

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Una de las principales máximas de experiencia que tenemos los juristas es que la legislación marcha siempre por detrás de los avances sociales, científicos y técnicos (y, en el caso del ordenamiento penal, incluso de los conocimientos y habilidades de los delincuentes). No son, por ello, quejas, sino meras constataciones de hecho, las frases que habitualmente proferimos, en contextos técnicos, pero también en términos coloquiales, respecto a la habitual obsolescencia de nuestras normas, o a la falta de previsión, o de reflejos, del Legislador para dar respuesta a las nuevas necesidades o inquietudes sociales, o para ajustarse a los descubrimientos e invenciones científicas y técnicas que, de manera cada vez más acelerada, transforman el mundo cotidiano en el que nos movemos, y nos dotan de nuevos instrumentos para trabajar, relacionarnos o entretenernos1. Esta obsolescencia normativa se hace especialmente desasosegante, y en ocasiones dramática, en relación con el ordenamiento penal, y el procesal penal que lo complementa y posibilita llevar a buen término sus previsiones, pues, por imperativo del principio de legalidad2, y en un amplio número de supuestos, quedan fuera del ámbito del castigo comportamientos, indudablemente lesivos de bienes jurídicos, personales o supraindividuales, y de semejante relevancia a otros que son objeto expreso de persecución penal, que no pueden sancionarse precisamente porque el Código no los contempla de forma expresa y precisa. Téngase presente que el modo en que el Legislador describe las conductas típicas determina necesariamente su ámbito de aplicación y que, por ello, por ejemplo gráfico, mientras que un delito de homicidio (“El que matare a otro…” dice el vigente artículo 138.1 del Código Penal) puede aplicarse con absoluta independencia de la modernidad o antigüedad del instrumento que se use para ello, o de su carácter más o menos tecnológicamente avanzado, en otros casos la ausencia de una expresa previsión típica del hecho, e incluso la falta de ajuste preciso de una de sus características esenciales en la descripción legal del delito, impiden su aplicación. Y, lamentablemente, ello ha sucedido –y sigue sucediendo– en relación con las lesiones de bienes jurídicos efectuadas a través de las nuevas tecnologías. Así, como ejemplos significativos en el ámbito de estudio del presente Tratado, debo señalar que en 1997 no existía un precepto penal que sancionara específicamente la difusión a través de Internet de material pornográfico infantil (lo que provocó entonces –con gran escándalo mediático– el archivo de unas diligencias penales abiertas por tal causa en una localidad catalana3); y que en la actualidad el Código Penal no dispone tampoco de un precepto que sancione la usurpación de identidad en Internet, como acaba de poner de manifiesto la Sentencia 344/2020, de 25 de junio, del Pleno de la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo4.

Si ha habido un momento en el que esta situación ha llegado a un estado crítico, al menos en lo que se refiere a los ordenamientos penal y procesal penal en España, ha sido en la década de 19805. En aquellos tiempos, la sociedad española vivía plenamente en la modernidad, luchaba por conseguir una sociedad democrática e igualitaria, y tenía a su alcance, como realidades cotidianas, las últimas innovaciones industriales, técnicas y científicas (incluido el fax como muy novedoso sistema de comunicación, aunque de él hoy apenas queda recuerdo). Sin embargo, el Derecho Penal (en su más amplio sentido) vivía completamente al margen de este contexto, encerrado (y aislado) en una burbuja de aire decimonónico, en la que habitaban estampas clasistas y bucólicas, tinteros y manguitos. No creo que esto sea una exageración, porque la sociedad que reflejaba el Código Penal vigente en 1989 (esto es: hace poco más de 30 años) tenía las siguientes características:

a) El lugar habitual de residencia de los españoles no era un piso sito en un edificio, con garajes y ascensores (nombres que no aparecían ni una sola vez en el texto entonces vigente de tal texto legal), sino otros lugares más rústicos y apacibles. Así, cuando el artículo 508 describía cuáles eran las “dependencias de casa habitada”, a efectos de aplicar la circunstancia agravante del delito de robo con fuerza en las cosas (entonces en el artículo 506.2), aclaraba que lo eran “sus patios, corrales, bodegas, graneros, pajares, cocheras, cuadras y demás departamentos o sitios cerrados y contiguos al edificio en comunicación interior con el mismo, y con el cual formen un solo todo”. Para mayor claridad, y evitar los problemas interpretativos que entonces pudieran plantearse al respecto, añadía este precepto que no se entenderían dependencias de casa habitada “las huertas o demás terrenos destinados al cultivo o la producción, aunque estén cercados, contiguos al edificio, y en comunicación interior con el mismo”.

b) La sociedad se estructuraba en un rígido sistema de clases, regido por un criterio de moral conservadora. Así, el artículo 523 del texto penal entonces vigente entendía que constituía delito de insolvencia el que una persona hubiera hecho “gastos domésticos o personales excesivos o descompasados con relación a su fortuna, atendidas las circunstancias de su rango y familia” (apartado primero), y asimismo el “haber sufrido en cualquier clase de juego pérdidas que excedieren de lo que por vía de recreo aventurare, en entretenimiento de esta clase, un prudente padre de familia” (apartado segundo). El artículo 498, por su parte, consideraba responsable de los delitos de descubrimiento y revelación de secretos, entre otras personas, al “criado que en tal concepto supiere los secretos de su principal”; y el artículo 488 establecía un tipo delictivo específico para sancionar a “la mujer que, para ocultar su deshonra, abandonare el hijo recién nacido”.

c) Los instrumentos técnicos protegidos por las normas penales no contemplaban avances más significativos que los “hilos o postes telegráficos” y los “aparatos o instrumentos de transmisión por ondas” (artículo 554); y, cuando el Código quería cualificar los delitos de calumnia e injuria, cuando estuvieran hechos con publicidad, su referencia más avanzada a los medios de comunicación social eran los “papeles impresos, litografiados o grabados”, y los “carteles o pasquines fijados en los sitios públicos”. Y, entre otros muchos ejemplos, en los delitos de falsedad, cuando pretendía sancionarse la que pudieran cometer “los funcionarios públicos encargados de los servicios de telecomunicación”, se tipificaban las conductas de suponer o falsificar “un despacho telegráfico”.

Los ejemplos pueden multiplicarse, si además del Código Penal se consulta una Ley de Enjuiciamiento Criminal vigente en la época6, en cuyas páginas (pobladas de expresiones y previsiones de sabor añejo, completamente desfasadas7) no existía la menor referencia a las delincuencias organizada, transfronteriza, electrónica, informática o cibernética, que ya entonces habían revolucionado verdaderamente los esquemas clásicos de concepción del hecho delictivo y, en consecuencia, también de los medios y estrategias útiles para su averiguación y persecución. Y también entonces los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad habían incorporado a sus Laboratorios infraestructuras, medios y especialistas en tecnologías absolutamente desconocidas en la Ley de Enjuiciamiento Criminal (reconocimiento de voz, identificación de ADN, o clonado de memorias de ordenadores, entre tantas otras), que pueden aportar información decisiva para un proceso penal. Pero el silencio legal ante estos instrumentos, las modalidades de su utilización, y la incorporación de sus resultados al procedimiento, generó múltiples problemas prácticos que debió ir resolviendo la jurisprudencia, en muchas ocasiones de manera decidida, pero a veces también con vacilaciones, o criterios divergentes entre diversos órganos judiciales. Incluso, ante estas carencias normativas, se llegó a imponer la aprobación de protocolos sectoriales de actuación que otorgasen seguridad jurídica a este nuevo ámbito de investigaciones8.

En clarísimo contraste, los países de nuestro entorno cultural tenían en esas fechas normas penales específicas para luchar contra la criminalidad informática, la utilización de los medios electrónicos en las actividades criminales o, entre otros ejemplos concretos, el uso abusivo de las tarjetas de crédito. Las referencias más claras al respecto eran la Ley alemana de 15 de mayo de 1.986, para la lucha contra la criminalidad económica (que introdujo en la normativa de ese país los principales delitos informáticos); la Ley de reforma del Código Penal austriaco de 22 de diciembre de 1.987; la Ley francesa de 5 de enero de 1.988, sobre el fraude informático; y, a nivel supranacional, el Manual de las Naciones Unidas para la Prevención y Control de Delitos Informáticos, de 1977. Pero tampoco se puede decir por ello que la legislación penal española se haya incorporado especialmente tarde al proceso europeo de actualización normativa en materia tecnológica, pues nuestro Código Penal de 1995 ya dio un importante salto tecnológico, mientras el Convenio del Consejo de Europa sobre el Cibercrimen no se firmó hasta el 23 de noviembre de 2001 (y su vigencia comenzó en julio de 2004).

Tratado de Delincuencia Cibernética

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